LAS FUERZAS DEL CIELO: ¿ES DIOS DE DERECHA O DE IZQUIERDA?

OPINIÓN

Hoy, figuras como Javier Milei, José Antonio Kast o Donald Trump coquetean con esa vieja fantasía, sugiriendo que su llegada al poder no es fruto del azar ni del voto popular, sino de un designio superior

Por Bruno Álvarez

Independientemente de si se cree o no en Dios, resulta evidente que, de existir, no interviene en asuntos mundanos como la política. Por citar un ejemplo pertinente, los católicos sostienen que, detrás de la elección de un nuevo papa, se encuentra el Espíritu Santo guiando la voluntad de los cardenales. Pero si ese fuera el caso, ¿cómo se explican las elecciones de papas perversos e inmorales? A lo largo de la historia de la Iglesia, han ocupado el trono de San Pedro figuras tan cuestionables como Juan XII, elegido a los 18 años, cuya vida estuvo marcada por orgías, asesinatos y simonía; o Alejandro VI, de la familia Borgia, célebre por su corrupción, nepotismo y por organizar fiestas libertinas dentro del Vaticano. También está el caso de Urbano VI, cuya crueldad lo llevó a torturar y ejecutar a varios cardenales que se le opusieron. Estos ejemplos, lejos de ser excepcionales, revelan que incluso en los más altos cargos eclesiásticos pueden llegar al poder hombres guiados no por lo divino, sino por la ambición, la violencia o la depravación.

Parecía que había quedado atrás —al menos en gran parte del mundo occidental— la idea de que los líderes políticos fueran designados por voluntad divina. Durante siglos, los reyes justificaron su poder apelando al “derecho divino”, una doctrina que pretendía situarlos por encima de cualquier cuestionamiento terrenal. Sin embargo, esta noción, que creíamos superada, ha resurgido bajo nuevas formas. Hoy, figuras como Javier Milei, José Antonio Kast o Donald Trump coquetean con esa vieja fantasía, sugiriendo que su llegada al poder no es fruto del azar ni del voto popular, sino de un designio superior. Estos líderes políticos, en distintos momentos, han declarado que Dios los eligió para cumplir una misión trascendental, como si fueran instrumentos de una voluntad sagrada. Así, la política se vuelve teología, y la crítica se transforma, peligrosamente, en blasfemia.

La idea de este artículo surgió a raíz de una escena tan cotidiana como reveladora: durante las recientes elecciones legislativas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, mi madre llevaba un rosario en el bolsillo para que ganara determinado candidato. Su gesto, cargado de una fe inocente, me dejó pensando. ¿Realmente creemos que Dios interviene en elecciones políticas? Y si lo hiciera, ¿con qué criterios? Porque si no intervino en enero de 1933, cuando Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania —en una elección democrática que desembocaría en la mayor catástrofe del siglo XX—, ¿qué hace pensar que podría preocuparse por unas simples elecciones municipales? La Segunda Guerra Mundial, desencadenada por aquel ascenso al poder, dejó un saldo estimado de más de 70 millones de muertos. Si Dios no se manifestó entonces, cuando el mundo se convirtió en un matadero, ¿por qué lo haría ahora para inclinar la balanza en una banca más o una menos en la legislatura porteña?

Además, la idea de que Dios intervenga en las elecciones políticas plantea serios problemas filosóficos: por un lado, el libre albedrío, ya que, si Dios inclina la balanza hacia un lado u otro, estaría impidiendo el ejercicio de la libertad humana; y, por otro, su arbitrariedad: como en un partido de fútbol definido por penales, donde las hinchadas de ambos equipos rezan para que gane el suyo (restituyendo la alegría a unos y la frustración a otros), Dios no podría, de este modo, decantarse por un candidato. ¿O acaso los rezos de la izquierda valen menos que los de la derecha, o viceversa?

Sin embargo, más allá de la superstición, me parece una idea peligrosa; no, por supuesto, la fe de mi madre en un Dios que media en las elecciones (es una idea absurda, quizás, mas no peligrosa), sino q ue los propios candidatos, en pleno siglo XXI, sigan creyendo en ello. Porque, si este es el caso, al momento de tomar decisiones importantes, podrían convencerse de que sus acciones son correctas no por un análisis racional o un consenso social, sino porque piensan que Dios está de su lado. Esta creencia no solo cierra cualquier espacio para la autocrítica o el diálogo, sino que también puede justificar medidas arbitrarias o incluso autoritarias bajo la supuesta voluntad divina. Así, la fe deja de ser un ámbito privado y se convierte en una peligrosa herramienta de poder, capaz de legitimar desde políticas injustas hasta violaciones a los derechos humanos.

En definitiva, otorgar a Dios un papel activo en la política no solo es una fantasía peligrosa, sino un obstáculo para la responsabilidad humana y la democracia. Creer que un designio celestial justifica cualquier acción política es renunciar a nuestra capacidad de elección, de error y de aprendizaje. Y esa es, precisamente, la mayor tarea y responsabilidad que tenemos como ciudadanos.

(LOS ANDES)


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