LA PERMANENCIA DE LAS FORMAS

CULTURA

Un almohadón guarda huellas de cuerpos ausentes y sueños olvidados. De la misma forma, el arte captura lo efímero y retiene presencias que ya no están

Por
Victoria Liendo

Un verano me enamoré de la forma que un hombre había dejado sobre un almohadón. Habíamos compartido apenas una picada en un crepúsculo oriental, pero en algún momento de la conversación sus ojos habían cruzado los míos, y yo había llegado a vislumbrar en esa mirada longeva su alma cómplice. Fue un segundo, como dicen que puede durar el amor. Cuando se fue con su bastón y su boina, no pude evitar reparar en que el almohadón de la silla en la que estaba sentado guardaba todavía la imprenta de su forma. Él ya no estaba, y nuestro encuentro fugaz no volvería a ser, pero que un almohadón pudiera retener los restos de su presencia me conmovió.

El hombre no puede igualar a Dios, pero puede imitar su poder creador al generar nuevas formas: esta simple idea fue un descubrimiento vertiginoso en 1520. Albrecht Dürer tenía trece años cuando, mirando el cielo, tuvo el rapto de agarrar un espejo, un papel, una punta de plata, y dibujar, mirándose a la cara, su primer autorretrato. Los historiadores del arte sostienen que pensar la obra como la creación que un ser humano cualquiera hace para entender mejor el mundo nace en ese momento, con él.

Dürer crece en Núremberg a fines del siglo XV, cuando la ciudad explota de progreso y civilización. Su padre es un orfebre muy respetado, gran mérito para un migrante como él que había llegado con una mano adelante y otra atrás, se había casado y asimilado trayendo al mundo joyas y niños. Albrecht es el tercero, y entre los dos, padre e hijo, tejen una relación inaudita, donde la ternura y la chispa (y no el rigor o la competencia) sellan su destino.

El padre no tarda en darse cuenta de que el talento de Albrecht para dibujar excede ampliamente las formas geométricas que una vida de orfebre le depararía, y decide liberarlo del mandato. Como lo veo yo, adorado lector, la carrera artística de Dürer empieza ahí, en los ojos de su padre, y no porque éste tuviese ambiciones arribistas, sino porque reconoce la evidencia del don que, ajeno a su sangre, ilumina el alma de su hijo.

Dürer crece y decide viajar, lo que en la época implica importantes peligros; lo más factible muchas veces es no volver más. Antes de irse, pinta su primer díptico: sus padres. Un regalo de despedida, gesto fundacional que los hijos alemanes saben hacer desde el Renacimiento y que los argentinos, para desgracia o bendición de nuestros progenitores, no importaremos jamás. Pero Dürer vuelve, y se enamora.

Cuando su mujer, yerma, le dice que si se queda con ella él será el último de su linaje y su apellido morirá, Albrecht le responde: “No te preocupes por eso, Agnès, mi nombre no morirá jamás”. Su fama se extiende con rapidez por toda Europa, quizá gracias al logo que diseña para firmar sus trabajos: una “A” alta, con forma de puerta, debajo de cuyo umbral está la D.

Es el primer grabador en diseñar un logo propio con sus iniciales; un sello, casi un acta de nacimiento. En una época en donde no existían los derechos de autor, Dürer puede darse el lujo de distribuir sus obras a mansalva sin el menor temor: nadie podrá robarle ninguno de sus hijos.

Para un hombre que (de chico, del otro lado de la puerta) escuchó nacer y morir en el parto a quince hermanos, un hombre que además no iba a tener hijos, su obra artística fue su descendencia. La amó y la cuidó con su vida, la conservó a través de los años, y marcó las que dejó partir. Le daba paz saber que podía defender su paternidad en cualquier rincón del universo.

Pintar, grabar, dibujar, era la manera que Dürer tuvo de prestarle atención al mundo. Si veía una flor, quería fijar su perfume (y lo lograba). A veces arrancaba unas hojas del jardín y las pintaba en su casa, tiradas y arregladas por sus manos; el resultado era vívido y tenía la extraña perspectiva de un insecto. Es difícil no admirar su libertad; para muchos, su fuerza venía de mirar lo que nadie mira y darle importancia. En la vida doméstica encontró grandes temas. Aquello que para todos pasa desapercibido (un tenedor, una flor de cardo), en su ojo adquiere dimensiones ominosas.

El dibujo de las seis almohadas flotantes me hipnotizó. Era como si yo hubiese estado ahí, como si en ellas se oyera, más allá de la tinta y del papel, una respiración; ahí estaban las pruebas de un sopor aterciopelado, un borde difuso entre la vigilia y el sueño. Ahí estaba la cama.

Entre los pliegues, como en las nubes, se puede jugar eternamente a buscar formas. Presencias. ¿Mire si su almohada, estupefacto lector, guarda en su abollamiento no solo la forma de su cara sino también la de sus sueños? Dürer pensaba que esas criaturas imposibles, hechas de fantasía, que aparecen de noche en la mente dormida, también dejaban su huella entre las sábanas.

¿Se habrá apoyado alguna vez sobre la almohada que abrazo cada noche aquel monstruo altísimo que me llevaba en sus hombros, al que todos le tenían miedo?

La imaginación de Horacio Quiroga fue por otro lado, pero llegó al mismo lugar: el centro oculto de un almohadón entre cuyas plumas puso (quizá por inquietudes personales) un bicho tenebroso. Los personajes tardan en reconocerlo por lo grande que es: la sangre de Alicia lo infla, la recién casada que de vuelta de su luna de miel no puede levantarse de la cama. Los chicos argentinos, antes de crecer, conocen con este cuento el escalofrío. El incipit, hasta el día de hoy, sigue vivo.

Ignoraba que los tres hijos de Quiroga, los que la mujer que lo deja, la segunda, se lleva con ella, fueron suicidándose uno detrás del otro, siguiendo sus pasos: Igle, Darío y María Elena. El caso de su padre, no obstante, un hombre magro que siempre me imagino triste, tenía el terrible atenuante de la enfermedad mortal. Elige el cianuro, como hoy cualquier uruguayo qué día de la semana dejar ir su último aliento.

¿Quién pudiera, como la protagonista de My Year of Rest and Relaxation, organizarse en términos prácticos, con absoluta soltura económica, para dormir drogada por un año? Si hoy pasan por una librería, encontrarán con suerte a un personaje, recién llegado a nuestras letras, que manifiesta un fuerte afecto por la cama. Albrecht la hubiera entendido; Quiroga quizá también.

Revista Seúl




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