OPINIÓN
La universidad pública convertida en escenario político donde la palabra abunda, pero la transparencia se escurre

Por Iván Nolazco
Inspirado en Conferencia sobre la lluvia, de Juan Villoro, este texto retrata el adoctrinamiento, el nepotismo y la falta de rendición de cuentas que hoy marcan la educación superior argentina: un legado del kirchnerismo que confundió formación con militancia.
El discurso que no moja
En la obra de Villoro, un bibliotecario pierde sus notas y debe improvisar.
Su palabra se derrama sin rumbo, intentando disimular el vacío.
Así funcionan hoy muchas universidades públicas argentinas: conferencias perpetuas sobre la excelencia académica mientras los techos gotean, los balances se esconden y el mérito se evapora.
La universidad, que alguna vez fue faro de pensamiento, hoy parece una casa encantada por discursos.
Las paredes repiten lemas de inclusión y justicia social mientras las goteras caen como letanías viejas.
Los rectores, con sueldos de ministros y vocación de oráculo, pronuncian palabras que suenan a promesa, pero pesan como el polvo sobre los libros que nadie abre.
Los decanos heredan despachos como coronas y las obras —eternas, húmedas, infladas— se multiplican sin rendición ni final.
El escenario perfecto para la impostura: un país que habla de educación con la solemnidad de quien bendice una ruina.
El legado del adoctrinamiento
Durante los años de hegemonía kirchnerista, las universidades fueron colonizadas con fervor misionero.
Las cátedras se transformaron en trincheras partidarias, y la militancia desplazó al pensamiento.
Se fundaron observatorios ideológicos, se disfrazó la propaganda de ciencia y se canonizó la obediencia bajo el nombre de “compromiso social”.
El alumno dejó de ser sujeto crítico para convertirse en devoto del relato.
Las consignas reemplazaron a las ideas, la repetición se confundió con pensamiento, y la palabra “mérito” fue arrojada al infierno de los reaccionarios.
Así nació la generación del estribillo: la que milita en clase y calla en la calle.
Autonomía sin transparencia
La autonomía universitaria, que en su origen fue un canto a la libertad, se transformó en refugio del secretismo.
Las universidades públicas se financian con el dinero de todos, pero rinden cuentas a nadie.
Los balances se postergan, las auditorías se diluyen, las licitaciones se reparten como herencias entre hermanos ideológicos.
Los proyectos se eternizan, las obras se amplían, los costos se inflan.
La rendición se volvió mito y la opacidad, costumbre.
El país aplaude la educación gratuita, sin notar que la gratuidad también se paga: con silencio, con burocracia, con un aire de resignación que huele a moho institucional.
En los pasillos, el tiempo se detuvo.
Los papeles amarillos de las licitaciones parecen rezar por redención, pero el archivo duerme, inmortal y húmedo, bajo la bendición del olvido.
El club del acomodo
Hijos de profesores que heredan cátedras, parejas que comparten oficina, firma y presupuesto; militantes convertidos en investigadores de la nada.
En las universidades públicas, la vocación ya no abre puertas: las abre la cercanía con el decano.
Los concursos se publican tarde, se corrigen a medida y se ganan antes de rendirlos.
El nepotismo se justifica como “continuidad institucional”.
Y mientras tanto, los verdaderos maestros —los que aún creen en la enseñanza— sobreviven a fuerza de mate, tiza y fe.
En sus cuadernos hay más verdad que en los balances del rectorado.
Los que aún se mojan
A pesar de todo, no todo está perdido.
Todavía hay docentes que enseñan como quien reza: con devoción, con cansancio, con esperanza.
Corrigen a mano, leen a Borges en aulas frías, y enseñan a pensar como un acto de rebeldía.
Sus clases son pequeñas tormentas de dignidad.
Ellos sostienen la universidad verdadera: la que no necesita pancartas ni banderas, porque su única militancia es la del conocimiento.
Cuando llueve, no se cubren: dejan que el agua les caiga encima, convencidos de que la lluvia —como la verdad— purifica.
Bajo la tormenta
En la escena final de Villoro, el conferencista habla solo, rodeado por la lluvia.
No sabe si alguien lo escucha.
Así está la universidad argentina: ensimismada, repitiendo consignas bajo un aguacero de presupuesto que nunca rinde cuentas.
Y sin embargo, hay algo que debe decirse con voz firme, aunque nadie quiera oírlo: no hay educación verdadera sin rendición de cuentas.
No hay justicia social si los fondos se evaporan en nombres propios.
No hay universidad digna si se enseña ética con los balances cerrados.
Basta de la lluvia como excusa.
Basta del verso académico que todo lo justifica.
El conocimiento no se defiende con consignas, sino con transparencia.
Y si la universidad quiere volver a ser faro, deberá primero limpiar su propia lámpara.
Porque el país no necesita más conferencias sobre la lluvia.
Necesita, de una vez, que alguien se atreva a abrir las ventanas y dejar entrar el trueno.
“La universidad pública argentina sigue hablando bajo la lluvia, pero hace años que sus balances permanecen secos. Y el silencio, cada día, suena más a complicidad.”
Tribuna de Periodistas
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