OPINIÓN
Cada taza es una página que se bebe

Por Iván Nolazco
El café es un idioma que se sorbe en silencio: su gramática está en las volutas, sus metáforas en la molienda. En cada taza se esconde un capítulo sudamericano que no se lee con los ojos, sino con los labios.
El café como pasaporte
No estoy solo en la mesa. Frente a mí descansa una prensa francesa, y a su alrededor, como convocados por el aroma, se sientan los escritores que me enseñaron a mirar este continente. El café no es solo bebida: es memoria, angustia y consuelo. Entre las páginas de García Márquez, Benedetti, Arguedas, Cortázar o Machado de Assis, el café aparece como un protagonista secundario que nunca abandona la escena.
Yo no preparo únicamente café: preparo una biblioteca líquida. Y cada paso que sigo en el ritual confirma lo que las volutas me susurran mientras se elevan en espirales: cada taza es una página que se bebe.
Moler los granos gruesos: la materia inicial
Coloco los granos en el molino manual y giro con paciencia. El crujido es áspero, como si la tierra misma se abriera. Alzo la vista, disfruto la fragancia y ahí está José María Arguedas, que sonríe con melancolía.
Me habla de El zorro de arriba y el zorro de abajo, y de los puertos de Chimbote, donde el café era refugio obrero. Cada molienda era un encuentro entre culturas: quechuas y mestizos mezclaban sudor y esperanza en una taza caliente. El grano recién molido me recuerda a su voz quebrada, rugosa, esperando transformarse en resistencia.
Calentar el agua: el hervor contenido
El agua tiembla en la olla, pero no la dejo hervir. A 92 grados está lista: si hierve, esconde sus matices.
A mi lado, Mario Benedetti inclina la cabeza y sonríe con nostalgia. Me cita un pasaje de La borra del café. Dice que cada hervor contenido es como un amor que nunca se apaga, un recuerdo que late en silencio, sin desbordarse. Mientras habla, el agua parece escribir cartas en el aire, cartas que jamás llegaron, pero que aún arden en la memoria.
Verter el agua sobre el café: la primera revelación
Vierto lentamente el agua sobre el café recién molido. La extracción florece, respira, exhala sus primeras volutas.
Al otro lado de la mesa, Gabriel García Márquez se ajusta las gafas y me recuerda a su coronel sin pensión. Su esposa raspa el fondo del tarro y, aun en la nada, surge el aroma. “El café florece como la esperanza”, me dice. Y entonces entiendo que este “bloom” es promesa gaseosa, carta invisible, futuro que se deja oler aunque no pueda beberse.
Revolver suavemente: el círculo del aroma
Tomo la cuchara de cata y revuelvo en círculos lentos, como si arara el agua. Cada vuelta desprende memoria.
Es Ciro Alegría quien levanta la voz. Me habla de El mundo es ancho y ajeno, de cafetales comunales convertidos en cicatrices. Dice que el café no nació en tazas elegantes, sino en tierras despojadas. Y yo, con cada giro de la cuchara, siento que revuelvo también la injusticia: que detrás de cada sorbo laten manos callosas, días infinitos, silencios heredados.
Colocar el émbolo y esperar 4 minutos: el silencio del tiempo
Encajo la tapa con el émbolo arriba. No presiono: espero. Cuatro minutos de quietud, ni más ni menos.
El silencio es interrumpido por la sombra de Ernesto Sábato, sentado en la penumbra como en una de sus cafeterías porteñas. Habla de Sobre héroes y tumbas, de personajes que esperan en mesas oscuras, donde el café se enfría mientras la conspiración madura. El líquido descansa como idea secreta: la paciencia es el verdadero condimento.
Presionar lentamente: el descenso
Bajo el émbolo con lentitud, como si no quisiera herir al agua. La presión separa el poso de la claridad.
Machado de Assis sonríe desde el extremo de la mesa. Me recuerda aquel capítulo de Dom Casmurro en que una taza de café se vuelve metáfora de lo doméstico y lo trágico. Presionar es también recordar: lo cotidiano se vuelve drama, lo transparente se consigue a fuerza de hundir lo oscuro.
Servir en la taza: la comunión
Levanto la prensa y sirvo. El café cae como un río oscuro que atraviesa la mesa.
Julio Cortázar ríe suavemente. Habla de Rayuela, de las cafeterías de París donde Oliveira y la Maga buscaban respuestas en medio de las volutas. “Servir”, me dice, “no es llenar: es convocar”. La taza es puente: entre orillas, entre capítulos, entre almas perdidas.
Yo lo entiendo mientras observo cómo el río negro se reparte entre nosotros: cada taza es una página que se bebe.
Beber lentamente: la lectura en sorbos
Llevo la taza a mis labios. El café es espeso, aceitoso, lleno de matices. No se bebe de un trago; exige lentitud.
Eduardo Galeano toma su taza y suspira: “busqué el café que era mi café”. Me enseña que cada sorbo es un espejo: no todos beben lo mismo, porque cada quien carga su propia herida, su propia memoria. El café es abrazo en voz baja, identidad que se comparte al calor de la extracción.
La mesa sudamericana
La prensa francesa se vacía. En la mesa quedan las tazas, los libros abiertos y la certeza de que ninguno de nosotros bebió solo.García Márquez dejó el aroma de la escasez.
Benedetti, la memoria en ebullición.
Arguedas y Alegría, la tierra despojada.
Cortázar y Sábato, la conversación infinita en la cafetería.
Machado, la ceremonia doméstica.
Galeano, la identidad encontrada.
El café fue mercancía colonial y rito íntimo. Se sembró con sangre, se exportó con sacrificio, se bebió en tazas propias. En Argentina, sin un solo cafetal, se volvió atmósfera cultural: cafeterías como el Tortoni o La Giralda fueron universidad paralela, confesionario y refugio de conspiradores.
Sudamérica lo cultivó con dolor y lo exportó como riqueza. Argentina lo adoptó como escenario. Y ahí, en esa contradicción, descubrimos la metáfora más honda: un continente que bebe lo que no controla, pero que convierte en identidad, memoria y literatura.
Cada taza es una página que se bebe. Una página escrita con aroma, con tiempo, con resistencia.
Al final, no sé si preparé café o, inconscientemente, recordé.
Creo que esa es la verdadera cualidad del café: recordar lo vivido, lo leído, lo amado y lo perdido.
Las volutas siguen ascendiendo, como palabras que no quieren morir. Cada sorbo fue puerto, cafetal, cafetería porteña. Y en la borra de la taza no leí el futuro, sino la obstinada certeza de que Sudamérica se escribe también con aroma tostado y conversación infinita. Porque, mientras las volutas se disipan, escucho todavía la frase que nos une: cada taza es una página que se bebe.
Tribuna de Periodistas
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