CUARENTA AÑOS EN EL BANQUILLO

OPINIÓN

El empresario Alejandro Reynal fue sobreseído hace unos meses de un proceso iniciado en 1982 que mostró los peores vicios de la justicia federal y la potencia de la maquinaria kirchnerista

Por Hernán Iglesias Illa

En marzo de este año, la jueza María Servini de Cubría dictó el final definitivo de una causa cínica y rocambolesca que duró más de 40 años y que tuvo como protagonistas a Eduardo Saiegh, arquitecto y empresario, y a Alejandro Reynal, empresario y vicepresidente del Banco Central a principios de los ‘80. Durante todo ese tiempo, Saiegh acusó a Reynal de robarle un banco mediano pero tramposo que fue liquidado por el Banco Central en 1980, y en el camino se inventó mil historias delirantes: entre ellas, que era el dueño legítimo de Austral Líneas Aéreas, que había sido detenido y torturado por un grupo de tareas y que Reynal era el ejecutor un plan de la dictadura para perseguir banqueros judíos. Mintió siempre, y casi todo los involucrados en la causa sabían que estaba mintiendo, pero tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que el sistema finalmente dijera la verdad.

Lo ayudó a mantener la mentira la máquina ideológica del kirchnerismo, cuyo relato transformó a Saiegh en una víctima del terrorismo de Estado y a Reynal en un cómplice civil de la dictadura. Con ese disfraz Saiegh se paseó durante años por 678 y por toda la prensa kirchnerista, donde su historia nunca fue cuestionada, al igual que en trabajos académicos, homenajes institucionales y documentos oficiales. El kirchnerismo usaba a Saiegh para expandir su guerra ideológica y Saiegh usaba al kirchnerismo para intentar cobrar los 113 millones de dólares que le reclamaba al Estado.

Las idas y venidas de todo el proceso están documentadas con enorme detalle en Querida Andina, un libro reciente de Jorge Bustamante, que buceó en la causa y en decenas de archivos para probar una por una las mentiras de Saiegh, la indecisión de jueces y fiscales y la potencia propagandística del kirchnerismo en su apogeo. En 2011, en el peor momento del alud mediático y judicial, Bustamante desempolvó su título, volvió a matricularse como abogado y participó como investigador en la defensa de su socio y amigo. El resultado, estructurado como una serie de cartas a Andina, la hija menor de Reynal, son 400 páginas que se leen como un thriller deprimente, porque muestran unas instituciones argentinas tomadas por la ideología (en el caso de los malos), la corrupción (en algunos casos) y el miedo (en el caso de los buenos). Es una historia con pocos héroes, varios villanos y muchos mediocres.

El origen de todo está en 1980, cuando una serie de bancos pequeños y medianos empezaron a caer por los manejos ilegales de sus propios dueños, que habían tomado depósitos prometiendo tasas exorbitantes y habían prestado esa plata a empresas propias, en muchos casos fundidas. Como los depósitos estaban garantizados, si los ahorristas reclamaban lo suyo estos banqueros le pedían ayuda al Banco Central, que los cubría, y coimeaban a los inspectores para ocultar sus desmanejos. En un momento la situación se hizo insostenible y las autoridades empezaron a obligar a estos bancos a cerrar. Los casos más resonantes fueron los del Banco de Intercambio Regional, de la familia Trozzo; el Banco Los Andes, de la familia mendocina Greco; y el Banco Oddone, de Luis Oddone. Todos ellos tuvieron después que enfrentar a la justicia.

Un caso menos conocido en su momento fue el Banco Latinoamericano, de Eduardo Saiegh, un arquitecto y desarrollador inmobiliario que había comprado el banco poco antes y usaba las mismas prácticas de sus colegas: tasas inverosímiles para los plazos fijos, préstamos a empresas propias, pedidos de ayuda al Estado. Cuando la amenaza de descalabro se hizo difícil de esconder, el Banco Central le pidió a Saiegh que capitalizara su empresa o encontrara un comprador. Tras fracasar estas opciones, se procedió a liquidar el banco y pedir su quiebra. Un caso en apariencia simple y técnicamente sólido, pero que tardaría más de 40 años en aclararse.

Empiojó la situación un episodio estrafalario dentro del Banco Latinoamericano. En los mismos días de 1980 que estaba siendo investigado por el Banco Central, Saiegh descubrió que el jefe de su mesa de inversiones, un tipo de apellido Guerrero, le estaba robando plata. Su manera de reclamarle fue secuestrar a Guerrero y a su mujer durante un día en las oficinas del banco y hacerlos firmar la transferencia de los bienes que el matrimonio había comprado con la guita afanada. Saiegh hizo un pacto de silencio con su empleado (yo no te denuncio, vos no me denunciás), pero el rumor del secuestro llegó a la División Bancos de la Policía Federal (ya no existe), que se apersonó en la sede del Banco Latinoamericano, ese edificio setentoso de ventanas chiquitas en Córdoba y Alem, y se llevó detenido a su dueño. Intervino un juez, que liberó a Saiegh después de una semana. Esta detención, que fue por secuestrar a un empleado, no por vaciar su banco, es la que usaría casi 30 años después para vestir su reclamo como un caso de lesa humanidad.

En 1982, Saiegh denunció a Reynal y a otros por extorsión por haberle robado un banco que no tenía ningún valor, porque estaba quebrado (casi dos tercios de sus préstamos estaban calificados como incobrables). Declaró que la motivación real de Reynal era recuperar el control de Austral, que su primo William en realidad había perdido cuando la empresa había sido estatizada. Y para justificar esto dio una serie de argumentos y documentos que resultaron ser falsos o incomprobables pero que permitieron a la causa seguir viva mucho tiempo. En artículos recientes de medios kirchneristas todavía se dice que Saiegh era el verdadero dueño de Austral, una fantasía absoluta que se desmiente sólo mirando la cronología de los hechos.

Falta de quiebra

Otro detalle insólito que mantuvo viva la denuncia de Saiegh fue que al banco nunca se le declaró la quiebra. Cuando la jueza comercial a cargo estaba a punto de hacerlo, a fines de 1983, un emisario de Raúl Alfonsín, que había ganado las elecciones y se preparaba para asumir como el primer presidente de la nueva democracia, convenció a la jueza de suspender la declaración de quiebra. La razón era que Bernardo Grinspun, primer ministro de Economía de Alfonsín, había sido vicepresidente del Banco Latinoamericano mientras Saiegh cometía sus chanchadas, y la noticia de la quiebra (con su consiguiente inhabilitación para Grinspun) habría sido un escándalo.

Una curiosidad del caso Saiegh es que muchos de sus defensores kirchneristas lo presentaron después como un luchador contra la “patria financiera”, cuando en realidad era lo contrario: un emblema de los financistas que mezclaban negocios turbios con apoyo político para conseguir impunidad. Mientras destrozaba el balance de su banco, con préstamos incobrables a empresas propias, Saiegh tenía en el directorio al general Jorge Shaw, muy conectado con el Ejército, a un dirigente radical (Grinspun) y a un dirigente peronista (Eduardo Setti), que le cubrían las espaldas. Abusó del sistema, se aprovechó de las garantías del Estado, cuyos rescates pagaron todos los argentinos, y compró impunidad nombrando personas bien conectadas. Difícil encontrar una definición más ajustada de patria financiera, pero aun así años después se consideró una víctima y encontró una tribu crédula e interesada que jamás le cuestionó un detalle de su historia.

Aquella primera causa de Saiegh duraría 18 años, con una enorme cantidad de recursos, apelaciones y decisiones revocadas (un clásico de Comodoro Py), que incluyeron un pedido de prisión preventiva en 1991 para Reynal y terminarían con su sobreseimiento definitivo, por prescripción, a mediados de 2000. Años después, algunos de los jueces y camaristas involucrados en esta fase del proceso le pedirían disculpas al propio Reynal, por no haberse atrevido a hacer lo que sabían era lo correcto.

Saiegh, sorpresivamente, aceptó su derrota, pero porque ya estaba planeando su próxima estrategia, que era cobrar del Estado por la vía de la Procuración del Tesoro, donde presentó un reclamo que pasó con éxito todas las ventanillas intermedias. Cuando se acercaba a las últimas instancias, en 2007, saltó el escándalo de su colega Greco, que había hecho el mismo camino y estaba a punto de cobrar sus propios millones de dólares. Sólo faltaba la firma de la ministra Felisa Miceli, pero un reclamo de los senadores Ernesto Sanz y Gerardo Morales sacó el caso a la luz y frenó el pago. Tras la renuncia de Miceli (por otra razón) y dos ministros de Economía efímeros, el nuevo ministro, el olvidado Carlos Fernández, se negó a pagarle a Saiegh y archivó el caso. Saiegh, enfurecido, acusó a Fernández de “antisemita”.

El Plan C

Ahí fue cuando el arquitecto banquero, tras ver fracasados su Plan A y su Plan B, se inventó un Plan C: volver a denunciar a Reynal pero esta vez como víctima (“judío y peronista”: así se definía) del terrorismo de Estado. Aprovechó el clima de época y su amistad con el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, para volver a hacer avanzar su reclamo, otra vez en Comodoro Py, pero ahora en clave de lesa humanidad. Aquella vieja detención de una semana por haber secuestrado a su empleado ladrón se transformó en un secuestro parapolicial donde lo torturaron para que firmara la entrega de su banco a Reynal. Ya habían pasado casi 30 años de los hechos y Saiegh nunca había dicho nada sobre las torturas, ni siquiera a su familia (su hermano Miguel era un político peronista casado con Graciela Giannetassio, ex vicegobernadora bonaerense). Cuando le preguntaron por qué guardó silencio tanto tiempo, dijo que en los ’80 le había contado las torturas a Ernesto Sabato, por su rol en la Conadep, pero Bustamante contactó a la familia de Sabato y no hay ningún registro de la denuncia o la conversación.

Saiegh también sumó su caso a los de Osvaldo Sivak y Mario Neuman, secuestrados y asesinados por una banda de policías años más tarde, para decir que el objetivo de Reynal y la dictadura era “perseguir a banqueros judíos”, a pesar de que Neuman no era banquero, que esa banda también había secuestrado y asesinado a empresarios no judíos (como Eduardo Oxenford) y que estos episodios habían ocurrido ya en democracia. Además, dijo que Reynal había fundado banco de inversión MBA, años después uno de los más importantes de Argentina, con la plata robada al Banco Latinoamericano. Lo cierto es que al principio, y durante varios años, MBA no fue más que una consultora con cuatro personas (dos de ellas, Reynal y Bustamante) y una secretaria en una oficina del microcentro.

La nueva fase del caso no sólo tuvo apoyo político del kirchnerismo sino del propio Estado, porque la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación se presentó como querellante en la causa: es decir, una oficina del Estado demandaba a otra (el Banco Central) que le pagara más de 100 millones de dólares a un particular, a pesar de que no podía presentar ni una prueba sobre lo que decía. El organismo liderado por Duhalde, quien una y otra vez dijo que Saiegh había sido víctima de terrorismo de Estado, contribuyó además a crear el andamiaje intelectual del “desapoderamiento de empresas”, parte del intento del kirchnerismo por ampliar los crímenes de la dictadura a la esfera económica y fortalecer la justificación del apellido “cívico-militar” al régimen de 1976-1983.

En esos años la secretaría publicó documentos como “Responsabilidad civil en delitos de lesa humanidad”, del que participaron figuras como Horacio Verbitsky, el fiscal Federico Delgado y el investigador del CONICET y “experto en deuda y derechos humanos” Juan Pablo Bohoslavsky. Sobre Delgado, que calificó el caso Saiegh como “pillaje organizado”, Bustamante escribe en su libro que era (murió el año pasado) “un hombre honrado pero ingenuo, que sucumbió a la nefasta combinación del relato del banquero judío y peronista con sus propios prejuicios”. En 2022 la misma secretaría, ahora liderada por Horacio Pietragalla, reeditó el librito donde se insiste en que Saiegh “tenía una significativa participación en la línea aérea Austral” (no tenía nada) y que la liquidación del banco “benefició a empresarios vinculados al BCRA” (no benefició a nadie). La Comisión Nacional de Valores, presidida por Alejandro Vanoli, luego presidente del Banco Central, hizo su propio documento, otra vez usando como única fuente la fábula de Saiegh. La Unidad de Información Financiera (UIF), manejada por kirchneristas, también se sumó a la lapidación de Reynal y se presentó como querellante. En 2013, Verbitsky y Bohoslavsky publicaron Cuentas pendientes: los cómplices económicos de la dictadura (Siglo XXI), un libro donde insisten con la misma versión, a pesar de que nada de todo eso había sido considerado por la Justicia federal, que mantenía vivo el expediente sin probar nada pero con constantes recursos a la necesidad de continuar la investigación.

Estas demoras sin dudas irritaron a Saiegh, que tras el apoyo de Duhalde creía que la detención de Reynal y el pago de sus 113 palos serían inminentes. Pero el primer fiscal que le tocó, Carlos Rívolo, no vio nada interesante en el expediente. Los medios kirchneristas lo defenestraron y lograron sacarlo de la causa, que después cayó en Eduardo Taiano, quien sí se entusiasmó y la aceleró, pero el juez Oyarbide dijo que no había carne en el reclamo de Saiegh. Apelaciones, recursos, cámaras: Eduardo Freiler, cercano al kirchnerismo, luego destituido, se lava las manos, pide seguir investigando. Vuelve a Taiano, ahora con Servini de Cubría como jueza, y hace un camino similar. Pero todos saben que no hay nada. Sólo Freiler y Alejandro Slokar, dos jueces de Justicia Legítima, obedientes al kirchnerismo, insisten con hacerle respiración artificial a un expediente sin pulso. Pasan los años. En los pasillos de Comodoro Py ya no toleran a Saiegh, le cierran la puerta en la cara, quieren que todo se termine. Lo que finalmente ocurrió ahora, en marzo, con la firma final de Servini tras una negativa de la Corte Suprema, 42 años después de la primera denuncia.

En el camino, Reynal se convirtió en un banquero exitoso, socio de los principales bancos de inversión del mundo, asesor de las mayores empresas argentinas, pero con una espina que no se podía quitar. En los ‘90 tuvo un infarto a causa del stress que le generaba el interminable proceso judicial. Le pusieron un stent. En 2007 tuvo que renunciar a la presidencia de ArteBA, antes de asumir, por las protestas de artistas que lo acusaban de lo mismo que el kirchnerismo, basándose en las fábulas de su denunciante. El año que viene cumple 80 años: la causa judicial le pinchó la mitad de su vida. Saiegh, por su parte, vivió atado a una cruzada que se transformó en su obsesión, su Fitzcarraldo. Hasta el último momento dio entrevistas recitando su evangelio, a veces contradictorio, con la esperanza de cobrar esos 113 millones de dólares. Para no quedar mal con sus interlocutores de izquierda decía que la plata no le importaba, y anunció hace la creación de un fideicomiso: si finalmente le pagaban, iba a usar el dinero para “financiar proyectos productivos” en América Latina. Murió en 2022, a los 85 años.

Saiegh ya no está pero queda su versión falsificada de los hechos. Los diarios de izquierda siguen publicando su historia como verdadera. El DiarioAR informó sobre su muerte insistiendo en cosas que la Justicia ya había dicho que eran falsas. El Cohete a la luna siguió imaginando conspiraciones. En Página/12 mantuvieron la lealtad y la fidelidad a este “peronista y judío” bastante chanta, pero sin dudas perseverante y decidido, que se disfrazó de torturado para cobrar una indemnización. ¿Hay acaso una mayor burla a los torturados reales que haber fingido ser uno de ellos?

Bustamante cierra su libro sin acusaciones ni rencores. Quiere ser apenas un testigo, una fuente de documentación y un analista de datos que pone en negro sobre blanco una historia delirante, con mil derivaciones, que ni el periodismo ni la política ni la Justicia tuvieron la pericia o la fortaleza para dilucidar más rápido. Si Saiegh estuviera vivo o si el kirchnerismo no hubiera entrado en declive, probablemente su expediente hoy seguiría dando vueltas por Comodoro Py. Tomemos la resolución del caso como un cambio de época, que llega tarde, sobre todo para Reynal, pero que por lo menos nos acerca a la verdad.

(Revista SEÚL)


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