LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL


OPINIÓN

Julio Jaramillo fue el Sinatra latinoamericano: bohemio, mujeriego y generoso. Su voz convirtió al bolero en la banda sonora del deseo de un continente

Por Osvaldo Bazán

Esta semana, más allá de tooooodo lo que pasó en todos los ámbitos, estuve escuchando a Julio Jaramillo.

Y más allá de tooooooodo lo que ocurrió estos días, tengo una necesidad urgente de hablar de Julio Jaramillo y de los boleros.

Lo primero, mirando el techo y limpiando la cabeza, es escuchar «Nuestro juramento» por Julio Jaramillo.

El amor que traspasa la muerte y sigue siendo amor.

Un bolero.

¿Y para qué sirve un bolero?

¿De qué le sirvió el bolero a nuestro continente?

El bolero no fue sólo el hall de entrada a los amores románticos, la educación sentimental, las lecciones que la escuela escamoteaba.

Dieciséis años tenía Consuelo Velázquez cuando escribió en 1932 «Bésame mucho», poniendo en el centro de un continente machista el deseo de la mujer.

Consuelo quería ser besada, pero no con un beso común. Con un beso como si esa noche fuera la última vez. Claro, tardó ocho años el tema en ser lanzado, pero una vez en los oídos de América, el éxito fue inmediato.

En el ring de los sexos, sólo cinco años después Paul Misraki y Ben Molar se vieron en la obligación de poner las reglas de cómo una mujer debía ser. Así fue que escribieron «Una mujer», en donde decretaron que: “Una mujer que no sabe querer/ no merece llamarse mujer/ Una mujer debe ser soñadora, coqueta y ardiente/ debe darse al amor/ con frenético ardor/ para ser una mujer”, pero pocos años más tarde esa misma canción daría voz a esa mujer.

De cualquier manera, Olga Guillot o Toña La Negra ya habían plantado bandera: sí, serían ardientes. Cuando quisieran.

Y un paso más allá fue el bolero con «La media vuelta».

Imaginemos los comienzos de los ’60.

Imaginemos que don José Alfredo Jiménez empieza a componer una canción que no puede más de machista, que comienza diciendo: “Te vas porque yo quiero que te vayas/ a la hora que yo quiero te detengo/ yo sé que mi cariño te hace falta/ porque quieras o no/ yo soy tu dueño”.

Soy tu dueño, hacés lo que yo quiero, si quiero que te vayas, te vas; si quiero que te quedes, te quedás.

Pero no tardó nada el bueno de José Alfredo en exhibirse como un dueño de pacotilla; la segunda estrofa demuestra que hace que manda, pero en realidad, la que pone las reglas es ella:

“Yo quiero que te vayas por el mundo/ y quiero que conozcas mucha gente/ yo quiero que te besen otros labios/ para que me compares/ Hoy como siempre/ Si encuentras un amor que te comprenda/ y sientas que te quiere más que nadie/ Entonces yo daré la media vuelta/ y me iré con el sol/ cuando muera la tarde”.

Sí, don José Alfredo los engañó a todos.

Le habló al machismo latinoamericano, le dio el dulce de “yo soy tu dueño” para que entraran como caballos. Y una vez adentro, les mandó la trompada: así se porta un verdadero macho alfa, seguro de sí mismo, aunque no tanto como para no dejar la puerta abierta y reconocer que si alguien le gana, dará la media vuelta.

Soy tu dueño, pero si otro te merece más, ok, todo bien. Lo interesante del asunto es que el tema aparece quince años después de que el bolero había enseñado a la mujer que debía ser “soñadora, coqueta y ardiente”.

El bolero le dio al latinoamericano su educación sentimental, pero no se quedó en eso. Fue empujando los cambios, fue escuchando al deseo en un continente más acostumbrado a la sangre derramada que a la del corazón enamorado.

Para más datos, José Alfredo Jiménez es el único que en el cementerio de la ciudad de Dolores, donde está enterrado, tiene el panteón apuntando al poniente. Se va con el sol, cuando muere la tarde.

En todo esto pensaba mientras escuchaba a Julio Jaramillo, un cometa de deseo y sexo, libre e irresponsable, bohemio millonario sin dinero, feo, pero eso a quién le importaba si la belleza estaba en la intención.

“Hemos jurado amarnos hasta la muerte/ y si los muertos aman/ después de muertos/ amarnos más”.

¡Faaa! Con esa declaración, reíte del Día de la Lealtad.

Nos vamos a amar ahora y siempre por los siglos de los siglos, y la muerte será un pequeño contratiempo que no impedirá que nos sigamos amando, canta el muchacho desde el equipo de audio, mientras la noche avanza en Buenos Aires cruzada por streamers que hablan de rehenes, de créditos inenarrables y de peleas electorales.

Regordete, cara de pícaro, Julio Jaramillo te miraba desde la tapa del long play (googleen, mocosos) recortado sobre dos palmeras cruzadas en selvática X, y allá al fondo una luna perla quebrándose en un mar tan negro como imaginar el amor después de la muerte.

Mi viejo, sin decirlo, estaba bastante celoso de Julio Jaramillo porque mi vieja —poco afecta a la música— ponía ese disco de las palmeras y el mar cada vez que podía.

No decía nada, pero esperaba cualquier descuido de la Lili para cambiar el disco de Jaramillo por alguno de los Wawancó.

Yo los escuchaba y me divertía, allá por los ’60, mientras consideraba al bolero como la música más aburrida del mundo.

Sí, tenía el corazón todavía demasiado sano como para que me gustara. El bolero, como se dice del tango, te llega cuando ya viviste algunas cosas.

Hoy fuera de su Ecuador natal nadie recuerda a Julio Jaramillo, excepto los Café Tacuba, la banda mexicana, quizás el producto más inteligente del pop latino, que rescató, justamente, «Nuestro juramento», esa canción que promete amarnos después de la muerte. Los mexicanos la grabaron para la película ecuatoriana Crónica de Sebastián Cordero.

Cursi por donde lo mires, «Nuestro juramento» es quizás la cosa más hipócrita que alguien como Jaramillo podía cantar.

La historia del “Ruiseñor de América” —algo así como un “Zorzal criollo”, pero caribeño— tiene algunos otros puntos en común con Carlos Gardel, no sólo ser un pájaro cantor.

A Gardel le disputan su origen Argentina, Uruguay y Francia. A Jaramillo, se lo disputaron Colombia, Venezuela, México y, claro, el verdadero lugar de nacimiento: Ecuador.

A diferencia de Gardel, que nunca se casó, el pícaro de Julio se casó varias veces, incluso simultáneamente.

La vida del muchacho es tan melodramática que varias biopics intentaron retratarla sin conseguirlo. Es que ni los telenovelones mexicanos más bizarros pueden competir con la personalidad arrolladora, bohemia, insoportable y romántica del cantante. Una inmersión en sus aventuras es de lo más interesante, ya verás, corazón.

Julio Alfredo Jaramillo Laurido nació en Guayaquil, el 1ro de octubre de 1935. Estamos en el mes Jaramillo.

Pobre de toda pobreza como demanda el canon de la telenovela, hijo del zapatero don Juan Pantaleón Jaramillo Erazo y la enfermera Apolonia Laurido Cáceres (todos los nombres de esta historia son una exageración hasta para los venezolanos que se llaman Marielernis o Anyersen —sic—), le ocurrió lo primero que ocurre en una telenovela. Murió su padre siendo él muy joven, así que doña Apolonia se tuvo que hacer cargo de Julito y de su hermano.

¿Qué necesita una telenovela? ¡Enfermedades! Ok, Julito sufrió de bronquitis, difteria, disentería y hasta un comienzo de parálisis infantil.

El chico no era muy bien comportadito. En tercer grado lo echaron de la escuela Sociedad Filantrópica del Guayas. Imaginate que te expulsen en tercer grado por indisciplina. Más que un nene, un castigo. Pobre Apolonia, quien igual, pese al temperamento de su hijo, consiguió que terminara la primaria y lo metió en el Colegio Mercantil para estudiar contaduría.

Pobre ilusa.

A los dos años, Julito dejó todo y se fue a trabajar primero como ayudante de zapatero y después como ayudante de carpintero.

Con estos comienzos, el mito del muchacho pobre —a lo Palito Ortega— ya estaba cimentado. Todavía faltaba la parte del amor romántico que lo envolvería para siempre en llamas eternas que duran poquito.

A los ¡16! tuvo su primer hijo con Irene, una chica de la que estaba enamoradísimo. Pero como en una buena telenovela que se precie, el bebé murió a los ocho meses y todo se derrumbó.

Vino entonces el primero de los casamientos para amarnos más allá de la muerte. Tenía 20 años y se casó con María Eudocia Rivera en Guayaquil. Para toda la vida, ¡la muerte y más allá! Pero cinco años después se casó con la cantante salvadoreña Berta Coralia Valle, en El Salvador, en una ceremonia que no intentó ocultar: se televisó (como la de Palito Ortega).

El único detalle que Julito no tuvo en cuenta al casarse con Berta Coralia en El Salvador es que no se había divorciado de Eudocia. Detalles que al corazón no le importan, claro. Si ya hubo una Irene y se sumó una Berta Coralia, ¿por qué no sumar una Eudocia? Y la cuenta sigue.

Julito, enamoradizo y para toda la vida, se volvió a casar al menos tres veces más, siempre sin divorciarse de ninguna de sus esposas. Cada gira por Latinoamérica —y tuvo muchas— volvía con un nuevo anillo de casamiento que no olvidaba —recordar el dato que nos daba su gran hit: sus amores duraban más allá de la muerte—, sino que sumaba sin reparos.

Pero además de los casamientos reales pero inválidos, Julito también tuvo relaciones extramatrimoniales porque, como decía Woody Allen, el corazón es un músculo muuuuy elástico. Así tuvo entonces su relación con Odalia Sánchez Moreno (con quien tuvo tres hijos) o con la cantante peruana Anamelba (con quien tuvo a su hija Rocío).

Puede decirse que en ese mar de irresponsabilidad que fue su vida, Julio tuvo una isla de responsabilidad: reconoció a cada uno de sus hijos. Así lo declaró en julio de 1976 al diario El Universo: “He tenido 27 hijos, concebidos con diferentes mujeres a lo largo de mi vida”. Claro, reconoció a quienes se lo pidieron, pero los cálculos más confiables hablan de algo así como 50 hijos de todos los países latinoamericanos, una especie de OEA de bebés.

Algo en lo que coinciden todos sus hijos reconocidos (los nombres de algunos: Magalí del Rocío, Debby Magalí, Oswaldo Ernesto o ¡Ninfa Apolonia!) es en la enorme generosidad del papi. Siempre aparecía con dinero y obsequios; regalaba dinero sin fijarse cuánto le quedaba, a su alrededor a nadie le faltaba nada, lo que hacía que siempre estuviera sin un peso, pese a la ingente cantidad de dinero que recibía ya que su éxito continental fue fabuloso. Igual, todo el tiempo estaba pidiendo plata y no le molestaba hacerlo. El dinero era un detalle menor, como siempre lo fue para el bolero, aunque mantener 27 hijos no debe ser nada fácil aun siendo un rockstar.

Y sí, lo de rockstar no es un error.

La vida del “Sinatra latinoamericano”, como lo llamaron, estuvo rodeada de escándalos, como una estrella de rock necesita.

Dos veces lo expulsaron de México.

La primera en el pico de su éxito. Había lanzado «Nuestro juramento» y alcanzado rápidamente números récord de venta de discos en todo el continente. Había terminado su servicio militar en Ecuador, que le había interrumpido una gran gira latinoamericana, y volvió a México, al teatro Blanquita, cuando por un quítame allí esas pajas se agarró a piñas con un alto jefe policial mexicano.

Si alguien pensó que en la pacata Latinoamérica de los ’50 este hecho terminaría con la carrera del “ruiseñor ecuatoriano”, se equivoca de medio a medio. Todo lo contrario, cimentó su fama de bohemio impulsivo, amante y gozador de la vida a manos llenas.

La segunda expulsión tiene como protagonista a una argentina (que por suerte y por lo que sé, no ha sido mi madre). Ya tenía el muchacho en su haber varios discos de oro por sus ventas millonarias y volvió a México para aparecer en la película Fiebre de juventud , uno de esos compilados de cantantes de moda que fue moda cinematográfica en el continente en los ’60 y los ’70. Fue en esas circunstancias que prendió fuego a las sábanas de una argentina que vivía en México, pero nuestra compatriota no fue tan complaciente como las chicas de otros países que le perdonaban la infidelidad al rockstar con tal de que las amara. Dicen los diarios sensacionalistas de la época que la argentina denunció a Julio Jaramillo a la “policía secreta mexicana”, alegando escándalos o irregularidades migratorias, no queda claro.

Lo cierto es que Jaramillo debió hacer las valijas y salir corriendo de México. Si es cierto o no, si en realidad sólo debió escapar del país porque su irresponsabilidad y el alcohol —algo a lo que nunca se resistió— lo llevó a no cumplir con varios compromisos, es un dato menor. Puestos a elegir, elijo la historia de la argentina vengativa.

Estuvo varias veces en Argentina el Sinatra latinoamericano, cantó en el Teatro El Nacional y en el Maipo, grabó un disco —Julio Jaramillo canta en Buenos Aires — en donde aboleró los tangos «Destellos» de Pugliese y Cadícamo, «Adiós a la vida» de Discépolo y «Culpable» de Laurenz y Marcó, pero su gran éxito argentino fue, paradójicamente, la canción de un mexicano, Cuco Sánchez, que también tiene una historia de amor como origen y que seguramente estás ardiendo en deseo de conocer, corazón.

Cuco Sánchez era ya un autor consagrado a mediados de los ’40 en México y en épocas de posguerra, la comunicación artística entre México y Argentina anduvo por acá, escuchando tangos, compartiendo la bohemia porteña y enamorándose de una bailarina del Maipo que acompañaba a Libertad Lamarque. El amor fue —boleros mediante— pasional, fogoso y efímero. A su vuelta a México, enredado en la nostalgia, Cuco escribe «No me toquen ese vals»: “Si paso por Florida te recuerdo/ Si paso por Lavalle me es igual/ que si estoy en Corrientes/ que si estoy en Palermo/ por todo Buenos Aires/ conmigo siempre estás/ ¡qué voy a acostumbrarme a no mirarte!/ ¡Qué voy a acostumbrarme!/ ¡Dios, qué va!”.

El ecuatoriano entonces canta la ranchera del mexicano en Argentina y su éxito —que ya había explotado con «Nuestro juramento»— se consolida para siempre. Tanto que aún hoy hay ecuatorianos que llegan a Buenos Aires para el “tour Jaramillo” y recorren, claro, el Maipo, el Nacional, Lavalle, Corrientes, Palermo.

¿Tanta euforia por un cantor que murió de cirrosis hace casi cinco décadas? Sí, en Ecuador es nombrado como Gardel en Argentina.

El sepelio duró tres días. A su entierro, el 11 de febrero de 1978, fueron 250.000 personas. Sus restos fueron velados inicialmente en la emisora Radio Cristal, ahí donde había comenzado su carrera radial, pero la multitud creció tanto que debieron trasladarlo al Palacio Municipal de Guayaquil y al Coliseo Cerrado Voltaire Paladines Polo (hoy Coliseo Cerrado de la Universidad Católica), que se llenó por completo. La gente formaba filas interminables, cantando «Nuestro juramento» y «Que nadie sepa mi sufrir» entre sollozos. No hubo carro fúnebre formal al inicio; en cambio, el ataúd recorrió avenidas en hombros de fans, con serenatas improvisadas y flores. Humilde, desorganizado y profundamente popular. Hoy, su mausoleo en el Cementerio General es un sitio de peregrinación anual, con homenajes que atraen a decenas de personas.

El poeta Fernando Artieda escribió el conmovedor «Pueblo, fantasma y Jota Jota», del que no puedo resistirme a transcribir sólo un fragmento: “Ríos de gente salían de los manglares, bajaban de los cerros, rodando por el lodo, ensuciándose la ropa, perdiendo los zapatos, perdiéndolo todo, menos la firmeza de estar junto a él, en su última conquista, la de aquella tarde en que Dios que se le va ajumando, el ¡zaz! que se le va levantando a la muerte, para toda la vida. Miles y miles de sambos, cholos, negras culonas, choros, putas, poetas, asesinos, deportistas, periodiqueros, sinvergüenzas, curas sableadores, contrabandistas, alcahuetes, betuneros y maricas, gentes del pueblo arrasimadas en colas largas como el destino, para tocar el cuerpo, persignarse, llorar a grito herido la huella de su ausencia…”.

“Si tú mueres primero, yo te prometo/ escribiré la historia de nuestro amor/ con toda el alma llena de sentimiento/ la escribiré con sangre/ con tinta sangre del corazón”, cantaba Julio en «Nuestro juramento», y es probable que decenas de mujeres lo hayan sobrevivido. Murió con 42 años. Y seguro que las sigue amando, allá donde esté.

Es como me gusta imaginar a mis viejos, allá los dos, amándose después del contratiempo de la muerte.

Revista Seúl



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