VUELTA LA BURRA AL TRIGO

 OPINIÓN

La primera sensación es de aburrimiento. La segunda de hartazgo. La tercera de estupefacción

Por Carlos Mira 

Me refiero a las impresiones personales que me surgen a partir de la situación planteada entre el presidente y la vicepresidente.

El aburrimiento proviene de ser testigo por enésima vez de una relación tirante entre quienes se presentaron a la elección como compañeros de fórmula.

El hartazgo, de comprobar que el tiempo pasa, las experiencias se acumulan y que todo eso no sirve de nada para aprender; para que lo que nos pasó ayer no nos vuelva a sorprender hoy.

Por último la estupefacción deriva de no poder creer cómo un gobierno que arrastra un karma de debilidad política (no popular, pero sí política) puede jugar tan irresponsablemente con un fuego cuyo primer bonzo pueda ser él mismo.

Pero ahí están los hechos: la vicepresidente, incomprensiblemente, abriendo un surco propio dentro del gobierno, jugando un partido para sí misma, no aceptando su rol de “delegada del presidente en el Congreso” (porque ese es el verdadero rol constitucional de un vicepresidente: ser el alter ego de su compañero de fórmula en el poder legislativo), y adoptando posiciones inentendibles que, en muchos casos, le hacen pensar a uno que si fuera una senadora con voto, votaría más cerca de las posiciones de la oposición que las del gobierno.

Y el presidente poniendo en la vidriera pública estos hechos en lugar de convocar a Villarruel para “ponerla en caja” en privado, sin dar pasto gratis a unas fieras que no rechazan ningún alimento que les den gratis.

Esta situación debió resolverse en cuanto surgió el primer chispazo. ¿Cuándo ocurrió eso? Pues probablemente aún antes de asumir el gobierno, cuando Villarruel fue anoticiada de que los planes para que ella dirigiera las áreas de seguridad y defensa habían cambiado.

Probablemente aquella idea lanzada en campaña por el propio Javier Milei haya sido un error desde el primer momento, quizás atribuible a la falta de experiencia política de los candidatos. En efecto, la prueba empírica demuestra que la “repartición del poder” entre el presidente y el vicepresidente es una idea que no funciona en la Argentina.

Kirchner amagó con ponerla en práctica con Scioli allá por 2003 cuando le permitió encargarse de las áreas de turismo y deportes. Sin embargo, cuando quien hoy se encarga justamente de esos temas en el actual gobierno, opinó a título personal sobre cuestiones relativas a la inflación, Néstor le retiró ipso facto todas sus atribuciones y lo conminó a tocar la campanita en el Senado.

Todos sabemos cómo terminó el experimento de la “transversalidad” enunciado por el propio Kirchner que, cuando terminaba su presidencia y lanzaba la candidatura de su esposa, presentó a Julio Cobos como el referente que simbolizaba esa supuesta sinergia con el radicalismo.

La Constitución dice que el Poder Ejecutivo es “unipersonal” a lo que hay que sumar una fuerte cultura personalista y caudillesca que caracteriza, nos guste o no, a la Argentina, todo lo cual indica que el vicepresidente debería ubicarse en su rol y no hacer olas.

Fíjense lo que ocurrió con la pomposa reforma “europeísta” del ’94 que estropeó el modelo norteamericano de 1853/60 (tratando de incorporar figuras de tipo parlamentarias como las del Ministro Coordinador -queriendo imitar a los primeros ministros europeos- que supuestamente sería removido por el Congreso cuando se diera lo que se dio en llamar “pérdida de confianza” -en una desafortunada pretendida imitación de la “sofisticación” francesa-) generando un engendro híbrido que claramente no funciona y que terminó convirtiendo al “Ministro Coordinador” (que luego la terminología cotidiana convirtió en “Jefe de Gabinete”) en una especie de ministro del interior ampliado.

El país debería dejarse de joder con estos inventos chinos y tratar de procesar de la manera más civilizada posible lo que son los rasgos inocultables de su cultura monárquica. Porque, en efecto, deberíamos reconocer que nos gustan los capitostes. Si el mundo nos permitiera elegir un mandamás al que creyéramos con la posibilidad de resolvernos todos los problemas, abrazaríamos ese modelo con pasión.

Lo que ocurre es que tenemos un poco de “vergüenzita democrática” y entonces aceptamos el maquillaje de la división de poderes y toda la decoración del republicanismo moderado. Pero en el fondo, nos gustan los jefes de hacha y tiza.

La Constitución de Alberdi (que había dicho que necesitábamos “reyes con el nombre de presidentes”) había resuelto, dentro de todo, bastante bien ese choque cultural. El experimento funcionó durante 70 años, hasta que la cultura autoritaria surgió en 1930 y nunca más logramos recuperar el equilibrio -aunque más no fuera “actuado”- que habíamos tenido desde el fin del rosismo y de la guerra civil hasta la caída de Yrigoyen.

Javier Milei es, en ese sentido, una figura mixta. Educado en una cultura refractaria a los personalismos y a los liderazgos autoritarios (al punto de propiciar -en teoría- la directa abolición del Estado entendido como una entelequia de personas desiguales a los ciudadanos rasos (lo que él llama “casta”) tiene un carácter que naturalmente lo inclina hacia espasmos que a veces lo hacen aparecer como un autoritario.

Si bien él siempre dice que sus reacciones son actos de defensa frente a los ataques que recibe (cómo reaccionaría la víctima de cualquier ataque) a veces su verborragia y su terminología se pasan de la raya. Es más, más de una vez se ha disculpado por las reacciones que ha tenido.

Pero de todas estas experiencias el país debería tomar cuenta y volver más rápido que tarde al modelo que probó procesar con mayor sabiduría y pragmatismo las aspiraciones democráticas y republicanas de la civilización con los espasmos naturales de nuestra cultura pasionalmente jerárquica.

No juzgo aquí las intenciones que pueda haber tenido Raúl Alfonsín al impulsar las deformaciones de 1994. Solo digo que todos los mecanismos introducidos en la Constitución por la Convención de Santa Fe de aquel año para lo único que han servido es para crear una superestructura aún más infinanciable que la que había sin que se hayan constatado los beneficios de ninguno de sus aportes.

Es más, un proyecto que acomode las instituciones formales con las materiales debería eliminar la figura del vicepresidente para evitar que se produzcan los acostumbrados escandaletes argentinos que no tienen entidad de fondo pero que sí complican ese elemento inasible que es el índice de confianza social, pegando de lleno él y llenándolo de preguntas innecesarias.

El vicepresidente, existiendo y dependiendo de su grado de lealtad, se convierte en una figura “operable” por la oposición que puede tentarlo a conspirar contra el presidente para llegar al poder con el apoyo de aquella. También puede sentirse tentado a utilizar los resortes del Estado para armar una plataforma politica propia, ajena al presidente y al partido del presidente.

De nuevo: nuestra cultura personalista nos separa aquí del modelo norteamericano en el que sí se verifican vicepresidentes que, manteniendo el decoro y el lugar de su puesto durante la presidencia de otro, se presentan como opción de continuidad de un estilo, de un modelo o de un partido cuando el presidente ya no puede presentarse a una reelección.

Enonces, como conclusión: Alberdi fue un sabio del “adoptar y adaptar”. Tomó el modelo más exitoso del mundo en ese momento (lo sigue siendo aún hoy) y lo adaptó lo mejor que pudo a la personalidad nacional con la cual sabía que había que lidiar. El resultado fue una simbiosis exitosa hasta que los fantasmas de nuestro espíritu autoritario decidieron terminar con ella.

Alguna vez, en la previa de las elecciones que terminó ganando Alfonsín y siendo yo muy joven, escribí un ensayo que (entendiblemente) nadie quiso publicar habida cuenta del fervor “democratico” que se vivía en aquellos días. El título del ensayo era “La Democracia en la Argentina y el Espíritu Autoritario”. Conociéndome, alguno de ustedes seguramente podrá deducir facilmente cuál era la tesis de aquel trabajo. No sé por qué creo que, desde aquellos días hasta ahora, no aprendimos nada.

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