AUTORES CRUZDELEJEÑOS HOY: MARGA ESPECHE

CULTURA

La escritora nos trae "San Antonio, el encuentro"

Han pasado muchos años desde que me contaron la historia, por lo que es probable que la engorde —pues las mujeres tenemos tendencia a engordarlo todo— o que haya olvidado algunos detalles de la misma —porque los viejos tendemos a olvidar—. Por ello la escribo y la dejo en sus manos, usted sumará o restará antes de guardarla en su memoria como cierta.

De lo que estoy segurísima es de que, al escucharla, intuí que no había sido la perorata de mi abuela Rosa Bustos (oriunda del pago de San Antonio) lo que convenció a mi abuelo Manuel Sufán (sirio y mahometano de práctica diaria) que debía dar muestras de su fe compartida, sino el tun, tun, tun del bombo que anunciaba la bajada del santito de los pobres en dirección a la casa de Nuestra Señora del Carmen, donde dormiría esa noche de sábado de junio, previa a su cumpleaños de "allá lejos y hace tiempo".

Salido de la piecita llena de ofrendas en la que lo albergaban doña Anastasia y don Hermenegildo Díaz, después de haber pasado nueve atardeceres escuchando pedidos de gracias y rezos de devoción, San Antonio bajaba desde La Loma acompañado con guitarras, acordeones, bombos, cantos de alabanzas... y el murmullo orador de los creyentes. Cruzaba las vías de la Rivadavia y se encaminaba hacia la Alem, donde por entonces vivían los Sufán.

Mi abuelo debió sentir en lo más profundo de su corazón que Dios es uno, aunque el hombre le de nombres diferentes, y que la oración es valiosa, pero no más que la acción; así decidió acabar el sinfín de "te dije y no te dije" que machacaba su conciencia y salió al encuentro de ese bultito de yeso, pequeñito, vestido con hábito de monje franciscano, que traía al niño Jesús en sus brazos, y a quién el pueblo llamaba también El santo de todos, reconociéndolo como obrador de prodigios.

Esta imagen diminuta, que parecía flotar en un mar de gentes y sonidos, debió ser lo más cercano al Ser Supremo que sintió; por ello, con su bigote largo y bien peinado —tipo Alfredo Palacios— se plantó en el medio de la calle justo cuando en la esquina de la Libertad se estaba preparando la bomba de estruendo que debía estallar allí, como lo hacía en cada esquina.

La procesión frenó y se callaron los bombos.

El turco pasó frente al estandarte de color negro que, colmado de cintas de distintos tonos, hacía ondear la figura del santo bordada con hilos de seda.

Pasó además entre el grupo de promesantes, niños, jóvenes, adultos, viejos, que enarbolaban la bandera argentina y llevaban el pecho cruzado por una banda de color adornada con flores y espejos.

Dejó atrás las columnas de niñas y niños que, vestidos con guardapolvos blancos conformaban el coro y recién después de ellos, quedó frente a la urnita de madera, con una cruz arriba y adornada con flores y cintas que contenían a San Antonio, el Hacedor de Milagros.

Por supuesto, no había hecho esa travesía espiritual ¡Tan lejana a su creencia! Para pedirle al santo que le consiguiese novia o lo reconciliase con ella —como lo harían muchos—.

Lo que le pidió a quién era patrono en ese tema fue la recuperación de algo que tenía perdido: "Que te lo pido por la salud de mi hija Zaquía" y no mucho más necesitó decirle porque San Antonio era santo y también médico, por lo que debía saber de antemano que ocurría.

Al instante, quienes portaban la urna en andas, enfilaron hacia la casa y se introdujeron en la piecita donde, tendida en la cama, yacía enferma de meningitis la niña Zaquía.

Lo hicieron sin necesidad de orden alguna, porque la Biblia cruzdelejeña —que no está escrita, pero es dueña de una oralidad taxativa— había estipulado que todo enfermo tenía  el derecho a ser pisado por el santito. Y eso ocurrió. La urna en andas, fue puesta un momento sobre el cuerpo de la enferma, se oró por ella y el llamdo doctor de la Iglesia regresó a la calle a seguir con su procesión hasta que otro sufriente requiriese de su ayuda.

Volvió a sentirse el tun, tun, el canto de los niños, el trinar de las guitarras, los "¡Viva San Antonio!", "¡Qué viva nuestro santo, mientras el gentío se iba acrecentando.

Eran cientos cuando llegaron a la Iglesia del Carmen y, al lado de la virgen, depositaron al santo.

Al otro día, domingo, cuando los creyentes fueron a buscarlo y después de celebrada la misa, el santito se disponía a regresar a su santuario, la niña Zaquía ya mostraba notable mejoría.

Una jubilosa muchedumbre recuperaba a su santo. Reiniciaba la procesión; esta vez hacia El Alto.

Por supuesto, mi abuelo no los acompañó, a él le tocaba volver a arrodillarse y orar mirando hacia La Meca. Rezar rogando que Alláh no se hubiera sentido desplazado y, por ello, cerradas las puertas del Paraíso tan ansiado. 

Además, Manuel Sufán no era amigo de los "pochinches" (pues así lo pronunciaba en su lengua, revoltijo del desierto y arrabales criollos) y sabía bien —porque eso ya era parte de la leyenda— que apenas llegado San Antonio al patio de los Díaz, se iniciaba el baile que duraría "hasta que las velas n'ardan", pues los creyentes pensaban, y con acierto que, así como él escuchaba y se esforzaba para aliviar penas y dolores, debía recibir muestras de alegría y agradecimiento.

El tiempo pasó, y debe ser porque había sido pisada por el santo, que Zaquía recuperó la salud y se hizo buena y bella.

Mucho después se casó con el Negro Espeche y tuvo cinco hijos. Uno de ellos es quien cuenta esta historia, que vivió su abuelo hace como cien años.
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Sobre la autora: Marga Espeche nació en Córdoba, pero afirma siempre a quién le pregunte "que a la hora de elegir donde permanecer, eligirá al suelo cruzdelejeño". Este relato es parte de su último libro El Sol Infinito, © Compañía de Libros - 2024.



Comentarios

  1. Tal cual lo narra la autora, una de las personas más " cuénteras " de historias cruzdelejeñas. Con su y picardia e impronta. La admiro demasiado. Gracias Walter Quinteros por estar al lado siempre de la cultura. Marta Caballero

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