ANTONIO TORMO, EL CANTOR DE LAS COSAS NUESTRAS

CULTURA

Antonio Tormo expresó a toda una generación. Fue el abanderado de los "cabecitas", que orgullosamente representó a través de temas populares, como "El rancho e´ la cambicha", "Amémonos", "Mis harapos" o "La canción del linyera"

Por Roberto Suarez

La voz humilde de Antonio Tormo y la simpleza de sus canciones llegaron a las masas y lo transformaron en un fenómeno popular. Fue uno de los primeros en vender un millón de discos y en insertar el folklore cuyano en todo el país.

De una inmensa repercusión, especialmente en los sectores más populares de la sociedad, este intérprete nacido en General Gutierrez, departamento de Maipú, el 18 de septiembre de 1913, estaba adornado por un definido registro de tenor, una hermosa voz melodiosa y una perfecta técnica vocal, a lo que debemos sumar, un repertorio bien elegido, que generaba éxitos en forma permanente.

Tormo falleció, a los 90 años, el 15 de noviembre del 2003, en el sanatorio Mitre de la Capital Federal, a causa de una afección renal.

Cuando en 1955, los militares derrocaron al General Juan Perón, se promulgaron una serie de decretos. Uno de los primeros, fue prohibir a los medios de difusión nombrar el apellido Perón y exhibir cualquier cosa o signo de carácter justicialista. Así, comenzó una cacería de brujas que, en algunos casos, obligó a muchos artistas, actores, gente de radio e intérpretes populares, a abandonar el país y en otros, a dejar sus trabajos.

En esos años, la carrera de Antonio Tormo cae en desgracia por su representación con el peronismo, y es silenciado. Durante los últimos cuarenta años, y en razón de los vaivenes de la política, Antonio Tormo resurgió y desapareció de los medios de difusión y de los escenarios, en tanto y en cuanto se fueron sucediendo los gobiernos civiles y militares.

El advenimiento del proceso democrático en 1983, con el gobierno de Raúl Alfonsín, le permitió reanudar una nueva etapa. Se reivindicó su obra y se realizaron diversos homenajes en vida. Una calle lleva su nombre en Mendoza y otra generación de músicos se acercó a su figura. Vinieron los reconocimientos por su trayectoria. De los muchos que tuvo recordamos sólo dos, el de 1999, cuando la Cámara de Diputados de la Nación lo distinguió como “Mayor Notable Argentino” y, después, cuando la Secretaría de Cultura de la Nación lo reconoció como “Personalidad Emérita de la Cultura Nacional”.

Tormo sufrió aquella etapa de prohibición, por el mero hecho de ser un artista popular. Muchos lo llamaron el cantor del peronismo, aunque cariñosamente lo identificaron con los “veinte y veinte”, como llamaban a los provincianos que usaban veinte centavos para una porción de pizza y los otros veinte para escuchar sus temas en las fonolas de baratos comedores. Este icono de las clases populares tenía un origen popular humilde que marcó decididamente su destino musical.

A raíz de ser admirado por los provincianos que vivían en la gran ciudad, y a los que Eva Perón denominó, “mis grasitas” y sus adversarios, despectivamente, “los cabecitas negras”, los censores dieron por sentado esa condición. Motivo por el cual, pasó del éxito a la exclusión social por casi treinta años.

Si bien nunca dejó de cantar —lo hizo en el extranjero y en su provincia—, no tuvo repercusión en los medios. No obstante, participó en 1976, en la película, “El canto cuenta su historia, de Fernando Ayala y Héctor Olivera, una excusa para exhibir a las máximas estrellas de nuestro folclore y nuestro tango.

Al internarnos en su historia, nos enteramos que su padre falleció antes de su nacimiento y que se encargaron de su cuidado, su mamá y su tío y padrastro Ramón —hermano del difunto—, que había sido empleado en las Bodegas Giol. Tenía diez años, cuando se trasladaron a San Juan, donde llegado el momento estudió en la Escuela de Artes y Oficios y obtiene el título de tonelero profesional.

Ya muchacho, trabó amistad con Diego Manuel Benítez, de nombre artístico: Manuel Canales, guitarrero y cantor. Esa amistad los impulsó a la formación de un dúo vocal.

Cantaron en reuniones familiares y pronto en LV10 Radio Cuyo, hasta llegar la verdadera explosión por su música. En Radio Aconcagua, de Mendoza, sus actuaciones provocan verdaderos tumultos de gente que pugna por entrar a ver sus recitales. Luego, conocieron a Eusebio Jesús Dojorti, artísticamente Buenaventura Luna, quien les ofreció incorporarse a un conjunto que estaba formando y que integraban Remberto Narváez, José Castorina —de nombre artístico El Zarco Alejo— y otros muchachos. Así nació la recordada Tropilla de Huachi Pampa.

Tras varias presentaciones se largaron a Buenos Aires y debutaron en Radio El Mundo, por entonces la número uno del dial. Más adelante, el conjunto participó del radioteatro campero El fogón de los Arrieros, que de alguna manera seguía los pasos del exitoso Chispazos de Tradición. Allí estaban entre otros, los hermanos Alfredo y Julio Navarrine, haciéndose cargo de los libretos Buenaventura Luna.

En 1942, Tormo, Narváez y El Zarco Alejo se independizaron para constituir Los Arrieros Cantores. Hacia 1947 alguna contrariedad los separó: Narváez actúa esporádicamente mientras espera que su amigo Guillermo Arbós finalice su contrato en la orquesta de Héctor Stamponi, al año siguiente arman un dúo folclórico de larga actuación. El Zarco siguió con lo suyo como solista y Tormo, que había regresado a sus pagos, decidió lo mismo que éste y retornó a Buenos Aires con sus cuatro guitarristas, a probar fortuna.

Primero actuó en Radio Splendid, luego en Radio Belgrano, también en los reductos habituales de música popular. El número de admiradores aumentaba día a día, y llegó al disco. Luego de las primeras placas para el sello RCA-Victor, en 1949, edita una con “Los ejes de mi carreta” y el vals “Amémonos”, con éste último su fama se disparó al vender un millón de ejemplares. A tal punto, que el público llenaba el salón de la emisora donde actuaba y eran muchos más, los que no podían entrar y quedaban en la calle.

La fama del cantor creció de tal modo, que era requerido desde Colombia, Chile y Uruguay, países que fue recorriendo a su tiempo, con el mismo entusiasmo desbordante de público. Sus contratos fueron por montos no habituales para la época y, si algo le faltaba, aparece en 1950, “El rancho ‘e la Cambicha”, un verdadero éxito, del que se vendieron cinco millones de ejemplares. La atracción se mantuvo, hasta que llegó el 16 de septiembre de 1955 y vino el ostracismo.

León Gieco le grabó un disco titulado “Veinte y veinte”, para que esos temas tan populares durante los cincuenta que lo acompañaron toda su vida volvieran a sonar con la misma frescura. Tormo se jactaba, a pesar de su edad, de mantener el mismo tono que el de su adolescencia y de que nunca hubieran podido silenciar su canto, el de los humildes.

Su amigo, el enorme Armando Tejada Gómez lo homenajeo en vida con estas palabras: “Cantó todo lo que tenía que cantar. Cantó al niño desvalido, cantó a los pobres, cantó a la alegría de los vinos jocundos de nuestros valles y le cantó al amor, ¡y cómo![…] Tormo es un amasijo popular, una escultura hecha por su propio pueblo al que respondió sin dar jamás un paso atrás.”

Y quiero dejar el recuerdo de este gran cantor, con un texto que le dedicó otro grande de la cultura mendocina, Jorge Marziali, autor, cantor, periodista, que murió súbitamente en Santa Clara, Cuba, cuando visitaba la tumba del Che Guevara. Escribió Jorge:

TORMO
(Según el diccionario, “terrón de tierra”)

Lo encontré en mis orejas cuando el niño,
se gastaba en asombros todo el tiempo
y mi madre bailaba algunos tangos
abrazada al lampazo y al plumero.

Guaymallén era un rumbo y un regazo
y la acequia un proyecto marinero,
las guitarras, el único sonido
y el barrio, San José, el universo.

Era vals con tonada la congoja,
eran cueca con gato los festejos
eran brevas los postres de diciembre
y la siesta era un dios, siempre en silencio.

El, que nada sabía, se filtraba
con su canto finito y mañanero
a decir que el parral era una casa
y que los ríos son para vencerlos.

Después vino a contar lo de “Cambicha”
y el valor de sesenta granaderos,
la hidalguía de huérfanos, linyeras,
las ignotas pastoras que se han muerto.

Hombre yo, lo encontré en un escenario
y nos fuimos cantando Cuyo adentro,
con el abrazo de una cordillera
que cuida, como madre, el canto nuestro.

Los cantores no mueren si han cantado
a la luz de la lámpara del pueblo,
ni Arancibia Laborda allá en Mercedes
ni el gran Buenaventura, mensajero.

No mueren Don Hilario ni Palorma,
ni Tejada, la voz de los obreros,
ni Montbrum que está vivo y a dos puntas
ni este Antonio, que es tormo y es eterno.

Y es más que tormo, es tormagal, tormera
tierra en terrón que nos está volviendo,
con la inocencia virginal del grillo
y con la fuerza de los toneleros.

Lo encontré en mis orejas y lo nombro
porque un niño me viene de regreso,
y una acequia y un vino, una guitarra,
y un aro y una madre con plumero.

Jorge Marziali

Mendoza Today




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