IMPRESCINDIBLE

CULTURA 

Un cuento de Osvaldo Ardizzone

Desde la llegada de ese sobre se sentía otro, como si bruscamente le hubiesen cambiado la vida. Es que nunca pensó que podía llegar ese momento, que podía enfrentarse a ese trance. Por eso andaba por la casa pensativo, con la mente invadida por mil conjeturas, leyendo y releyendo el texto del telegrama...

¡Con tan pocas palabras cuánto expresaba...! “Esta institución cumple en informarle a usted que, a partir del 31 de diciembre próximo, ha sido declarado prescindible”. Era esa palabra la que le dolía muy hondo, la que avergonzaba con ese mensaje de humillante menoscabo, de vergonzante postergación.

¿Qué es prescindible? Lo innecesario, lo ocioso, lo inútil, ¿por que no? Sí, lo inútil, el trasto que puede ir al desván de los rezagos porque ya no cuenta para la vida útil... Según los alcances de ese telegrama, estaba amortizado. ¿Qué pensaría Laura, su mujer, sus hijos, sus amigos, la gente, toda la gente?

Por otra parte, ¿era justa la decisión? ¿A los treinta y tres años un hombre puede ser prescindible? Seguramente el nuevo técnico habrá informado que no estaba en sus planes, que necesitaba otro tipo de jugadores, y, frente a ese argumento, de nada valía la historia, de nada el pasado, todo lo que le había dado al club en tantos años... Y admitió que nunca se había detenido a reflexionar sobre ese tipo de situaciones, ni siquiera había reparado en el caso de algunos compañeros.

¿La gente común? No, la misma situación en la gente común es distinta, porque un trabajador común puede ser prescindible en una actividad y útil en otra, pero un jugador, un jugador es nada más que un jugador, carece de alternativas. Además, su vigencia depende de la opinión de los demás. Una vez le contaron que un tal Pirandello había escrito un tema sobre la celebridad, en el que sostenía que los hombres famosos se convierten en estatuas públicas, de esas que están en las plazas a las que todos se asoman para encontrarles las llagas. las inperfecciones, porque su vida les pertenece a los otros, que es como vivir -decía el tal Pirandello- con las puertas del dormitorio abiertas de par en par.

Así transcurrían los dias de Juan Carlos Mendone desde que había recibido ese telegrama, desde que la palabra p-r-e-s-c-i-n-d-i-b-l-e se habra instalado en su vida. Transitando la casa con el aire ausente, eludiendo el diálogo con Laura, siempre absorto en sus cavilaciones, como buscándose respuestas. Así eran los insomnios, asi eran las prolongadas vigilias, cuando, sin proponérselo, regresaba a los queridos momentos en los que era imprescindible, cuando los homenajes, cuando los aplausos, el asedio de los periodistas, el estallido del flash.

La turbadora solicitud de las cámaras de la televisión... Esperaba que la casa esté en silencio, que se escuchase nada más que la respiración acompasada de los que duermen y entonces, en puntas de pie, sigilosamente, se dirigía al comedor para inaugurar su diario y nocturno oficio religioso. Cuando acudía a toda la colección de álbumes en los que Laura archivó, con afectuosa minuciosidad, toda su vida pública, toda su existencia célebre, todas las fotos, con su sonrisa joven, aquel gol de taco, aquel reportaje a cuatro páginas, el momento de recibir el trofeo, la copa...

Fue esa noche cuando Laura reparó que Juan Carlos no estaba en la cama. Sobre la mesa de luz, el despertador señalaba las tres de la madrugada. Y, entonces, advirtió ese tenue rayo de luz que se filtraba por la puerta apenas entreabierta del dormitorio. Casi a tientas, extremando el sigilo, Laura se dirigió al comedor. Allí estaba Juan Carlos dormido entre tanta rica historia. Allií estaban las fotos, las notas, los reportajes distribuidos sobre la mesa, como acunando el sueño de un chiquilín fascinado por el relato de un cuento de hadas, de duendes, de magos, de gnomos...

Y entre tanto ensueño, el telegrama que lo explicaba todo. Conmovida le acarició dulcemente la nuca. ¡Pobre Juan Carlos! En esos oficios nocturnos se encerraba en el comedor para encontrarse con el otro, para buscarlo al otro. Por eso los silencios, por eso las cavilaciones. Pero era ella quien tenía que demostrarle que el otro no era el mejor, sino la estatua de ese Pirandello que le habían contado una vez.

Es que él había vivido siempre para el otro, sumergido en ese torbellino de homenajes, de éxitos, de lisonjas que hasta lo tomaron indiferente para la verdadera vida. ¿Acaso no la había postergado también a ella? Semidespierto, Juan Carlos la escuchaba atónito, como el chiquilín sorprendido en falta, mientras Laura seguía hablándole con la voz cada vez más encendida, recordándole que él seguía siendo el mismo para ella, que todavía quedaban un montón de cosas por hacer, que faltaba mucho, mucho para llegar a al prescindible de ese telegrama absurdo.

Le gritó con la voz más conmovida que, a despecho de los balances, de los mejores y los postergados, de los prescindibles y los imprescindibles, de los triunfadores y los fracasados, la vida sigue... Que el hombre no viene al mundo sólo a marcar goles y batir récords.

Ante la mirada cada vez más sorprendida de Juan Carlos, Laura comenzó a llenar el tacho de basura con todos los trofeos de esa vida célebre. Después los roció con alcohol y les prendió fuego, ante la mirada cada vez más atónita de Juan Carlos, que intentaba detenerla. Pero Laura continuaba arrojando más fotos al fuego, más reportajes, más celebridad, más fama, más halagos, más vanidades.

En el paroxismo de la reacción frenética, Laura era incontenible. Vení, ayudame a quemar todo esto que te impide vivir libre. ¿No te das cuenta que vivís para el otro? Quemalo, acabá con él, hay otra vida, Juan Carlos, la común, la de toda la gente. Animate, mirá lo que hago con el telegrama, al fuego, al fuego con todo... Al resplandor de las últimas llamaradas, se estrecharon fuertemente sin pronunciar una sola palabra. Así permanecieron unos minutos, como si celebrasen un reencuentro o, mejor, como si hubiesen descubierto una nueva vida, purificados, con ganas de mirarse a los ojos...

Laura abrió la ventana de par en par. Afuera, amanecía. Ella le propuso, sonriendo, lanzar las cenizas al aire para que no quedase nada de todo aquello, como en algunos rituales bárbaros. Juan Carlos le sugirió que se vistiese, irían a desayunarse por ahí, a cualquier sitio. Le dijo que tenía ganas de meterse en esa vida de todos los días, de andar entre la gente de carne y hueso...

Osvaldo Ardizzone. Su nombre y apellido es Osvaldo Bramante, y el Ardizzone, que proviene del abuelo materno, fue adoptado como identidad periodística. Pasó por las redacciones de El Grafico, Goles, Humor, Vosotras, Tiempo Argentino. Publicó poemas y editó canciones y tangos que constituyen el fundamento del espectáculo “¿Sabés?: Quería decirte”, que con su actuación protagónica fue representado en Buenos Aires y salas del interior. 1919-1987. 

(EL GRÁFICO)


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