OPINIÓN
La Argentina tiene un lamentable y a la vez frondoso archivo de situaciones de violencia social
Por Carlos Mira
La nueva discusión en la Argentina parece centrarse sobre “el clima de violencia” que se ha instalado en la sociedad a partir del sostenimiento legislativo al veto presidencial a la ley de financiamiento universitario.
La Argentina tiene un lamentable y a la vez frondoso archivo de situaciones de violencia social. Las consecuencias con las que ha salido de cada una de ellas han diferido según haya identificado o no a los responsables del inicio de la violencia.
El mismísimo comienzo de la organización nacional estuvo ligado a la exactitud con la que la sociedad de aquella época identificó a la plaga rosista como el huevo de la serpiente de la violencia, la muerte y la discordia. Al haber identificado bien al “iniciador” del problema pudo implemnetar el magnifico remedio de la Constitución de 1853 que iba a darle casi un siglo de gloria a la Argentina.
En otras ocasiones el haber entrado en un profundo estado de confusión respecto de las responsabilidades que tenían los sectores sociales que se enfrentaban, la llevaron a sufrir efectos que continúan hasta el día de hoy, producto de mentiras repetidas, de relatos inventados y de un sistemático esquema de adoctrinamiento juvenil destinado a instalar una realidad que jamás existió.
Lo que ocurrió en los ‘70 fue un drama en sí mismo para la Argentina, pero las consecuencias de haberlo tratado sobre la base del aprovechamiento político y la mentira histórica generó un mal tanto o más dañino que los propios hechos.
Cualquier país inteligente tomaría nota de los efectos de tan trágico error y trataría de no volver a cometerlo. Pero, claro, estamos hablando de la Argentina, el único país del mundo que completó un camino inverso al lógico: en lugar de ir del subdesarrollo al desarrollo fue del desarrollo al subdesarrollo.
Ahora, nuevamente, se ven los primeros atisbos de interpretar lo que está ocurriendo sobre bases no solo mentirosas sino, directamente, malintencionadas. En efecto, mucha parte de la sociedad y de los medios de comunicación están volviendo a caer en el error de no distinguir quién INICIÓ el camino de la violencia y quien está tratando de RESISTIRSE a ella.
La aparición en la vida política argentina del “fenómeno Milei” ha traído un efecto disruptivo sobre las reacciones a las que los argentinos estaban acostumbrados. El presidente ha puesto en la superficie un sistema de engaño demagógico que además de estafar a millones (convenciéndolos de que se los estaba ayudando) saqueaba las arcas públicas a tal grado que llevó a más de la mitad del país a vivir en la pobreza.
Prácticamente no hay actividad social que no se haya visto impactada por este perverso sistema armado para robar. Detrás de cada “programa” y de cada acción para cimentar la idea del “estado presente” había un curro del que vivían decenas de miles.
Muchos de ellos, incluso, eran los mismos que armaron el esquema de engaño sobre lo que había ocurrido en los ‘70 y otros eran los que habían recibido el adoctrinamiento del engaño.
Ese doble juego de personajes fue muy ostensible, justamente, en la educación pública, muy especialmente en la universitaria y terciaria.
Allí se amontonaban los beneficiarios del montaje relatado sobre los ‘70 y los que, con sus cerebros semi-vírgenes (digo “semi” porque ya venían con una base amplia de adoctrinamiento recibida en la escuela y el colegio) recibieron la descarga de odio mentiroso e ideológico con el que los arquitectos de aquella década infame y sus herederos pensaban prolongar su hegemonía de pensamiento.
Obviamente una parte de ese objetivo necesitaba dinero para financiarlo y los ingentes recursos universitarios no eran nada desdeñables.
Carlos Zaninni, uno de aquellos “revolucionarios”, en su carácter de Procurador del Tesoro del impresentable gobierno del dúo de los Fernández, sacó a las universidades del conjunto de dependencias públicas sujetas a la auditoría de la AGN, con el grosero propósito de desviar hacia allí fondos que, por un lado, tuvieran el sensiblero justificativo de “apoyar la educación pública” y, por el otro, retirar la vigilancia que sobre esos dineros de todos los argentinos debería haberse llevado a cabo.
De hecho, ese mecanismo de llevar dinero hacia universidades de muy escaso prestigio (y sobre las cuales pesa la sospecha de que fueron creadas ad hoc también para robar) fue utilizado hasta el cansancio para seguir financiando el relato kirchnerista sea desde la la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo o desde las estrambóticas ficciones de Andrea del Boca.
Que los muchachos se pongan nerviosos frente a un gobierno que, como ideal de máxima viene a cortarles el curro y, de mínima, a exigirles que muestren la documentación que respalda los gastos, es bastante normal.
Lo que vuelve a no ser normal es la ostensible pretensión de muchos de poner en un pie de igualdad, por un lado, la violencia demostrada por los que ven sus intereses amenazados y, por el otro, las posturas del presidente que ha salido a calificarlos con gruesos adjetivos que, no por el hecho de que nadie se haya animado a usarlos hasta ahora no significa que no sean ciertos ni perfectamente aplicables a estos sujetos que habían descubierto un buen yeite para vivir de los demás sin dar explicaciones.
Por el lado de los “estudiantes” (y pongo la palabra entre comillas porque muchos de “estudiantes” solo tienen la máscara) la sociedad tampoco debería volver a caer en el engaño de creer que ese “status” otorga un traje de teflón frente al cual resbalan todos los cuestionamientos.
Al contrario -lamentablemente- con el dinero de todos los argentinos se ha estado financiando la “producción” en serie de cabezas de termo con ínfulas intelectuales (la peor clase de cabezas de termo) que son los que han alcanzado los lugares de dirección del país, orientándolo -como no podía ser de otra manera- a un estrepitoso fracaso en términos de desarrollo, nivel de vida y tranquilidad pública.
Si todo lo que han vivido los argentinos no ha sido suficiente aún como para formar una masa social determinada que tenga la fuerza suficiente para identificar impostores y para distinguir quiénes son los que empiezan la violencia, quiénes usan la violencia y quiénes instigan a la violencia, entonces habrá que concluir que el argentino es un pueblo que no aprende con nada.
La sola posibilidad que un conjunto de imberbes vuelva a ser el ariete con el cual el dramático cambio que necesita la sociedad es abortado, es de una alarmante gravedad. También lo es que los argentinos vuelvan a creer la indignante mentira de que la “gratuidad” de la universidad beneficia a los hijos de los obreros. Pocas mentiras han sido más flagrantes que esa: los números demuestran más allá de toda duda que allí no llegan los “hijos de los obreros” y de que el presupuesto público se malgasta en subsidiar a quienes vienen de pagar colegios privados o en los que podrían hacerse cargo de “bancar” ellos (con la de ellos) a un chico sin recuirsos que quiera estudiar. Pero claro “con la mía no se jode”: mejor disimulemos todo en el barro del colectivismo para que yo me la pueda dar de socialista con la guita de los demás.
Ante estos evidentes amagues, ya mismo, todos los medios de comunicación, las fuerzas vivas de la sociedad, las asociaciones civiles, las asociaciones profesionales, los representantes de las principales instituciones del país deberían estar señalando a ese foco de revolucionarios de pacotilla como el embrión que quiere producir disturbios, agitar la discordia y generar el tumulto en el que puedan pescar algún beneficio.
El solo hecho de que, no solo no se está produciendo esa saludable consecuencia, sino que haya muchos que pretenden equiparar las reacciones del presidente a las acciones destituyentes de estos sectores “foquistas”, enciende una poderosa señal de alarma en la Argentina.
El país, con todo lo que vivió en su historia, se supone que ya debería haber desarrollado esa gimnasia subconsciente que le permita separar la paja del trigo y distinguir drásticamente a aquellos que comienzan la violencia de aquellos que la identifican y la enfrentan.
(The Post)
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