CASABLANCA

CULTURA

La película que se hizo sola


Por Daniel Salzano

Bogart era un tipo duro. Mientras dos gorilas de saco cruzado se acercaban en un bar para fajarlo, él vaciaba un gran vaso de whisky repleto de cubitos y después, sin dejar de sonreír, los observaba con fijeza. Intimidados por el ruido de los pedazos de hielo triturados por sus dientes, los matones retrocedían. Eso sí, era incapaz de irse a dormir sin llenar de leche el plato del gatito.

Ingrid Bergman por su parte era por dentro tan dura como Bogart, pero por fuera era tan dulce como un montón de Ave María. Su especialidad era permanecer en primer plano con sus ojos calientes a punto de estallar y después, cuando lloraba, el público sentía como un arpón hundido en la boca del estómago del corazón. Pero eso no era todo: odiaba a los fascistas, se enamoraba de tipos moribundos y una vez se definió a sí misma como un tiburón, porque si no se movía se moría.

Bogart y Bergman coincidieron en 1942 en una película de poca plata, Casablanca, durante cuyo rodaje nadie sabía dónde ponerse y cuyo final ni siquiera estaba escrito. Al final, consta en actas, Casablanca se hizo sola. O la hizo el azar. O el Espíritu Santo. Lo cierto es que figura en las enciclopedias como la mejor película de amor de los años 40. Y de los 50. Y de los 60. Y así sucesivamente.

Proyectada en su versión original en blanco y negro, la película aparece fugazmente en cartelera y durante las 24 horas que permanece en exhibición, a vos te sale una especie de humo de felicidad a través de las orejas. A la primera función vas nada más que a verla a ella. A la segunda vas nada más que a verlo a él. Y en la función de la noche, después que ella se sube al avión y se va con el marido y él se aleja en plano general con el amigo, sentís que durante el momento de un momento, sobre tu cabeza, permanece luminosa e inmóvil la paloma del Espíritu Santo.

(Quiénes & Cuándo / La Voz)


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