EL ECO DE SARMIENTO EN UNA BODEGA DE SAN JUAN

OPINIÓN

“El vino sin marca es barbarie mercantil”


Por Iván Nolazco 


Entre toneles y discursos rutinarios, la voz de Sarmiento se alzó de nuevo: “El vino sin marca es barbarie mercantil”. Lo invocamos como maestro y prócer, pero la pregunta es otra: ¿qué hemos hecho con su legado? ¿Continuamos su visión o la hemos traicionado en la falta de unidad y proyecto?

La casa incompleta

La Argentina todavía camina dentro de la casa que Sarmiento fundó. Sus paredes son la escuela pública, su techo la palabra “civilización”, su ventana el deseo de progreso. Pero lo inquietante es esto: nos hemos quedado en el zaguán, como visitantes que aplauden la fachada, sin entrar del todo en las habitaciones que él soñó.

Decimos vivir en su herencia, pero no la ampliamos. Habitamos un esqueleto: bases sólidas, sí, pero sin paredes nuevas, sin continuidad. Repetimos su nombre como quien menciona a un abuelo ilustre en sobremesas de domingo, sin preguntarnos si las decisiones que tomamos hoy serían las que él habría celebrado.

Y la pregunta se vuelve inevitable, más punzante que cualquier bronce: ¿Era esto lo que Sarmiento quería?

El fantasma en la bodega

La escena me asaltó como crónica fantástica: en una bodega de San Juan, entre toneles de acero y copas vacías, reapareció Sarmiento. No como estatua de plaza ni como retrato escolar, sino como figura airada, con bastón en mano y mirada de fuego.

Los políticos hablaban de exportaciones de mosto, los bodegueros de cifras y contratos. Pero él, en su estilo de látigo, interrumpió con una frase que heló el aire:

“¡El vino sin marca es barbarie mercantil! Exportar litros sin rostro es lo mismo que tener niños sin escuela: materia prima sin destino, inteligencia sin cultivo.”

El silencio fue inmediato. Los veteranos bajaron la mirada, los jóvenes enólogos lo escucharon con hambre de futuro. Yo, como cronista, comprendí que esa visión no era un delirio literario: era la metáfora perfecta del país.

El granel del legado

En el vino sanjuanino encontramos la parábola de nuestra política. El mosto a granel representa la facilidad: volumen, supervivencia, cifras inmediatas. Pero carece de lo esencial: identidad.

Así funciona también nuestro legado sarmientino. Tenemos cantidad de escuelas, pero aulas frías, docentes olvidados y bibliotecas vacías. Tenemos discursos patrióticos, pero sin relato común que unifique a provincias y proyectos. Tenemos recursos naturales, pero sin políticas que los conviertan en símbolos de desarrollo.

Vivimos, sí, de lo que él dejó, pero lo hemos convertido en granel: un legado abundante, pero sin etiqueta; una herencia sin marca.

La unidad ausente

Sarmiento fue contradictorio, polémico, excesivo. Pero en su desmesura había un hilo claro: la unidad a través de la educación y el progreso.

Hoy la política argentina hace lo contrario. Se divide en facciones, se desangra en internas, convierte cada provincia en feudo. San Juan lo ejemplifica: incapaz de ponerse de acuerdo en si quiere ser tierra de vinos con marca o simple proveedora de litros invisibles. Lo mismo ocurre a nivel nacional con Vaca Muerta, la soja, el litio, la zona franca de Jáchal: bases poderosas, pero sin un plan común.

La falta de unidad es la barbarie moderna. Ya no se trata de gauchos con lanzas, sino de dirigentes con planillas de Excel que no logran construir proyecto compartido.

Lo que él quería

Es en este punto donde la pregunta vuelve con más fuerza:

Siempre partimos analizando la obra de Sarmiento en cuanto a su legado, en las bases que dejó… pero, ¿verdaderamente él estaría de acuerdo con lo que continuamos o dejamos de hacer?

Lo citamos en plazas y escuelas, pero si regresara —como en aquella bodega— nos golpearía con su bastón. No toleraría aulas sin maestros formados, ni bibliotecas sin libros, ni viñas que exportan anonimato.

Sarmiento no dejó bases para que fueran museo. Las dejó para que fueran cimientos de algo mayor. Y ahí está la traición: nos conformamos con custodiar lo que fundó, en lugar de construir lo que soñó.

Cultura como espejo

No olvidemos que Sarmiento fue también escritor. Facundo no es solo un libro político: es un espejo cultural, un relato donde civilización y barbarie se vuelven símbolos. Recuerdos de provincia es autobiografía, pero también crónica colectiva.

Hoy ese espejo nos devuelve un rostro incómodo. La barbarie ya no está en el desierto sin caminos, sino en la fragmentación política, en la carencia de símbolos compartidos. La civilización, que debía ser narrada en nuevos libros y nuevas políticas, se ha quedado en páginas viejas, citadas pero no continuadas.

La escena cultural que nos legó Sarmiento —su obra como relato vivo— debería inspirar nuevas narrativas. En cambio, vivimos en silencio: con botellas sin etiqueta, con discursos sin relato, con aulas sin historia.

La incomodidad del presente

Uno de los bodegueros veteranos intentó replicar aquella tarde:

—Con el mosto vivimos, con el mosto pagamos sueldos.

Sarmiento lo fulminó con una frase que aún resuena:

“El anonimato es atraso. Una provincia que se conforma con vender litros sin nombre es un pueblo que renuncia a escribir su historia.”

Y esa sentencia podría aplicarse a toda la Argentina. No se trata solo del vino: se trata de cada política que se contenta con sobrevivir sin marcar identidad. Educación que no educa, federalismo que no une, democracia que no dialoga. Todo eso es granel.

En voz baja

Al salir de la bodega, todavía escuché su eco. No era un halago ni una felicitación: era un examen pendiente. Sarmiento no regresa para acariciarnos el hombro, sino para gritarnos en la cara.

Yo había leído sus libros con devoción, había aprendido en sus páginas que la educación era el arma contra la barbarie. Pero esa tarde entendí algo más: que también nos enseñó que la identidad importa, que sin marca no hay civilización.

Porque una provincia que exporta litros sin nombre apenas sobrevive. Y un país que cita a sus próceres sin unidad ni proyecto apenas se sostiene en la nostalgia.

Y entonces, antes de desaparecer, dejó la pregunta que hoy debería interpelar a cada político, a cada maestro, a cada ciudadano:

¿Estamos embotellando civilización o seguimos exportando granel?

Recuadro lateral

Las palabras que regresan

En la penumbra de la bodega, abrí mi viejo ejemplar de Recuerdos de provincia y volví a leer:

“San Juan es la tierra de la vid; crece allí con exuberancia extraordinaria, y sus vinos son superiores en calidad y abundancia a los de las demás provincias argentinas.”

Me estremecí: no era mi imaginación, lo había escrito. La vid como civilización, como símbolo.

Luego otra frase, que parecía hablar del presente:

“El pueblo que carece de instrucción es una masa informe.”

Podría haber dicho lo mismo del vino sin marca: líquido sin voz, herencia sin relato.

Y en Facundo había dejado grabado:

“La tierra es libro que se abre a quien sabe leerlo; el cultivo es la ortografía de la civilización.”

Si la tierra es libro, el vino con marca es su edición publicada. El mosto sin identidad es apenas borrador ilegible.

Así comprendí que lo que había presenciado no era una aparición fantástica, sino una continuidad pedagógica. Sarmiento seguía enseñando. Y su lección, una vez más, era clara: la marca —como la escuela— es frontera entre civilización y barbarie.

Tribuna de Periodistas




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