EL MUNDO COMO TRAMPOLÍN

OPINIÓN

Las tres críticas principales al alineamiento de Milei con Estados Unidos se basan en premisas falsas

Por Santiago García Vence

Como todo en nuestro país, la reconfiguración del alineamiento internacional argentino, confirmado por el apoyo del gobierno de Trump al de Milei en las semanas anteriores a las elecciones, produjo una tormenta de críticas, algunas basadas en el pragmatismo, otras en la etérea dignidad nacional y unas cuantas en un apenas escondido sesgo pro-China. El mundo, dijeron los críticos del acuerdo con Estados Unidos, ya no es el de las certezas ideológicas ni de las lealtades automáticas. Vivimos una transición en el tablero global que obliga a mirar hacia oriente, donde se acumulan poder, inversión y demanda. Estas críticas se apoyan en tres premisas que, repetidas hasta el cansancio, se han vuelto casi un mantra.

Ya no estamos en una Guerra Fría y, por tanto, no hay que elegir bandos: el escenario actual se define por múltiples polos de poder y por potencias intermedias que buscan aumentar su influencia relativa.

Afinar el vínculo con Estados Unidos es un error, porque su estructura productiva compite con la nuestra, mientras que con China tenemos economías complementarias.

Ningún Estado se desarrolla cediendo autonomía, porque lo primero es condición de la segunda: más margen de maniobra internacional, más desarrollo.

Estas tres premisas están mal. El mundo sí es bipolar, la economía de Argentina se complementa mejor con la de Estados Unidos con la de China y la autonomía sólo es posible cuando un país ya es desarrollado, no antes. Paso a explicar mejor.

1. Dos polos: este y oeste

Uno de los debates más fascinantes de la política internacional contemporánea gira en torno a la estructura del poder global: si el mundo vuelve a organizarse alrededor de dos polos hegemónicos, como en la Guerra Fríoa, o si estamos ante una multiplicación de centros de influencia. Kenneth Waltz, padre del neorrealismo, ofreció la definición más perdurable del concepto: “El número de polos en un sistema equivale al número de centros de poder distintos”. En esta lógica, la cantidad de potencias que dominan y compiten por el tablero define la polaridad del sistema.

Un mundo multipolar, como el del siglo XIX, está compuesto por varios centros que se equilibran mutuamente: el Reino Unido, Francia, Rusia, Prusia o Austria mantenían una competencia constante, pero sin un hegemón claro. Un mundo bipolar, en cambio, se organiza en torno a dos polos dominantes mientras que un orden unipolar (como el de los ’90 y buena parte de los 2000) gira alrededor de un único poder capaz de imponer reglas, valores y sanciones. El fin de la Guerra Fría dio paso a esa etapa de hegemonía estadounidense, que Francis Fukuyama celebró como “el fin de la historia” y que otros, como Niall Ferguson, rebautizaron como “el interregno entre dos guerras frías”.

Quienes sostienen que el mundo actual es multipolar, como Ernesto Tenenbaum, Jorge Argüello y Jorge Taiana argumentan que el poder ya no está concentrado en dos vértices. La emergencia de potencias intermedias —como India, Brasil, Turquía, Arabia Saudita, Sudáfrica, Indonesia, incluso la Unión Europea— erosionó el monopolio de las grandes. Este grupo heterogéneo no tiene la capacidad de estructurar el sistema, pero sí de bloquear o condicionar decisiones globales. Algunos autores hablan de un “orden multiplex»: un sistema fragmentado, donde distintas potencias medianas pesan más en temas específicos (energía, alimentos, datos, minerales críticos) y dificultan una reedición pura del esquema Este-Oeste.

Sin embargo, los indicadores estructurales muestran que el poder sigue concentrado en dos polos claros. En 1980, Estados Unidos y la Unión Soviética representaban juntos cerca del 40% del PIB mundial. En 2025, Estados Unidos y China concentran el 45%. En gasto militar, ambos reúnen cerca del 50% del total global. No existe un tercer actor con ese alcance. Las mismas asimetrías se replican en el espacio exterior, la producción de chips y la capacidad de imponer estándares tecnológicos. La competencia se libra no solo por territorios sino también por infraestructuras invisibles: cables submarinos, plataformas digitales, control de datos y ecosistemas de innovación.

En términos ideológicos, la distancia es igual de profunda. La rivalidad entre Estados Unidos y China reproduce los rasgos esenciales de la Guerra Fría, pero con actores distintos. China ha vuelto a reivindicar su faceta más verticalista bajo Xi Jinping, sostenido por un capitalismo de Estado que le da legitimidad y resultados; Estados Unidos, incluso con Trump en la Casa Blanca, sigue siendo una democracia liberal, con división de poderes y un Estado de derecho que limita la acción presidencial. La pugna es también disputa entre sistemas políticos y de valores: un sistema de dos partidos y un sistema de partido único; un sistema que abraza la diversidad y otro que promueve la homogeneidad.

La teoría multipolar pierde fuerza también al mirar la historia de los terceros. En los ’80, Japón y Alemania Occidental representaban juntos cerca del 17 % del PIB global, con influencia comercial y tecnológica. Hoy, siguen tercero y cuarto pero apenas alcanzan entre el 3% y el 5% cada uno. Ninguna puede rivalizar con EEUU o China. Esta fractura también es evidente en los organismos multilaterales. En la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de la ONU, las votaciones reproducen una división casi binaria entre el bloque occidental y las potencias alineadas con Beijing y Moscú.

Como resultado, nos encontramos frente a una nueva bipolaridad, en la que China es para EEUU un rival más formidable que la Unión Soviética. Es más grande, más integrada y más ambiciosa. Superó a la URSS no solo en escala económica, sino también en capacidad tecnológica: lidera en patentes de inteligencia artificial, domina la refinación de minerales críticos y avanza en infraestructura física y digital en más de 70 países a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Esta combinación de recursos duros y blandos —capital, datos, influencia— convierte al actual enfrentamiento en un conflicto más difícil: una contienda prolongada, global y disputada dentro de un sistema interdependiente.

2. Mi compañero el gringo

En este tablero, la Argentina no elige el campo de batalla, pero sí debe reconocer sus condicionantes. La geografía la ata al continente americano y al hemisferio occidental; la historia, a la tradición liberal y republicana; la economía, a la triple necesidad de comercio, inversión y financiamiento. De esas tres anclas surgen los límites de cualquier estrategia exterior. Por eso, la pregunta válida no es con quién debemos alinearnos, sino cómo insertarnos con inteligencia en el mundo para capitalizar las oportunidades.

Algunos, como Juan Gabriel Tokatlian, ya tienen la respuesta: debemos acercarnos a China con el argumento de, según el ex embajador Sabino Vaca Narvaja, la supuesta complementariedad comercial entre Argentina y China. Es una postura con algo de sentido: a China exportamos principalmente carne y soja y sus derivados, e importamos máquinas, textiles y productos industriales. China es la fábrica del mundo; nosotros, el granero.

Este esquema, sin embargo, tiene ecos de la relación comercial entre una metrópolis y sus colonias –o entre Gran Bretaña y nuestro país hasta hace un siglo–, aunque esta aserción encierre a los promotores del complemento chino en un complejo laberinto intelectual. Además, la balanza comercial con China es deficitaria desde hace casi 20 años. Si la complementariedad fuera una guía útil para la política comercial, bastaría con buscar países compradores de materias primas y vendedores de manufacturas y subir el volumen de los vínculos con ellos.

Con mucha autoestima nacional algunos equipararon la relación entre Argentina y Estados Unidos con la competencia entre Coca-Cola y Pepsi. Más allá de la vaguedad de la afirmación (Argentina se podría acoplar de forma muy distinta a cada uno de los 50 Estados americanos), la composición de la relación comercial entre Argentina y Estados Unidos presenta varias aristas. El año pasado, por ejemplo, Estados Unidos fue el segundo destino de las exportaciones argentinas y el tercer origen de importaciones, con un superávit de 229 millones de dólares para la Argentina.

A diferencia de China, el vínculo con Estados Unidos combina bienes y servicios más complejos: exportamos vino embotellado, aluminio, maquinaria industrial, químicos y productos farmacéuticos; importamos motores, insumos para energía, equipamiento médico y tecnológico. En servicios –el verdadero driver de la economía global– la relación es todavía más relevante: EEUU representa el 28% de las exportaciones argentinas de servicios (tecnología, software, finanzas, creativos) y el 27% de las importaciones. Algunos incluso afirman que, medida por índices rigurosos, la complementariedad comercial entre Argentina y Estados Unidos es superior a la que nos une con China.

Más allá del comercio, el vínculo con Washington tiene una capa invisible de cooperación estructural. En materia de defensa, EEUU mantiene con la Argentina acuerdos de entrenamiento, asistencia técnica y provisión de equipamiento militar. En ciencia y tecnología, existen programas de colaboración en energías limpias, biotecnología y ciberseguridad, y una red densa de intercambio académico entre universidades y centros de investigación. En el plano financiero, el rol de EEUU en el FMI y su peso en organismos como el Banco Mundial o el BID son determinantes: no hay programa argentino con acceso a crédito internacional que no pase —explícita o implícitamente— por la luz verde del Tesoro estadounidense. Finalmente, EEUU es el principal inversor extranjero en Argentina, con un stock que ronda los 30.000 millones de dólares, casi el 20% del total.

3. Un empujón hacia el desarrollo

Queda en pie el obstáculo más profundo: el argumento autonomista. Heredero intelectual de Juan Carlos Puig y Helio Jaguaribe, y con profunda penetración en las esferas cepalianas, este enfoque sostiene que los países periféricos sólo pueden desarrollarse si amplían su margen de maniobra frente a las potencias hegemónicas. En la tradición latinoamericana, la “autonomía nacional” se volvió sinónimo de dignidad y resistencia, bajo la promesa de que el desarrollo emergería de la independencia.

Existen un montón de casos para mostrar que esto puede no ser cierto. Uno de los más claros es el de las dos Coreas. En 1953, ambos países salieron de la guerra devastados, con PBI per cápita similares y una infraestructura destruida. Setenta años después, Corea del Sur es una de las diez economías más innovadoras del mundo y Corea del Norte ranquea en los últimos puestos de cualquier indicador de desarrollo humano. Corea del Sur cedió autonomía militar y geopolítica a Estados Unidos, aceptó su tutela de seguridad y accedió a masivos programas de ayuda que llegaron a representar casi el 75% del presupuesto coreano entre 1950 y 1970. Corea del Norte, en cambio, abrazó el ideal de la independencia absoluta y el aislamiento autárquico. Una usó la idea de autonomía como palanca de desarrollo; la otra, como dogma de subsistencia.

Carlos Escudé fue quien mejor desarmó el dogma autonomista. En Realismo periférico (1992), cuestionó ese supuesto y sostuvo que, lejos de ser un objetivo absoluto, la autonomía sólo puede ejercerse con eficacia cuando existen capacidades materiales que la respalden. Creer que la autonomía genera desarrollo, cuando en realidad es el desarrollo el que genera autonomía, conduce, advertía Escudé, a políticas exteriores voluntaristas que buscan alterar estructuras jerárquicas sin contar con los medios para hacerlo.

En lugar de ese idealismo costoso, Escudé proponía una estrategia de “autorrestricción racional”: reconocer los límites estructurales, evitar confrontaciones estériles y usar la previsibilidad como activo negociador. Así, “consumir autonomía” es malgastar poder; “invertirla” es emplearla con prudencia para fortalecer capacidades futuras y, de ese modo, ampliar el margen de maniobra futuro. Corea del Sur comprendió esta fórmula (como también la comprendieron Japón, Alemania, Singapur e Israel, entre otros). Corea del Norte, Irán y Cuba son ejemplos de lo contrario. Reformando aquél proverbio liberal, quien busque primero la autonomía antes que el desarrollo terminará más dependiente y menos desarrollado.

A modo de cierre, pueden despejarse algunas certezas frágiles. Primero, que la multipolaridad que muchos diagnostican parece más una expresión de deseos que una descripción del sistema internacional: los polos existen y su gravedad ordena. Segundo, que la preferencia por China como socio suele responder menos a un cálculo estratégico que a un reflejo ideológico: una forma de anti-americanismo reciclado, más emocional que racional. Y tercero, que la autopista hacia el desarrollo puede requerir, como muestran los casos de Corea del Sur y otros, cierto consumo táctico y temporal del stock de autonomía.

Esto no implica que la pertenencia cultural de la Argentina a Occidente exija una exclusividad política o económica. Significa, más bien, reconocer que el mundo contemporáneo premia la cooperación eficaz, no la neutralidad altiva. En un entorno donde las cadenas de valor son globales, los estándares regulatorios se definen fuera de nuestras fronteras y el crédito internacional es un arma de negociación, la independencia absoluta es una ficción. Es en este contexto en el que el gobierno argentino aprovechó una coincidencia histórica para traducir esa afinidad coyuntural en recursos tangibles. Esta recompensa adquiere mayor relevancia en el contexto en el que se obtuvo: escaramuzas comerciales con China; conflictos en Gaza y en Ucrania; y la ayuda norteamericana al mundo casi suspendida.

La conclusión es sencilla, aunque contraintuitiva para cierto pensamiento latinoamericano: lejos de ser una amenaza a nuestra autonomía, estos alineamientos pueden fortalecerla en el largo plazo. La clave está en abandonar el lente conspirativo que ve dependencia en cada préstamo y sometimiento en cada acuerdo, y reemplazarlo por una mirada pragmática que reconozca al mundo no como un riesgo a evitar, sino como un multiplicador de oportunidades. Para Argentina, por su condición económica periférica y su confinamiento a los márgenes del mapa, el mundo es mucho más un trampolín que una amenaza.

Revista Seúl


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