OPINIÓN
El anuncio de que Aerolíneas Argentinas alcanzará, por primera vez desde 2008, la autosustentabilidad sin subsidios estatales no es apenas una novedad contable: es una declaración de principios

Por Iván Nolazco
El anuncio de que Aerolíneas Argentinas alcanzará, por primera vez desde 2008, la autosustentabilidad sin subsidios estatales no es apenas una novedad contable: es una declaración de principios. Bajo la presidencia de Javier Milei, se empieza a desmantelar la arquitectura parasitaria que mantuvo cautiva a la Argentina durante décadas. El Estado, usado como botín por sindicatos voraces y políticos clientelistas, comienza a ceder ante una lógica más austera, más racional y, sobre todo, más justa para el contribuyente.
En este contexto, resulta inevitable mencionar al fallecido Papa Francisco, cuya mirada económica —cálida, pero profundamente errada— sirvió de abrigo moral a un estatismo incapaz de mirarse en el espejo de los hechos. Su defensa de Aerolíneas como “servicio público” fue un gesto poético, pero ciego: detrás de ese velo lírico se ocultaba una empresa colapsada, alimentada por impuestos que ahogaban al ciudadano de a pie, mientras unos pocos bebían tranquilo de la copa del subsidio eterno.
Francisco, sin dudas un hombre de fe, fue también un hombre de ideas, y como tales, algunas fueron nobles, pero otras peligrosamente ingenuas. Su cercanía con sectores sindicales y su simpatía por un Estado paternalista dejaron una estela de legitimación moral para quienes han convertido la política en una oficina de empleo perpetuo. Su fallecimiento cierra un ciclo, no sólo espiritual, sino también ideológico: se va una voz que, aunque influyente, hablaba desde un país imaginario que ya no existe.
El sindicalismo argentino, viejo zorro disfrazado de oveja, fue cómplice fundamental de ese simulacro. Gremios devenidos en castas, con dirigentes que olvidaron el sudor, con discursos oxidados que ya no conmueven ni al espejo. Convirtieron Aerolíneas en una trinchera de beneficios personales, en una república paralela donde la eficiencia era una herejía. Su lamento de hoy, teñido de slogans y amenazas, es menos protesta que nostalgia: saben que el tiempo del acomodo y la impunidad se desvanece.
Las medidas del gobierno no son una afrenta a los trabajadores, sino una digna defensa de los verdaderos trabajadores: aquellos que no necesitan pancartas ni peajes sindicales para existir; los que sostienen en silencio, y con dolor, a un Estado que los ha usado más de lo que los ha servido. El cierre de rutas vacías, la poda de estructuras absurdas, el fin de la plata fácil no son gestos de frialdad tecnocrática: son actos de cordura, de equilibrio, incluso de ternura por un país que supo estar roto y sigue, sin embargo, buscando sentido.
Hoy, el viejo orden tambalea. La fotografía del Papa junto a burócratas sindicales ya no convoca ni simpatía ni autoridad. Francisco ha muerto, y con él se apaga también una visión benévola pero ineficaz del Estado argentino. Su herencia espiritual quedará en los corazones, sí, pero su apuesta política merece, al menos, un ejercicio de honestidad: el modelo que defendía fue un fracaso, y el país ya no está para mitos.
El camino es claro: menos Estado, más libertad; menos sindicalismo prebendario, más mérito. Y los frutos comienzan a aparecer, calladamente, como la primavera que llega sin pedir permiso. Mientras algunos lloran el ocaso de sus privilegios, otros empiezan, por fin, a respirar el aire leve de una Argentina que, sin grandilocuencias, decide crecer.
(Tribuna de Periodistas)
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