OPINIÓN
Ensayo sobre el costo invisible del conocimiento sin resultados
Por Iván Nolazco
Entre radiotelescopios inconclusos y universidades que se miran al espejo del presupuesto, la pregunta ya no es si la ciencia es un lujo, sino si seguimos financiando feudos sin retorno.
“La ciencia, señor Presidente, no es un lujo”.
No lo es. Pero en Argentina hay quienes la convirtieron en un souvenir institucional.
La emoción de una carta y el silencio de una institución
La carta de Carolina del Valle Garay, astrónoma nacida en 25 de Mayo, tiene la fuerza de una fábula nacional: la niña pobre que soñó con las estrellas y llegó —literalmente— al cielo. Su historia conmueve porque encarna el mito de la educación pública como ascensor social.
Pero mientras su carta se viraliza y los aplausos retumban en los pasillos universitarios, hay una pregunta que nadie formula: ¿quién rinde cuentas cuando los proyectos se estancan, se encarecen o se vuelven simbólicos en vez de productivos?
El Radiotelescopio CART nació con nobleza: cooperación científica entre Argentina y China, desarrollo local, talento provincial. Sin embargo, más de una década después, no transmite ni una señal. Y el problema no es el sueño, sino la administración del mismo.
La Universidad Nacional de San Juan, garante del proyecto, no ha mostrado auditorías públicas ni balances sobre los millones invertidos. La ciencia, sin evaluación, se vuelve poesía financiada con impuestos.
Cuando el conocimiento se vuelve retórica
La UNSJ defiende el proyecto como “cien por ciento científico”. Pero la ciencia no se mide con declaraciones de prensa, sino con resultados verificables, publicaciones, desarrollo tecnológico y transferencia social.
Durante años, el CART fue más visible en ceremonias que en investigaciones publicadas. Más motivo de discurso que de descubrimiento.
Y en ese desvío semántico —del laboratorio al acto protocolar— la inversión se transformó en gasto.
Porque en un país que recorta donde no hay retorno, la ciencia que no comunica ni rinde se convierte en su propio enemigo.
Mientras los científicos redactan cartas, los burócratas universitarios redactan licitaciones. Y ambos confunden emoción con eficiencia. El resultado: un proyecto emblemático que, en lugar de observar el cosmos, termina orbitando el laberinto administrativo de la academia.
Las universidades como espejos opacos
No se trata de despreciar la ciencia, sino de salvarla de sus templos.
En demasiadas universidades públicas argentinas los proyectos se eternizan, los convenios se repiten y los informes duermen bajo el sello de “confidencial”. Se enseña a pensar, pero no a rendir cuentas.
El conocimiento se ha vuelto retórica y la transparencia, un trámite.
Si una empresa privada trabajara diez años sin resultados, quebraría.
Si una universidad lo hace, pide más presupuesto.
El problema no es la falta de fondos, sino la falta de rendición.
Las instituciones reclaman autonomía, pero confunden independencia con impunidad. Nadie audita los programas, nadie mide el impacto de sus proyectos, y los ministerios se conforman con cortar cintas o anunciar avances que nunca llegan.
El costo de no evaluar
Toda sociedad tiene derecho a invertir en conocimiento, pero también tiene derecho a saber qué obtiene a cambio.
Un radiotelescopio que nunca miró al cielo es tan improductivo como un programa universitario que no genera innovación, transferencia ni empleo.
Cuando la universidad no rinde cuentas, deja de ser un motor social para convertirse en un refugio presupuestario.
Y cuando el Estado financia proyectos sin retorno, no promueve ciencia: subsidia confort académico.
La carta de Garay es sincera, pero también ingenua. Habla desde la pasión del mérito individual, no desde la gestión de lo público.
Mientras ella evoca su historia de esfuerzo, la institución que la cobija evita hablar de números, plazos y resultados.
Y así, entre la épica personal y la opacidad institucional, la ciencia se convierte en un relato emotivo que nadie verifica.
El cielo no se mira con discursos
Argentina necesita ciencia, pero también necesita cuentas claras.
No se trata de desmontar telescopios, sino de iluminar sus presupuestos.
De entender que el conocimiento sin gestión es una estrella que no alumbra.
De aceptar que, en una economía asfixiada, no toda antena es progreso y no toda universidad es garante de futuro.
Cuando la inversión se convierte en gasto, la patria no se empobrece por falta de ideas, sino por exceso de discursos.
Y quizás, antes de mirar las galaxias, deberíamos mirar los balances.
“No hay ciencia pobre: hay administraciones que la empobrecen”.
Tribuna de Periodistas
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