EL EMPANONAUTA

OPINIÓN

Darín acaba de descubrir que los cascarudos de El Eternauta invadieron la rotisería


Por Iván Nolazco

En una escena que bien podría ser el inicio de una saga distópica, Ricardo Darín —el actor argentino que ha encarnado de todo, desde ladrones simpáticos hasta profetas del apocalipsis— irrumpió en la mesa de la centenaria Mirtha Legrand con una declaración que, según él, sintetiza la tragedia económica argentina: “Una docena de empanadas cuesta $48.000”. Y, como buen protagonista nacional, lo dijo con el tono de quien acaba de descubrir que los cascarudos de El Eternauta invadieron la rotisería.

Por supuesto, el comentario no tardó en incendiar las redes sociales, los programas de debate e incluso los pasillos del Ministerio de Economía. Porque, si algo faltaba en este país donde cada semana se reinventa la unidad de medida del desconcierto, era convertir la empanada en el índice inflacionario oficial. Así nació El Empanonauta, una versión moderna y desconectada del héroe de Oesterheld, cuya lucha ya no es contra invasores intergalácticos, sino contra la etiqueta del delivery.

En defensa del actor, es cierto que existen lugares donde la docena alcanza esos precios. Lugares donde cada empanada viene con salsa “trufada”, packaging escandinavo y, probablemente, una playlist de jazz en Spotify. Pero también es cierto que Darín no vive en una dimensión donde esas cifras reflejen la realidad del argentino promedio. Su mirada parece orbitada por una neblina palermitana en la que las empanadas no se compran, se curan en hornos artesanales y se acompañan con un vino naranja de uvas silvestres.

El problema no fue el precio en sí, sino el dramatismo con el que lo convirtió en ejemplo nacional. Como si esa empanada de $4.000 la unidad fuera el pan de cada día de millones. Como si el drama del país pasara exclusivamente por la boutique gourmet y no por el supermercado chino del barrio, donde los precios suben más que los ratings de Mirtha cuando hay escándalo.

Luis Caputo, ministro de Economía y ahora también sommelier de empanadas, no tardó en responder con una clase magistral de retórica a la parrilla: “Ricardito, quédate tranquilo que la gente come empanadas ricas por $16.000 la docena”. Una frase que pretendía calmar, pero que terminó añadiendo un nuevo capítulo al absurdo argentino. Porque, claro, ahora el debate nacional no gira en torno a la inflación o el ajuste, sino a qué tan rica debe ser una empanada para que su precio sea tolerable.

Lo verdaderamente cómico es que la discusión se centre en si Darín exageró el precio o si Caputo lo minimizó, como si entre ambos pudieran medir la temperatura real del horno económico. Es la clásica postal argentina: mientras uno lanza cifras como quien cita a Borges, el otro responde con consignas de clase media del conurbano, y el ciudadano de a pie —el que hace malabares para llevar algo a la mesa— queda atrapado en el medio, mirando una pelea entre dos realidades que no se parecen en nada a la suya. Porque, al final del día, ni Darín compra donde lo hace el pueblo, ni Caputo conoce la góndola del día a día. Pero ambos discuten como si sus anécdotas pudieran ocultar que el bolsillo nacional hace agua desde hace rato.

Mientras tanto, en algún lugar del país real, una familia compra media docena de empanadas, las estira con arroz y las divide entre cinco. No como metáfora de la resiliencia argentina, sino porque es lo que hay. Y desde esa realidad, las declaraciones de Darín suenan a ciencia ficción barata: un hombre adinerado que se indigna porque su empanada de lujo está cara, sin notar que esa queja, dicha en televisión abierta, es casi un insulto poético.

El Eternauta original hablaba de una lucha colectiva, de resistencia silenciosa frente al horror. El Empanonauta, en cambio, pelea solo, armado con una factura de delivery, desde la comodidad de un estudio de televisión. Su gran amenaza no es la nevada radiactiva, sino el chimichurri con sobreprecio. Y su tragedia no es la extinción humana, sino el aumento del combo de doce unidades con salsas premium.

Si Oesterheld viviera, quizá reescribiría su obra con un nuevo villano: la burbuja del privilegio. Y su héroe, lejos de ser un actor confundido por el menú de una rotisería de diseño, sería aquel que logra llegar a fin de mes sin convertirse en meme.

Mientras tanto, la empanada sigue ahí: crujiente, deseada, pero cada vez más lejana, convertida en un fósil de otra época. Y el país, como siempre, oscila entre el drama y el meme, entre la indignación y la risa.

(Tribuna de Periodistas)




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