OPINIÓN
El tachín tachín de la obra pública es uno de los talismanes preferidos de los paladines del Estado presente

Por Carlos Mira
La “obra pública” reúne las condiciones ideales para el verso populista: por un lado, te hace creer que el “Estado” hace algo por vos y, por el otro, le entrega a los burócratas la llave maestra del manejo de trocadas de dinero público (del que luego no dan cuentas) y que en una parte groseramente descomunal termina en los bolsillos de individuos concretos, con nombre y apellido, pese a que, en sus discursos a la gente, se deshacen por las bondades del colectivismo.
En ese terreno hoy es un día paradigmático: el gobierno y la empresa que debía soterrar el Sarmiento van a rescindir el contrato por esa obra.
Recordemos que, como no podía ser de otra manera, fue el segundo gobierno de Cristina Kirchner el que presentó este proyecto poco menos que como lo que sería su legado épico a la Argentina. La tuneladora llegó al país en 2011. Sin embargo, la mayor parte del trabajo de excavación se hizo durante el gobierno de Mauricio Macri hasta que por obvias razones, en 2018, el trabajo se detuvo.
El gobierno de Alberto Fernández no movió un solo almácigo de tierra y hoy todo este descomunal robo llega a su fin con la rescisión del contrato.
Sin contar el chiquitaje, el país perdió con este chiste casi 430 millones de dólares, dinero que hoy no está en los lugares en donde sí la presencia del Estado es irremplazable: radares de frontera, hospitales públicos, edificios escolares, mejores sueldos de los policías, etcétera.
¿Es mejor que el Sarmiento corra bajo tierra entre Caballito y Moreno? Obviamente que sí. ¿Es la “obra pública” (es decir, lo que los hechos demuestran que -al menos en la Argentina- es un curro fenomenal para el afano) la única vía para hacerlo? No.
Para un país con la inclinación al robo de parte de funcionarios públicos que ha mostrado la Argentina, lo conveniente sería que esos funcionarios, justamente, no tuvieran acceso al manejo de ninguno de esos dineros.
La manera de lograr eso es que los gobiernos se dediquen a generar las condiciones ideales (o al menos las mejores posibles) para que los emprendedores privados (argentinos o extranjeros) satisfagan las necesidades de la gente invirtiendo dinero propio que recuperaran con la explotación de la obra que realizaron y una vez que la obra esté terminada.
Que el tráfico de vehículos corra fluidamente por la superficie es una evidente necesidad de la gente. Máxime cuando -justamente por despilfarrar los escasos recursos públicos- el populismo ha convertido a ciertos lugares de Buenos Aires en bolsones alarmantes de inseguridad: quedar atrapado en un paso ferroviario a nivel es un festín para chorros.
De modo que en un país normal (si bien a lo mejor, también mejorarían los indices de seguridad y por lo tanto que te agarre una barrera no sería un riesgo para tu propiedad o incluso para tu vida) que el Sarmiento corriera bajo tierra en ese tramo de su trayecto sería una necesidad fácilmente verificable por un inversor que quisiera ganar dinero.
También digamos, lateralmente, que en un país normal el hecho de que un emprendedor o un conjunto de ellos pretenda ganar dinero no debería estar mal visto, porque si estuviera mal visto, es muy posible que esa sociedad tenga la tentación de caer en la inocentada de que esas obras de envergadura debe hacerlas el “Estado” así nadie se vuelve millonario a costa de las necesidades de la gente.
En esos resentimientos sociales también se apoyan (y son explotados a su favor por) los gladiadores del curro.
Una vez más, entonces, vemos que, si bien cuando la pelota se echa a rodar todo entra en una mescolanza en la que es difícil detectar cuál es el inicio de todo, el inicio de todo es la gente: el tipo de concepción o mentalidad que predomina en el mainstream social.
Si tuviéramos la posibilidad de diseñar en un tablero de arquitecto la sociedad ideal para que estas barbaridades no ocurran, no hay dudas de que el primer trazo consistiría en partir de una sociedad no envidiosa ni resentida. Con una sociedad sana (no envidiosa ni resentida) desaparecería el componente que le niega a los emprendedores el mérito de (como se dice ahora) “verla”.
Hay alguna anécdota que cuenta que cuando le preguntaron a John D. Rockefeller cómo había hecho su primer millón de dólares, el magnate se dio vuelta y le dijo al periodista “¿Ve esa lampara que hay allí..?, Bueno, yo la vi primero”.
Esto es, el hecho de “verla” en un país inmune a la envidia no solo es natural sino que genera una bola de crecimiento y afluencia que los países resentidos nunca generarán porque buscarán las maneras que aquellos que la “ven” no puedan de hecho explotar su perspicacia.
Una vez que tengamos esa base social sana, la idea de que los que “vean” las necesidades sociales por cubrir (las detecten) y estén dispuestos a arriesgar su propio dinero para satisfacerlas a cambio de especular con la idea de que la gente necesita tanto eso que cuando lo tenga terminado lo demandará ferozmente (viniendo de allí la recuperación de la inversion y la utilidad futura), caerá por añadidura.
Eso borrará cualquier vestigio de “mentalidad obra pública” y lo que la sociedad reclamara de las administraciones públicas será un manejo sano de las cuentas para que las condiciones de inversión se mantengan y los que tienen el ojo despierto para “verla” la sigan viendo.
Por supuesto que un diseño social de ese tipo no es exclusivo para obras que satisfagan necesidades vinculadas con servicios de infraestructura, como caminos, vías férreas, puentes, túneles, puertos o centrales de energía: se trata de una concepción general de la vida en donde la gente está preparada para ver a los ciudadanos progresar en base a la capacidad de algunos para detectar necesidades insatisfechas.
Por supuesto que ese “don” es variado: algunos verán que la gente demanda a gritos un túnel entre Caballito y Moreno y otros verán que la gente necesita un destornillador de tres puntas capaz de entrar en diagonal entre dos piezas. No sé. Las posibilidades de detectar demandas sociales es infinita.
Y también es obvio que ese don no lo tienen todos. Los que no tengan el don de “verla” podrán trabajar para los que sí lo tienen, logrando así trabajos dignos, con buenos sueldos y accediendo a un nivel de vida que más pronto que tarde, desde el punto de vista visual, va a ser muy parecido entre los que tienen el don y los que no lo tienen.
Si un marciano bajara hoy en Sillicon Valley y, desprovisto de toda información sobre la Tierra, se dedicara a observar lo que ve a simple vista, por la ropa que llevan puesta, los autos a los que se suben, las comidas que comen y los viajes que hacen, le sería muy difícil distinguir a Tim Cook de alguno de sus empleados.
Con lo cual concluimos que son los sistemas que les permiten a los que la “ven” explotar su perspicacia los que, paradójicamente contribuyen más a la igualdad democrática. A la igualdad democrática de hecho, a la que sirve y no a la que se grita, voz en cuello, de la mano de un conjunto de impostores que no terminan siendo más que una bolsa de bosta que le roba la comida de la boca a la gente usando, como uno de sus caminos preferidos, el verso de la “obra pública”.
Con esta mentalidad los que se hacen millonarios en la Argentina son gente como los Kirchner, los Baez, los López, los marxistas de Electroingeniería, los Zannini y grupos concentrados que entran en componendas sucias con ellos de todo lo cual el único que paga los platos rotos es el pueblo raso.
La envidia tiene estas paradojas. Es un camino por el que se vuelve a probar que el único jodido es el envidioso. El envidiado de alguna manera va a zafar porque su capacidad de “verla” no la pierde. Lo que ocurre es que en un sistema basado en una sociedad sana se acostumbra a “ver” lo que la gente precisa y a ganar plata con eso. En un país descompuesto por el resentimiento se acostumbra a “ver” qué curro le conviene presentarle al funcionario para que entre ambos dejen a todos con el culo al norte.
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