CULTURA
Exquisitos, formidables, riquísimos
Por Walter R. QuinterosElvira Suárez se casó a los veintiún años con el hijo del puestero de la estancia "Don Rosendo" a quien todos en el pueblo llamaban "el vasco" Irigarribia. Había sido su primer novio, su único hombre.
A él le hizo sus primeros bombones de chocolate rellenos copiando recetas de su abuela Paula.
Discutió varias veces con su padre porque él nunca quiso al vasco como su compañero. Le decía que era un bruto, un cabeza dura.
Discutió varias veces con su padre porque él nunca quiso al vasco como su compañero. Le decía que era un bruto, un cabeza dura.
El matrimonio duró quince años.
Porque el vasco murió una tarde de otoño, cuando cayó de cabeza desde su caballo pangaré.
La madre de Elvira tenía artritis. La llevaron sus hermanas.
Su padre, ya viejo, cansado y jubilado también se fue con ellas.
Elvira tenía dos hijos varones.
Por un tiempo ellos siguieron cumpliendo con las tareas de su finado padre.
Después, Cristian, el hijo mayor, se enroló en la Armada. Era un eficiente suboficial destinado a cumplir tareas en una nave torpedera.
Mauro, era dueño de un miembro asombroso y por eso, una señora mayor a cambio de largas noches de placer, lo llevó a vivir a la ciudad. Y lo llevaba de vacaciones al mar.
Elvira, tenía cuarenta y seis años cuando quedó sola en la casa de campo.
Cobraba la pensión, los hijos le enviaban dinero, decía que nada le faltaba.
La abordaron varios hombres por su madura belleza.
A todos los rechazó. Con su sonrisa amplia y abierta, blanca, como ramillete de novia.
Hombres casados, no. Solteros, no. Divorciados, no. Viudos, no. Separados, no. Rubios, no. Morenos, no. Colorados, no. Con mucho dinero, no. Con poco dinero, no. Ni altos, ni bajos, ni con ojos azules, ni marrones, ni negros, no. Al médico clínico, no. Al ingeniero agrónomo, no. Al veterinario, no. Al poeta de los endecasílabos, no. Al mecánico de piropos apasionados, no.
No, no y no. Muchas gracias caballero por prestarme su amable atención.
Elvira hacía las compras y todos murmuraban, nadie se atrevía a preguntarle nada.
No tenía amigas, solo algunas conocidas, eso alimentaba la máquina de chismes.
No concurría a la Iglesia. Estaba enojada con Dios y sus hermanas por la muerte de sus padres en un lejano geriátrico.
Había que verla caminar para imaginarla desnuda en la cama. Sonrisa atrayente, modales elegantes, carnes vigorosas, cabello suelto, pollera al viento.
La espiaban, estaba sola. Vivía sola. Sola, lo que se dice sola, tampoco. Cuatro gatos, dos perros, un caballo rosillo viejo al fondo, al lado del granero, y los ratones de siempre. Por el maíz, los ratones vienen por el maíz, decía.
A veces venían sus hijos a visitarla.
Ella preparaba unos ricos bombones de chocolate rellenos para convidarlos.
Preparaba los moldes. Los limpiaba con alcohol y los secaba. Derretía el baño de repostería, templaba el chocolate elegido. Colocaba una pequeña cantidad en cada hueco de los moldes. Realizaba unos suaves movimientos, para que se cubran de chocolate. Cuando comenzaban a orearse, los rellenaba. Utilizaba una bolsita o una manga para eso. Empujaba el relleno a la punta para que salga con facilidad. A veces mezclaba dulce de leche con algún licor o cognac para darle un toque especial. Pasas de uva, nuez, almendras. Finalmente, los dejaba secar y los desmoldaba. Los decoraba cantando canciones de Mari Trini.
Cristian la hizo abuela, cerca de la Navidad. El niño fue bautizado como Ignacio Irigarribia.
Mauro, sonriente, le mostró el auto importado que le regalaron algunas señoras de la ciudad, por sus servicios sexuales descontrolados.
Cristian murió en la guerra. Ahogado en las frías aguas del Atlántico.
Mauro, murió al año siguiente, le contaron cuatro balazos en la espalda, en una cama ajena, arriba de una mujer ajena que herida, pudo sobrevivir.
Ella visitaba el panteón social del cementerio donde descansaban su esposo el vasco, el féretro vacío y embanderado de Cristian, y el de Mauro, que dormían el sueño eterno en los nichos familiares. En un manso silencio.
Envuelta en todo su dolor, compartió algunas veladas con sus vecinas y el cura Aparicio.
Rezaban novenas.
Cuando Elvira cumplió cincuenta años, invitó a ciertas señoras del pueblo a festejar su medio siglo de penurias. En cada casa golpeaba las manos. Llamaba en la puertas. Tocaba timbres.
En la ferretería y forrajería "La Rueda", compró warfarina y brometalina.
En la panadería "San Cayetano", compró los elementos para hacer los bombones rellenos.
Asistieron en total catorce vecinas y conocidas, todas ellas muy curiosas.
Estaban bien vestidas. Para la ocasión. Volverían a sus casas con chismes frescos.
Estaban bien vestidas. Para la ocasión. Volverían a sus casas con chismes frescos.
Le llevaron costosos regalos. Made in Taiwán.
Le hablaban de las bondades de los productos.
Le hablaban de las bondades de los productos.
Ella les agradeció la visita.
Les convidó sus sabrosos bombones de chocolate rellenos.
Les convidó sus sabrosos bombones de chocolate rellenos.
Elvira Suárez separó los suyos.
Los comió y brindó con sidra en una amigable reunión.
Luego cayó muerta envenenada.
Cuarenta minutos después que la última vecina se retiró, chau flaca, dice que le dijo.
Cuarenta minutos después que la última vecina se retiró, chau flaca, dice que le dijo.
Todas dijeron que los bombones estaban exquisitos, formidables, riquísimos.
(© Cuaderno de las malas noticias)
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