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OPINIÓN

En Argentina, la corrupción no es una mancha ocasional en la vida pública; es más bien una herencia, una forma de continuidad silenciosa



Por Iván Nolazco 

Una herencia no escrita

En Argentina, la corrupción no es una mancha ocasional en la vida pública; es más bien una herencia, una forma de continuidad silenciosa. Los grandes escándalos suelen llevarse las tapas de los diarios y el espectáculo de la política, pero el verdadero entramado de poder se construye en un espacio menos visible: los mandos medios. Funcionarios de segunda y tercera línea, directores, asesores, subsecretarios, empleados con acceso a la caja o a la firma, que perpetúan —y administran— el mecanismo invisible de la corrupción cotidiana.

Cuando un nuevo gobierno asume, lo hace con promesas de transparencia y renovación. Sin embargo, detrás de los discursos grandilocuentes, quienes sostienen la maquinaria del Estado son, en gran medida, los mismos rostros de siempre. Heredan escritorios, sellos y contactos. Allí reside una paradoja argentina: la corrupción se transmite menos en la cúpula y más en la base media que garantiza la continuidad, como una burocracia paralela, de la trama de favores y prebendas.

El poder en la sombra

El poder visible suele ser el del ministro o el gobernador. Pero el poder efectivo —ese que decide si un expediente avanza, si una obra se certifica, si una licitación se acomoda— reside en el mando medio. Es el director de compras que “ajusta” los pliegos para favorecer a un proveedor. Es el jefe de área que solicita “colaboraciones” para agilizar trámites. Es el funcionario de ventanilla que exige una “atención” para hacer lo que, en teoría, debería hacer sin condiciones.

En esas capas intermedias, la corrupción no necesita discursos ni ideologías: se mueve con la naturalidad de una rutina. Se hereda como costumbre, transmitida de jefe a subordinado, como si fuera parte del manual de instrucciones de la oficina.

La herencia de la costumbre

En la historia argentina, la corrupción se ha presentado como parte de la normalidad institucional. En la década del 90, las privatizaciones dejaron un tendal de sospechas y negocios turbios. En los 2000, los sobreprecios en la obra pública ocuparon la escena. En los últimos años, los escándalos se mezclaron con las cajas paralelas de la política. Pero lo que no cambia es la capa intermedia que sobrevive a todos los gobiernos.

Los mandos medios aprenden rápido a leer el nuevo clima político. Si gobierna un partido que privilegia la obra pública, allí acomodan su influencia. Si la prioridad pasa por programas sociales, se encargan de “administrar” los padrones. Son la bisagra entre la política y la calle, entre el dinero que baja y el dinero que llega.

La corrupción como cultura organizacional

Lo más grave no es el hecho puntual de un soborno o una coima. Lo grave es la naturalización: la corrupción se convierte en cultura organizacional. En muchos ámbitos estatales —y también privados, porque el fenómeno no distingue demasiado fronteras— se asume que la firma de un contrato requiere un “costo extra”. Que la velocidad de un trámite depende de cuánto se esté dispuesto a pagar. Que el ascenso jerárquico se negocia no por méritos, sino por lealtades y favores.

Este fenómeno se instala tan profundo que el ciudadano común termina siendo rehén de la burocracia. Y lo más perverso es que, con el tiempo, algunos terminan justificando el sistema: “si no pagas, no te atienden”. Es la pedagogía de la resignación.

Los mandos medios como engranaje político

La política necesita de los mandos medios. No solo para ejecutar, sino para sostener redes clientelares. El intendente que asegura un caudal de votos depende de la logística de esos funcionarios que controlan listas, bolsones de comida, subsidios, contratos. Los ministerios dependen de ellos para transformar un presupuesto en favores concretos.

Por eso, cada vez que se habla de “renovación política”, el cambio suele quedarse en la superficie. Se reemplazan ministros, pero rara vez se toca a las direcciones intermedias. Allí está el verdadero “Estado profundo” argentino: no en conspiraciones abstractas, sino en las oficinas donde se decide si la corrupción sigue siendo rentable.

El costo económico y social

La corrupción heredada no es solo un problema moral; es un costo económico. Según estimaciones de organismos internacionales, Argentina pierde miles de millones de dólares al año en ineficiencias derivadas de prácticas corruptas. Obras inconclusas, hospitales sin insumos, escuelas con licitaciones demoradas. La corrupción en los mandos medios multiplica la demora, encarece la gestión y empobrece la calidad de los servicios públicos.

Pero también tiene un costo social. Genera desconfianza, erosiona la credibilidad en las instituciones y fortalece la sensación de que “todos roban”. Esa cultura del “todo vale” es la que envenena la vida democrática, porque disuelve la idea de bien común en un mar de cinismo.

La impunidad como herencia

La pregunta clave es por qué los mandos medios logran perpetuar estas prácticas. La respuesta está en la impunidad. Rara vez se investiga a un director de área, a un jefe de compras, a un funcionario intermedio. Las causas judiciales se concentran en los grandes nombres, porque allí está el rédito político. Pero los engranajes de base quedan intocados. Y así, incluso cuando un ministro cae en desgracia, sus funcionarios de segunda línea siguen en sus puestos, administrando la continuidad de los negocios.

El ciudadano frente al laberinto

El ciudadano común se enfrenta a este sistema como a un laberinto. Necesita un trámite y se encuentra con ventanillas que no funcionan sin “colaboración”. Quiere inscribirse en un plan y descubre que la lista depende de la afinidad política. Busca justicia y se topa con un expediente que duerme en un cajón.

En ese laberinto, los mandos medios son los guardianes. No necesitan discursos ideológicos ni grandes escándalos. Solo necesitan mantener viva la costumbre heredada: la corrupción como norma tácita de convivencia.

¿Es posible romper la herencia?

Romper este ciclo no es fácil. Requiere mucho más que cambios de gobierno. Implica una transformación cultural profunda: mecanismos de control interno, profesionalización de la función pública, sanciones efectivas a quienes ocupan cargos intermedios.

Algunos países han logrado reducir la corrupción a partir de reformas administrativas que limitaron la discrecionalidad de los mandos medios. Digitalización de trámites, auditorías externas, concursos transparentes. Pero en Argentina, esas reformas chocan con la resistencia de quienes ven en la opacidad un modo de vida.

La corrupción de todos los días

La corrupción heredada no se mide solo en millones desviados, sino en pequeños gestos cotidianos. En la coima pedida para aprobar una inspección, en el contrato inflado para beneficiar a un proveedor, en el padrón manipulado para sostener un aparato. Es una cadena que se transmite de generación en generación dentro del Estado, donde los mandos medios no son simples ejecutores, sino protagonistas.

Alguna vez escuché a un funcionario del nuevo gobierno decir, con un aire de superioridad recién estrenada, que la gestión pasada “había robado en todo lo que pudo: con obras fantasmas, con asesorías inexistentes, con sobreprecios imposibles de justificar, con auditorias arregladas”. Lo curioso es que nada de eso terminó en una denuncia formal, ni en una causa seria que avanzara. Tal vez porque, en el fondo, nadie quiere cortar la soga con la que después piensa trepar. Tal vez porque señalar la corrupción heredada implicaría renunciar a la posibilidad de administrarla mañana. Y entonces uno se pregunta si no será que la verdadera herencia de la política argentina es esa: el silencio cómplice que permite que los mismos mandos medios sigan haciendo de la corrupción un oficio eterno.

Tribuna de Periodistas




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