OPINIÓN
La IA vino a completar un circuito progresivo de perezas que comenzaron con la calculadora y llegan hasta la generación de textos que reemplazan el pensamiento crítico de todos, de jueces a estudiantes. La realidad ya no será necesaria: desaparece con los algoritmos que confirman nuestros sesgos. Qué peligro…

Por Arturo Flier
La inteligencia artificial no nos está volviendo más inteligentes, sino más cómodos. Y la comodidad, cuando se trata del pensamiento, siempre se paga cara.
Primero fue la calculadora: nos evitaba el esfuerzo de las matemáticas, borrando esa gimnasia mental. Después internet: ya no había que buscar fuentes, todo estaba a un clic. Ahora las máquinas piensan por nosotros. Las respuestas llegan listas, sin dudas, sin proceso. ¿Dónde queda el pensamiento crítico?
Hoy alumnos entregan trabajos generados por ChatGPT sin leerlos. Profesionales firman informes que redactó un algoritmo. Empresas tercerizan la selección de personal en una estadística. En todos los casos, el saldo es el mismo: menos criterio, menos análisis, menos cerebro propio.
La competencia ya no es por la verdad sino por la atención. TikTok, Instagram o YouTube no quieren que pienses, sino que sigas deslizando el dedo. Pasamos de los libros a la televisión, de la televisión a internet y ahora a un universo recortado por algoritmos que nos devuelven solo lo que confirma nuestros sesgos. Vivimos en burbujas a medida, donde hasta la cultura general se achica.
La sensación generalizada de “falta de tiempo” se basa en la sobreexposición a estímulos abandonando el espacio de silencio, ese en el que antes surgían ideas propias o charlas profundas con otros. Si el esfuerzo es limitado, también lo es el desarrollo de nuestras capacidades.
El llamado “Efecto Flynn” mostró cómo el IQ global subió durante el siglo XX gracias a mejoras en nutrición y educación entre otros factores. Pero en las últimas décadas empezó a caer, especialmente en países desarrollados.
Estudios reportan un retroceso en habilidades como razonamiento verbal o espacial. En los niños, el ocio digital reemplazó a las plazas, los juegos al aire libre y la conversación cara a cara. El resultado: cerebros con déficits de atención, cuerpos más obesos, vínculos más frágiles.
A esto se suman impactos emocionales: ansiedad, depresión, baja autoestima. Factores como la comparación social (ver vidas "perfectas" en línea), el ciberacoso y la presión por la mejor imagen de uno mismo contribuyen a tales impactos.
Redes sociales que funcionan como máquinas de dopamina, entrenando al cerebro en la gratificación instantánea. Y, en paralelo, un aislamiento creciente. Nunca estuvimos tan conectados y nunca nos sentimos tan solos.
Lo grave es que confundimos empoderamiento con flojera intelectual. Ni siquiera en los sectores más acomodados se premia el esfuerzo: los hijos de familias con recursos también usan IA para sacarse de encima las tareas. Y lejos de democratizar, la tecnología profundiza desigualdades: no todos tienen acceso a aplicaciones de calidad ni saben usarlas en su favor.
Estamos entregando la última trinchera: la mente. Y lo hacemos contentos, aplaudiendo cada aplicación que nos evita pensar. Pero un pueblo que no piensa es un pueblo fácil de manipular.
La salida no es prohibir la tecnología, sino usarla con inteligencia. Pausas digitales en las escuelas. Límites al uso de IA en tareas académicas. Campañas que promuevan lectura, debate e introspección como valores centrales. Hogares con horarios sin pantallas. Niños que jueguen, corran, discutan y se aburran. Solo así desarrollarán cabeza propia.
Si no recuperamos el esfuerzo y el silencio, no habrá ciudadanos: habrá consumidores. Y un consumidor jamás incomoda al poder.
El autor es Lic. Sociólogo-Psicólogo Social
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