EL EVANGELIO DEL BARRO

OPINIÓN

Cuando la viveza criolla se disfraza de épica

Por
Christian Sanz 

En estos tiempos donde infringir la ley se celebra como viveza criolla, aparece un libro que, bajo la excusa de radiografiar un fenómeno social, termina exaltando sin pudor la liturgia del atajo. “La Salada: El imperio de barro que viste a la Argentina”, del periodista boliviano Marco Blacutt, irrumpe con ímpetu y oficio narrativo, pero con una mirada que se inclina a la épica allí donde lo único épico es la obstinación de un país por justificar su propia anomia. Su lente tiende a ennoblecer lo que, visto sin maquillaje, es una maquinaria aceitada de informalidad que funciona desde hace tres décadas como contracara del Estado.

Para dimensionar el fenómeno hay que retroceder. La Salada es criatura directa de la devastación de los ’90: talleres clausurados, costureros migrantes hacinados, comercios quebrados, familias enteras cosiendo en la clandestinidad para esquivar la indigencia. En 1991, un puñado de feriantes plantó puestos precarios en Lomas de Zamora. Diez años después, en el estallido de 2001, aquello había mutado en un torrente: micros nocturnos repletos desde todo el país —y también desde Paraguay y Uruguay— comprando mercadería falsificada a un precio que ninguna fábrica formal podía igualar. El barro dejaba de ser refugio: se volvía sistema.

Y en 2025, tras la caída del autoproclamado “Rey” Jorge Castillo —detenido en mayo por lavado, evasión y falsificación—, ese sistema tambaleó. Castillo no era solo un administrador ambicioso: era la pieza que articulaba recaudación paralela, control territorial y acuerdos tácitos con punteros y operadores judiciales. Durante años manejó la feria como una confederación feudal, cobrando “peajes” internos, regulando accesos y, según expedientes judiciales, dirigiendo grupos que espantaban inspectores con violencia o coimas calibradas al centímetro. Su detención desencadenó un reacomodamiento brutal: clausuras, reaperturas bajo tutela, inspecciones que revelaron un 70% de mercadería apócrifa y más de 30 mil familias a la deriva. El municipio perdió su mayor caja informal. La feria sobrevivió, como siempre, envuelta en un equilibrio turbio entre control judicial, precariedad estructural y un mundo subterráneo que nunca dejó de respirar bajo la superficie.

Blacutt describe ese ecosistema con precisión: turnos rotativos de puesteros casi regimentados, carreros abriéndose paso a codazos, costureras que inhalan pelusa durante dieciséis horas, grupos de poder que operan en los márgenes del Estado. Su crónica expone la crudeza cotidiana sin romanticismos visuales. Pero allí donde el lector esperaría una disección frontal del entramado que sostiene esa maquinaria —los talleres clandestinos, la connivencia política, la recaudación paralela, la piratería industrializada— Blacutt opta por inscribirlo en una narrativa de supervivencia. El dato está, la escena está, la oscuridad está. Lo que cambia es el prisma: la explicación moral de ese universo queda envuelta en una épica de resistencia que reinterpreta el delito como respuesta inevitable.

Tomemos un caso real, documentado por la UIF en 2023: una mujer de 42 años, boliviana, cosía 200 remeras por día en un galpón sin ventanas por 12 mil pesos semanales. Blacutt no la nombra, pero describe a muchas como ella: heroínas de la diaria. Para la Justicia, eran rehenes de un sistema que las mantenía sin derechos ni salida. El autor opta por la primera lectura; la realidad, por la segunda.

Porque La Salada no es folclore popular: es la radiografía abierta de un Estado que renunció a hacer valer su autoridad. Mueve alrededor de 10 millones de dólares semanales, abastece a unas 600 ferias menores en el interior y concentra cerca del 15% del mercado textil nacional, según Fundar. La Unión Europea la señala como emblema global del falsificado; el FMI la identifica como un agujero estructural. El país, mientras tanto, mira hacia otro lado.

La prosa de Blacutt es eficaz, incluso vibrante, pero su aproximación resulta benigna en la lectura final: su relato dota de mística a un engranaje que no la tiene. No porque oculte su violencia intrínseca, sino porque la presenta como un orden paralelo inevitable, casi natural, que se legitima a sí mismo. El lector inadvertido podría concluir que evadir es un acto de justicia social, y que la formalidad —la que paga salarios, impuestos y servicios— es una especie de capricho moral de ingenuos.

En X (antes Twitter) conviven, como en un carnaval ácido, la nostalgia por las compras nocturnas, los feriantes que describen ruina tras las clausuras de 2025 y los intelectuales que, citando artículos de Nueva Sociedad, hablan de “globalización desde abajo” como si el delito organizado fuera una expresión creativa de la periferia. En la AFIP, la llaman evasión con filtro de Instagram. La poesía sociológica abunda; la realidad, no tanto. La informalidad drena inversión, extingue industrias y cuesta al PBI unos 2.400 millones de dólares anuales en piratería, según estimaciones de la CAME.

Aquí conviene trazar una comparación incómoda: Once, la otra capital del comercio informal argentino. A diferencia de La Salada, Once no opera en la periferia sino en el corazón de la Ciudad. Ahí la ilegalidad convive con el tránsito, los comercios formales y las fuerzas de seguridad. La Salada, en cambio, funciona como una jurisdicción paralela: es un país dentro del país, con reglas, jerarquías y castigos propios.

Y vale una anécdota verificable, publicada por El Día en 2022: un puestero tucumano denunció que debió pagar “protección” para mantener su lugar durante la temporada alta. Tres hombres lo visitaron a las 3 AM, sin identificarse, exigiendo 40 mil pesos “para garantizar seguridad”. Él pagó. A las dos semanas, el puesto vecino —que no pagó— apareció incendiado. No hubo detenidos. No hubo investigación. Sí hubo reemplazo inmediato del puesto quemado. Blacutt no registra este incendio. En su libro, el puestero es emprendedor; en la realidad, es extorsionado.

Blacutt aborda el fenómeno con coraje narrativo y con una sensibilidad honesta hacia los protagonistas de la subsistencia. Pero esa sensibilidad, cuando se proyecta sobre un sistema cimentado en explotación, connivencia y crimen a cielo abierto, roza un romanticismo que desdibuja el verdadero conflicto. El “imperio de barro” que retrata no solo viste a la Argentina: la desviste. Exhibe una sociedad que ya no distingue el esfuerzo del atajo ni la legalidad de la picardía rentada.

Su libro es valioso como testimonio, inquietante como síntoma y urgente como advertencia. En sus páginas se intuye una verdad cruda: cuando la informalidad deja de ser excepción para convertirse en proyecto de país, el barro ya no es paisaje. Es el lodo que nos llega al cuello. Y si seguimos aplaudiendo, mañana nos traga enteros —con puesto, remera trucha y todo—.

Tribuna de Periodistas


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