CORRUPCIÓN PODER Y RELATO

OPINIÓN

La ruta de Cristina Kirchner hacia la cárcel

Por
Jorge Hirschbrand

¿Por dónde pasa el 54? La pregunta era retórica, en tono canchero. Era la bajada de línea que había adoptado La Cámpora en todo el país para festejar la reelección de Cristina Fernández con el 54 % de los votos en 2011. Esos jóvenes sin experiencia, sin callos en los dedos, con zapatillas blancas inmaculadas y que se autopercibieron revolucionarios bajo la calidez del dinero y del poder, empezaban a ganar terreno en un movimiento que los había subestimado, con algo de razón.

Hasta su muerte, Néstor Kirchner los había mantenido a raya. Tenía a La Cámpora como un grupo de choque; fuerza bruta para disputarle la calle a los gordos de la CGT y doblar la apuesta si los gremios osaban desafiarlo. Pero no les daba espacio de poder; mucho menos, de toma de decisiones. No los veía aptos.

Todo cambió el 27 de octubre de 2010. Cristina, ya viuda en ejercicio, necesitaba construir su propio andamiaje, su tropa propia, su mesa chica; mirando de reojo a los exladeros de Néstor, que, además, eran los garantes de sus negocios. Los empezó a seguir de cerca para que a nadie se le ocurriera cortarse solo; para que nadie la jugara de librepensador con inquietudes y se animara a abrir su propio espacio de transacciones comerciales con fondos públicos.

Copó los organismos nacionales con miembros de La Cámpora. Les dio espacios de privilegio en las listas para el Congreso y, en casos como Mendoza, compró las voluntades del peronismo para que se sometieran a su voluntad. El poder de la billetera y de la lapicera.

El kirchnerismo ganó capilaridad. Estaba por todos lados. Se había convertido en una suerte de fuerza omnipotente que arrasaba con quien se animara a cuestionar los postulados nacionales y populares.

La corrupción se desembarazó del pudor. Se impuso un discurso psicópata y cargado de relativismos, donde el robo descarado de fondos del Estado era presentado como una necesidad estratégica para buscar el bienestar general en detrimento de ese enemigo imaginario llamado la “dereeeeecha”. Así, con una e estirada. Marca registrada de una narrativa que atrasaba, por lo menos, cincuenta años.

La militancia kirchnerista derivó en una especie de yihadismo argento: una cruzada dogmática destinada a imponer su visión frente a quienes no seguían a la lideresa de verba desbocada, capaz de seducir a mentes vírgenes de historia y formación. Un pensamiento incompatible con el ejercicio intelectual y despectivo hacia la evidencia empírica, y justificado siempre con el ambiguo y cómoda axioma: “Es más complejo”.

El kirchnerismo se terminó de convertir en religión y lo que alguna vez se conoció como peronismo devino en grupos de gobernadores infieles que lentamente se fueron divorciando para terminar casi en fuerzas opositoras. Intentaron esbozar la idea de un peronismo moderado y moderno. No prendió. Al menos, no para aspirar a la presidencia.

Cristina y La Cámpora dejaron sus huellas pegadas por todos lados. Fueron toscos y carentes de sutileza. La barbarie de quienes se sienten impunes e inmunes.

“La condenaron sin pruebas”, gritan impotentes. “Es todo político”, atacan en un esfuerzo estéril por evitar darse el lujo de discernir y reconocer que fueron víctimas de la radicalización, el cinismo y la necedad. No es fácil mirarse al espejo y reconocerse como un cretino. Solo es cuestión de sentarse desapasionadamente a leer las aproximadamente 1600 páginas de los argumentos que dio el tribunal oral que condenó a Cristina en la causa Vialidad.

Cristina presa es un punto de quiebre en la historia. Es, tal vez, la primera de las sentencias de estas características que irán llegando con el tiempo. Es poner tras las rejas (más allá de que pueda ser prisión domiciliaria) a la responsable de convertir a la obra pública en símbolo de corrupción; a la promotora del discurso de odio y de la conflictividad social; del escrache en Cadena Nacional; a quien, bajo una capacidad discursiva para hablar de corrido, hizo creer que bajo esa premisa no interesaba si el contenido era un compendio de incoherencias y falacias.

Es el desenlace judicial de décadas en que la política se convirtió en una herramienta al servicio del hampa; con postulados basados en lugares comunes y frases hechas; con voluntarismo, con eslóganes. Así, tal cual definía Raúl Alfonsín a los populistas: ramplones. Inescrupulosos.

Algunos se dieron cuenta rápido. Otros, los ingenuos, los que vieron un proyecto que parecía viable luego de la frustración que derivó en la crisis de diciembre de 2001, solamente querían creer.

Eran años de fingir demencia y seguir para adelante a pesar de las denuncias que ganaban espacio en las agendas mediáticas. Fueron aquellos que la vieron antes que nadie. Que entendieron que, detrás del canto de sirenas y de los sueños que proponía Néstor Kirchner, había un proyecto autoritario y corrupto. Una buena medida es estar más atentos; para que no vuelva a suceder. Ni por izquierda ni por derecha.

Casi dos décadas de degradación. Sin infraestructura, a pesar de los miles y millones de pesos pagados en rutas de la corrupción; con un sistema de salud pública arruinado; con la proliferación de bandas narcos, y con la educación basada en la romantización de la pobreza, de la grosería y de la cultura tumbera, como si estar en la cárcel fuera una virtud. Tal vez, Cristina gobernó con un spoiler de su final.

(EL SOL)




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