HISTORIAS
Epecuén es una lección de la vulnerabilidad. Las ruinas de lo que supo ser un pueblo próspero hoy son visitadas por miles de turistas. Y sus antiguos residentes aún intentan hacer el duelo. "Es nuestra casa", cuenta una reconocida escritora

Por Juan Tucat
La historia de Villa Epecuén es la de un próspero balneario turístico que pasó de la gloria a convertirse en un pueblo fantasma sumergido bajo el agua, para luego resurgir como un sitio de memoria y atracción turística. Ubicada a pocos kilómetros de Carhué, en el sudoeste de la provincia, esta localidad fue durante gran parte del siglo XX uno de los destinos más elegidos por miles de turistas atraídos por las propiedades curativas de su laguna salada.
Fundada en 1921 a orillas del lago Epecuén, la villa se transformó rápidamente en un enclave de descanso y salud gracias a las aguas hipersalinas del lugar, cuya concentración de sal era similar a la del Mar Muerto. Se decía que sus baños aliviaban reumatismos, afecciones de la piel y dolencias respiratorias. En su época dorada, entre las décadas de 1920 y 1980, llegó a contar con unos 1.500 habitantes estables y a recibir hasta 25.000 turistas por temporada, hospedados en más de 200 hoteles, posadas y complejos. Las calles bullían de vida, con teatros, confiterías y un ritmo de verano que convirtió al pueblo en un ícono de bienestar.
Sin embargo, la prosperidad se truncó de manera trágica. A partir de la década de 1970, un ciclo de intensas lluvias elevó progresivamente el nivel de las lagunas de la cuenca endorreica del oeste bonaerense. Aunque se levantó un terraplén para contener el agua, el avance era imparable. El 10 de noviembre de 1985, una fuerte sudestada rompió las defensas y el agua comenzó a invadir las calles de Epecuén. En cuestión de horas, las familias fueron evacuadas y el pueblo quedó abandonado. Durante casi 20 años, permaneció oculto bajo siete metros de agua salada, como un recuerdo dormido de lo que alguna vez fue.
A mediados de la década del 2000, la naturaleza volvió a sorprender. Un ciclo de sequía hizo retroceder las aguas y, poco a poco, las ruinas comenzaron a emerger. Lo que apareció fue un paisaje fantasmal: edificios corroídos, calles cubiertas de sal, árboles petrificados y estructuras retorcidas por el paso del tiempo. Ese escenario, de belleza inquietante y silenciosa, convirtió a Villa Epecuén en un “museo a cielo abierto”, visitado por turistas, documentalistas y fotógrafos de todo el mundo.
Hoy, es más que un sitio arqueológico contemporáneo. Es una lección viva sobre la vulnerabilidad frente a la naturaleza y la capacidad de adaptación del ser humano. Entre ruinas, aún se respira el eco de las risas del pasado y el murmullo del agua que un día cubrió todo. Visitarla es, al mismo tiempo, un viaje por la historia, la memoria y la fuerza de la vida que se resiste a desaparecer.
El duelo que nunca termina
Al cumplirse los 40 años del desastre, Patricia Bonjour, escritora nacida en el desaparecido balneario, presentó en Carhué su libro “Epecuén en la memoria de las ruinas”. Desde Santa Rosa, donde reside en la actualidad, contó en diálogo con La Brújula 24 que su obra busca “bloquear el olvido y fortalecer la identidad como epecuenses”.
A cuatro décadas de la inundación, la autora asegura que sigue siendo difícil sanar: “Estos 40 años son gestionar el trauma, gestionar la pérdida. No fue solo lo material; perdimos nuestra identidad colectiva, comunitaria”.
Bonjour recordó que la catástrofe del 10 de noviembre de 1985 no solamente destruyó hogares, sino que dejó a miles de personas sin sustento. “Nos encontramos sin casa y sin cómo ganarnos el pan. Carhué tuvo que albergar a más de mil personas sin trabajo, sin nada. Muchos vendían lo poco que habían rescatado. Hubo quienes no podían comprarle zapatillas a sus hijos o un litro de lavandina”, relató. En su libro recoge decenas de testimonios, entre ellos el de su tía Marta, quien cumplía años aquel día: “Nací un 10 de noviembre y parte de mi vida se murió un 10 de noviembre”, solía decirme.
La autora también reflexionó sobre el cambio de mirada que tuvo el lugar con el paso del tiempo. “El turismo nació del agua, de sus propiedades curativas. Pero lo que hoy llaman ruinas para nosotros es nuestra casa. Nosotros caminamos Epecuén y seguimos viendo a los nuestros ahí. Me duele que la gente no tenga cuidado con ese espacio, que las vacas pasten sobre lo poco que queda. Es un sitio sagrado donde honramos nuestra vida y la de los nuestros”, expresó con emoción.
Bonjour apuntó además a las responsabilidades políticas e hidráulicas que derivaron en la tragedia. “No nos inundamos por las lluvias. Si mi familia fue indemnizada por la provincia, es porque algo se hizo mal. El canal Ameghino quedó inconcluso: se canalizó el agua pero no se reguló su ingreso. El terraplén se construyó en 1976 y convivimos casi diez años sabiendo que podía romperse cualquier noche”, señaló. Y remarcó: “Nos quedamos porque era nuestra casa. No había un plan del Estado para mudar el pueblo”.
El libro “Epecuén en la memoria de las ruinas” puede conseguirse contactando a la autora a través de sus redes sociales, o en la librería Mokique de Carhué. “Epecuén no es un sitio de ruinas: es un lugar de memoria. Es donde seguimos honrando lo que fuimos”, concluyó Bonjour, en una frase que resume el espíritu de su obra y de un pueblo que se niega a ser olvidado.
La Brújula 24
Comentarios
Publicar un comentario