OPINIÓN
Los grandes clásicos no necesitan ser reescritos. Con leerlos nomás, alcanza
Por Osvaldo Bazán
Leí el titular en la prensa: «El Instituto Cervantes invita a reescribir el Quijote desde perspectivas de género y ecológicas» y no tuve dudas.
Tenía que hacerlo.
Así que empecé:
En un lugar del ciberespacio, de cuyos cookies no quiero acordarme no ha mucho tiempo vivía un influencer de mediana edad, don Sidney Quijano quien se desmonetizó la cabeza a punta de feeds tóxicos de novelas de ciberficción, una guía de lectura problemática y racista. Convencido de que su privilegio blanco lo obligaba a ser un aliado heroico, se rebautizó Don Quijotx de la Manchx, primer activiste con armadura oxidada, un descalabro orgánico, un agujero de ozono en chiquito.
Su primer acto fue el desastre ecológico: abusó de su equino geriátrico, Rocinante, renombrándolo sin su consentimiento y sin tener en cuenta que era un ser sintiente lo usó como vehículo de emisiones cero.
Peor aún, inventó a Dulcinea del Toboso, una mujer trabajadora que jamás pidió ser la musa de su ego masculino, convirtiéndola en el ícono de su fantasía de «dama en apuros» —la objetificación romántica vintage más grande de la historia, como si no quedara claro que no se nace mujer, se llega a serlo—. En su otredad, Don Quijotx se decidió interferir sin pedir permiso y generar más drama en el ecosistema rural, exhausto ya de la expoliación neocapitalista al servicio de los imperialismos yanquisionistas. Lo peor es que Don Quijotx sólo buscaba el shippeo de los followers. Y claro, lo consiguió con ese love bombing tan calculado.
Don Quijotx, como buen militar privilegiado, arrastró a su community manager, el terrateniente pragmático Sancho Panza, en una clara muestra —como si no supiéramos todos que todo peso es político— de gordofobia, prometiéndole —uso habitual del neoliberalismo— una gobernación autónoma y sostenible si le grababa el contenido de toda la gira. Y así fue que Don Quijotx consiguió muchísimos likes cuando subió a sus redes el ataque a unos molinos de viento, esas infraestructuras de energía limpia que no se cansan de matar águilas ibéricas en peligro de extinción para beneficios de unos pocos siempre los mismos, pero además interrumpió la cadena de suministro atacando un rebaño de ovejas; la demostración más clara de la ambición desmedida de los grandes terratenientes violentos contra la producción local agrosustentable, y liberó a unos galeotes, unos criminales sin proceso de justicia restaurativa, demostrando que su activismo era performático e irresponsable.
Su mayor acto de mansplaining fue convencer a Sancho de que su dama estaba encantada al ser presentada como una mujer real y tosca, negándose a aceptar que la belleza femenina no tiene por qué ajustarse a su estándar medieval, repitiendo modelos tóxicos del patriarcado. Le inventó un lore y a otra cosa. Como si las mujeres fueran damas en espera y no agentes de cambio.
Cuando los hijos sanos del patriarcado llegaron al Palacio de los Duques, algo así como la cúspide del privilegio, la Duquesa y sus damas tomaron el control de la narrativa porque se sabe que detrás de una gran mujer… hay otra gran mujer. Nada de gaslighting . Cansadas del micromachismo de la caballería, orquestaron una serie de bromas psicológicas que expusieron la fragilidad masculina de los protagonistas. Mandaron a Sancho a gobernar una «ínsula» (Barataria), donde el escudero, a pesar de todo, demostró una inusual sabiduría popular —sólo el pueblo salvará al pueblo—, rechazando la explotación de los recursos y el lujo insostenible, mostrando que fuera de la alienación del consumo los seres sintientes tienen una segunda oportunidad. Por suerte, Teresa Panza no lo canceló porque lo personal es político…
Llegué hasta acá y me di cuenta de que era poco.
¿Por qué sólo el Quijote tendría una segunda oportunidad en el mundo?
¿Qué pasaría si todas las familias felices no se pareciesen?
¿Y La Divina Comedia?
¿No merecía una adaptación a las revolucionarias estructuras del siglo XXI para que pudiese ser leída sin anacronismos en la flotilla de Greta?
Puse entonces manos a la obra porque el Dante quedó viejo.
¿Qué otra cosa era esa «divina comedia» sino el victimismo de un hombre que no podía soportar que su ex le hubiera clavado el visto y cuyo trauma lo llevó a escribir el self-insert-fanfic más largo de la historia?
No está «perdido en una selva oscura», es sólo un claro caso de burnout por sobreexposición al patriarcado de Florencia. Su travesía terapéutica tiene el apoyo de un mentor, Virgilio, un ally de la antigüedad. Y nada de búsqueda de la redención: simplemente una campaña de cancelación póstuma contra sus enemigos políticos, sociales y, claro, la ex novia.
Su infierno no es otra cosa más que la antítesis de la sostenibilidad ecológica y la justicia social; un agujero negro de toxicidad y waste.
Este viaje no es una búsqueda de la redención; es una campaña de cancelación póstuma contra sus enemigos políticos, sociales y, sobre todo, contra la ex novia que no lo valoró.
Los nueve círculos son un manifiesto de la culpa moral burguesa donde el «pecado» se define por una ética puritana que merecería una buena campaña de cancelación en X, siempre y cuando Elon lo permita, claro, porque no hay que olvidar que hoy la plaza pública depende de un solo multimillonario con graves problemas psicológicos.
La primera falta de Dante es la misoginia estructural de su sistema de castigo: ¿dónde están los círculos exclusivos para los hombres que explotan o abusan a sus trabajadoras? ¿Dónde está el «no es no»?
No, en lugar de ni una menos, condena a los glotones a revolcarse en el barro, y nunca se vio tanta gordofobia y desastre de saneamiento juntos; pero además se guarda el mayor castigo para los traidores.
Con la trampa habitual de los big tech, se reserva para sí el derecho de decir quiénes son los traidores, que en este caso no son otros más que los que se atrevieron a contradecirlo en vida al lastimoso Dante.
Acá los otros no son lo que en realidad son, o sea la patria, sino que son nombrados como traidores. El infierno para Dante no es un lugar de justicia universal, es sólo una blacklist personal de la cual él es juez, jurado y verdugo. Y así llega al Purgatorio, que ya no es una condena punk sino una deconstrucción gradual…
Me entusiasmé tanto que miré a la biblioteca y ahí vi los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Pelito pa’ la vieja.
Me pregunté entonces cómo traer al siglo XXI a ese diario voyeurista interminable, narrado por un protagonista tan hipersensible y quejoso que haría colapsar cualquier trabajo terapéutico profesional, porque la verdad es que Marcelito estaba más para una terapia de constelaciones familiares que para ponerse a escribir un mamotreto que queda tan lindo en cualquier biblioteca decimonónica.
Ya desde el comienzo, si ponemos a la famosa madeleine —un detonante culinario de un trauma infantil— bajo la lupa de la ecojusticia, tenemos el primer símbolo del despilfarro y la huella de carbono de la nobleza parisina: un pastelito con ingredientes no locales que desata siete volúmenes de angustia existencial. Marcelito, en su cuna de privilegio, se enfoca obsesivamente en la lucha por el «beso de buenas noches» de su madre, un conflicto freudiano que puede ser diagnosticado como un claro caso de falta de límites parentales y ansiedad por apego. Su visión del mundo está centrada en su propia experiencia sensorial, ignorando alegremente cualquier crisis climática que ocurra fuera de su dormitorio.
Las relaciones tóxicas como la de Swann y Odette, con un hombre que realiza un trabajo emocional explotador y una crisis de masculinidad frágil, o la del propio Marcelito —tan obvia víctima del amor que no osa decir su nombre— que en plan drama queen intenta poseer y controlar a Albertine, en un claro ejemplo de patrón de comportamiento tóxico que convierte su relación en un pequeño panóptico privado.
Los salones de los Guermantes son performance pura, donde la única regla es la superficialidad. La Guerra Mundial, el evento macrohistórico que debería haber provocado una crisis ecológica y moral, es tratada por Marcelito como un inconveniente social porque las clases dominantes siempre se desentienden de su momento histórico. El círculo de los Verdurin, la burguesía ascendente, demuestra que la verdadera lucha es siempre la de clases.
Y todo eso para que al final Marcelito descubra la verdad de su vocación artística, pero su gran realización no es un acto de servicio o de justicia social sino la necesidad de escribir sobre su propio sufrimiento, dejando claro que la introspección obsesiva, la literatura del yo tan a la moda, por muy bella que sea, no compensa la falta de acción climática o el daño colateral a las mujeres que quedaron atrapadas en el camino…
Toda la biblioteca, todo el canon, es un atraso, una fábrica de modelos obsoletos. Tiene razón el Instituto Cervantes. Hay que traer al siglo XXI aquello que los y las escritorxs de todas las épocas dejaron como legado. Porque como legado no sirve, ya fue; hay que imponer los parámetros actuales, que son los verdaderos, lejos de imposiciones colonialistas y patriarcales.
Intenté con los rusos, pero Ano Karonino no me convenció.
Y La guerra y la paz siempre me pareció muy largo, no tuve espíritu.
En eso estaba cuando leí cuidadosamente la noticia del Instituto Cervantes y un poco me desilusioné. Lo de «invita a reescribir» era una metáfora. En realidad, lo que ocurría era que el jueves pasado inauguraron el proyecto «Aeolia» del artisssta Solimán López.
¿Y de qué se trata?
Bueno, de coso.
Leo en la página del Instituto que «Aeolia es una instalación interactiva que convierte al público en catalizador del proceso creativo. La pieza principal es una escultura interactiva con IA autogenerativa. Se trata de un aerogenerador de textos que transforma la energía del viento de los molinos de Campo de Criptana (Ciudad Real) en lenguaje con el objetivo de enfatizar en aspectos particulares y temáticas actuales que inviten a la reflexión de la IA sobre problemáticas contemporáneas como la sociología, la cibernética, la sostenibilidad, el medioambiente, la transición ecológica, las perspectivas de género, la desobediencia civil, el pacifismo o la crítica anticapitalista».
Ah, eso era.
Leo que el artisssta dijo: «Quería poner en tela de juicio la relación entre artista y público y su intervención en los procesos creativos y, a la vez, mostrar una obra de arte sin que sea creada por el artista». Yo diría que es algo así como darle plastilina a los chiquitos en sala de 4, pero como no sé de aerogeneradores de texto que transforman la energía del viento de los molinos de Criptana en lenguaje, me callo.
En la muestra también hay dos entrevistas, una hecha con IA a Miguel de Cervantes Saavedra y otra al propio artisssta, los dos a la misma altura, faltaba más.
Ah, y también se exhibe el cortometraje Aeoliaxis de un viento que narra el viaje del artista Solimán López para «capturar aire» (sic) en tierras manchegas. A lo largo del recorrido se ven paisajes, momentos performativos, reflexiones literarias y, claro, entrevistas con el artista.
En fin.
Que los grandes clásicos no necesitan ser reescritos.
Con leerlos nomás, alcanza.
Pero ¿sabés qué? Les da paja.


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