OPINIÓN / HISTORIAS
El 12 de junio de 1974, el líder justicialista y por entonces presidente habló durante la mañana por cadena nacional para denunciar trabas al Pacto Social. Deslizó que podría dejar su cargo
Por Alberto Amato
Fue una despedida. Un breve himno, dolido y abrasador. La última frase, las últimas palabras que Juan Perón dijo en público, todavía resuenan como el estribillo de esa romanza triste y abatida: “Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.
Hace medio siglo, el 12 de junio de 1974, Perón cerró el ciclo de su vida pública en el mismo sitio donde lo había iniciado veintinueve años antes: el balcón de la Casa de Gobierno que él mismo convirtió en leyenda. Fue la última vez que apareció en público sabedor de que su vida se apagaba: murió diecinueve días después. Cinco días antes, al regreso de un atormentado viaje a Paraguay, bajo el frío y la lluvia, que terminó de minar su salud precaria, le había dicho al líder radical Ricardo Balbín: “Me muero”, según el propio dirigente de la UCR le reveló al historiador Joseph Page. Y ahora, con la voz cascada por los años, marchita por el corazón debilitado, pero con el tono intacto de sus días de gloria, Perón hablaba para defender a su gobierno, al que veía en peligro.
No fue un discurso melancólico. No fue un adiós teatral y elaborado en busca del telón. Por el contrario, fue un discurso guerrero que recién sobre el final giró hacia el adiós. Jorge Luis Borges decía que los grandes hechos de nuestras vidas suelen ser banales en el momento que ocurren; después, el tiempo les da otro sentido. Sucedió con el último discurso público de Perón. Nadie pensó que se trataba de una despedida, hasta su muerte, diecinueve días después, el 1 de julio.
Y otro dato curioso: esas palabras inolvidables de Perón estuvieron precedidas por uno de sus mensajes más olvidados, el que poco se cita y del que poco se habla, que Perón pronunció por televisión en la mañana de ese miércoles 12, apenas horas antes de aparecer en el balcón de la Rosada en aquella tarde invernal.
Fue ese discurso mañanero y olvidado el que dio paso al de la tarde, inolvidable. A la mañana, Perón había amenazado con renunciar. La CGT convocó entonces de inmediato a un acto en Plaza de Mayo que congregó a una multitud que llegó desde la Capital y del conurbano de manera espontánea, sin que la central obrera hubiera tenido siquiera tiempo de armar una de sus movilizaciones tradicionales.
A Perón se le había hecho complicado gobernar. La sociedad, que lo había votado en masa en septiembre de 1973, se lo había puesto muy difícil. La ilusión del “Pacto Social”, al que había convocado al llegar por tercera vez a la presidencia, naufragaba. Su proyecto de “unión nacional” que había pergeñado con Balbín en al menos dos encuentros históricos entre los viejos rivales políticos, también hacía agua por las dos bandas del buque: ni el peronismo se avenía a conciliar con el radicalismo, ni la corriente interna del radicalismo opuesta a Balbín aceptaba conversar con el peronismo.
Para completar el cuadro sacudido por la violencia guerrillera y parapolicial, la juventud peronista, antes abanderada de su líder, le había enseñado los dientes, había dejado en claro que aspiraba a heredar su movimiento y había sido expulsada de la Plaza el 1 de mayo, después de gritarle gruesos insultos al General, a su mujer y a la hasta entonces sagrada figura de Eva Perón, después de cantarle, “Qué pasa, qué pasa, qué pasa General / que está lleno de gorilas el gobierno popular” y después de que Perón, desencajado, los calificara de “imberbes” primero y de “estúpidos que gritan” después, con lo que les había dejado en claro a su vez que el sostén del peronismo era el movimiento obrero y no el “infantilismo revolucionario”. A todo, se agregaba su salud incierta y escasa.
El “Pacto Social” había sido firmado por la CGT, por los empresarios de la Confederación General Económica que dirigía José Ber Gelbard, que era a su vez ministro de Economía, y por el Gobierno, no bien asumió Perón en octubre de 1973. Dio buen resultado en los primeros meses. Las cifras de la época hablan de una reducción del índice de precios al consumidor del 79,1 por ciento en mayo de 1973 al 14 por ciento en mayo de 1974; las interpretaciones de esas cifras, dispares, perdidas, manejadas según capricho y antojo, hablan sin embargo de un contexto de crecimiento y de una mayor participación de los trabajadores en el Producto Bruto Interno. Pero en el segundo semestre empezaron las dificultades, se dispararon los precios de los alimentos, aumentos que el gobierno adjudicó a una decisión intencionada de los empresarios, con cierto consentimiento o, al menos cierta pasividad, de los gremios que habían firmado el pacto ahora quebrado.
Page, en su biografía de Perón, afirma: “La tapa puesta a los precios creaba escasez de productos de primera necesidad lo que, a la par, generaba una actividad de mercado negro para comerciar los alimentos y otros artículos a precios muy superiores. Los trabajadores ejercían presión sobre sus gremios para obtener aumentos de salarios. Los líderes sindicales trataban de conseguir la autorización de Perón para las desviaciones necesarias de los límites establecidos por el “pacto social”. Se desataron huelgas dispersas y la CGT comenzó a criticar a Gelbard (…)”
Así que a la mañana del 12 de junio, Perón enfrentó las cámaras de televisión y, por cadena nacional, habló para lo que juzgó la defensa de su gobierno. Usó un lenguaje severo y claro. Perón podía ser un abanderado del eufemismo, pero cuando quería ser claro, era directo, preciso y exacto. No acusó a la oposición política, no se refirió, como era norma en aquellos años, y aún en estos, a una poderosa conspiración mundial contra el país. Habló de empresarios y de sindicalistas. Dijo, entre otras cosas:
“Como ha sido mi costumbre, hoy deseo hablar al pueblo argentino sin eufemismos y sin reservas mentales. La información, como mi sentido de la realidad, me dicen que en el país está sucediendo algo anormal a lo que debe ser la marcha pacífica y serena de la tranquilidad. Parte de esta intranquilidad obedece a causas reales; parte de ellas, se ocasionan en la provocación deliberada (…) Yo vine para ayudar a reconstruir al hombre argentino, destruido por largos años de sometimiento político, económico y social. Pero hay pequeñas sectas, perfectamente identificadas, con las que hasta el momento fuimos tolerantes, que se empeñan en obstruir nuestro proceso; son los que están saboteando nuestra independencia y nuestra independiente política exterior; son quienes intentan socavar las bases del acuerdo social, forjado para lanzar la Reconstrucción Nacional. Son esos mismos que quieren que volvamos a apagar los motores. Son también los que, malintencionadamente, interpretaron mis mensajes o simularon hacerlo para interferir luego la unidad para la reconstrucción, con una supuesta complacencia para con los enemigos de este proceso”.
Luego pasó a explicar cuáles eran los motivos reales de su inquietud, tal vez de su enfado, cuál había sido su plan de gobierno y cuáles eran ahora los resultados: “Por ello, creo que ha llegado la hora de reflexionar acerca de lo que está pasando en el país y depurar de malezas este proceso porque, de lo contrario, pueden esperarse horas muy aciagas para el porvenir de la República. Como ustedes saben, nosotros propiciamos que el acuerdo entre trabajadores, los empresarios y el Estado, sirva de base para la política económica y social de nuestro Gobierno. Lo hicimos con la convicción de que es el mejor camino para lograr, con el aporte de todos, sacar adelante el país. Todos los que firmaron en dos oportunidades ese acuerdo, sabían también que iban a ceder una parte de sus pretensiones, como contribución al proceso de la liberación nacional. Sin embargo, a pocos meses de asumir ese compromiso clave para el país, pareciera que algunos firmantes de la Gran Paritaria están empeñados en no cumplir con el acuerdo, y desean arrastrar al conjunto a que haga lo mismo”.
Y luego identificó, no con nombre y apellido, tal vez no hacía falta, a quienes juzgó responsables de la zozobra de su Gobierno y llamó, como en los viejos tiempos, al ejercicio de una particular e indefinida justicia popular: “Frente a esos irresponsables, sean empresarios o sindicalistas, creo que es mi deber pedirle al pueblo no sólo que los identifique claramente, sino también que los castigue como merecen todos los enemigos de la liberación nacional. Por nuestra parte, quiero que se tenga la más plena certeza de que los funcionarios que hayan violado el acuerdo, tendrán su sanción (…)”.
Atacó luego a la prensa. “Algunos diarios oligarcas están insistiendo, por ejemplo, con el problema de la escasez y el mercado negro. Siempre que la economía está creciendo y se mejoran los ingresos del pueblo, como sucede desde que nos hicimos cargo del poder, hay escasez de productos y aparece el mercado negro. Lo que subsistirá hasta que la producción se ponga a tono con el aumento de la demanda. Por otra parte, el gobierno ha fijado los precios, pero cuando se cobra más de los precios fijados, el que compra debe ser el encargado de hacerlos cumplir, ya que el gobierno no puede estar cuidando el bolsillo de los zonzos, que hacen el juego a los especuladores. No hay que olvidar que los enemigos están preocupados por nuestras conquistas, no por nuestros problemas”.
Por último, detonó una bomba cuya onda expansiva alcanzó hasta el último recoveco del tejido social: amenazó con renunciar. Lo que era impensable se había tornado posible. ¿Fue una estrategia, fue una provocación, o en verdad Perón estaba harto y superado por un país que le parecía ingobernable? Dijo: “Cuando acepté gobernar, lo hice pensando en que podría ser útil al país, aunque ello me implicaba un gran sacrificio personal. Pero si llego a percibir el menor indicio que haga inútil este sacrificio, no titubearé un instante en dejar este lugar a quienes lo puedan llenar con mejores probabilidades. Con esto hago un llamado a todos los que anhelan la paz y la tranquilidad, como a los que comprometieron su responsabilidad al elegirme para presidir el Gobierno. Nadie podría entonces llamarse a engaño sobre lo que yo quería, porque en numerosas oportunidades vine anunciando mis intenciones y deseos en actos públicos en la patria, como en comunicaciones desde el exilio, que también tuvieron estado público. Si me eligieron, imagino que las apoyaban y coparticipaban, como consecuencia, en la responsabilidad de realizarlo. Sin el apoyo masivo de los que me eligieron y la complacencia de los que no lo hicieron, pero luego evidenciaron una gran comprensión y sentido de responsabilidad, no sólo no deseo seguir gobernando, sino que soy partidario que lo hagan los que puedan hacerlo mejor”.
Este fue en parte el discurso olvidado de Perón, tapado por el que siguió horas después, el de la música maravillosa. La posibilidad de la renuncia presidencial hizo que la CGT lanzara un paro nacional y convocara a una manifestación masiva de apoyo al Presidente en la Plaza de Mayo. La respuesta fue inmediata, miles de personas marcharon de manera espontánea; lo hicieron desde los más lejanos barrios de la capital hasta las más populosas zonas del conurbano en lo que muchos analistas del peronismo creyeron ver, con las distancias del caso, un remedo de lo que había sido la movilización popular del 17 de octubre de 1945 que había dado nacimiento al peronismo.
Perón no iba a dejar pasar una oportunidad semejante. Iba a cerrar el círculo abierto por la mañana y por cadena nacional: iba a salir al balcón a hablar cara a cara con los peronistas. Sus médicos intentaron convencerlo de que desistiera: para su corazón habían sido demasiadas emociones en unas pocas horas. Pero no hizo caso. A las cinco y cinco de la tarde, enfundado en un abrigo cuadrillé gris y negro, con un negro cuello de piel para hacer frente a los diez grados de temperatura, Perón, que se transformaba frente a la multitud, desplegó sus dotes de orador y un lenguaje llano y revelador, para volver a defender a su gobierno, denunciar a quienes creía que lo saboteaban, pedir para ellos el castigo popular y ratificar su continuidad en la presidencia. Interrumpido por las ovaciones y los cánticos, con un lenguaje directo y sencillo, armó el discurso inolvidable que sepultaría en el olvido al de la mañana.
Dijo entonces: “Compañeros: retempla mi espíritu estar en presencia de este pueblo que toma en sus manos la responsabilidad de defender la patria. (…) Sabemos que tenemos enemigos que han comenzado a mostrar sus uñas. Pero también sabemos que tenemos a nuestro lado al pueblo, y cuando éste se decide a la lucha, suele ser invencible. (…) Yo sé que hay muchos que quieren desviarnos en una o en otra dirección; pero nosotros conocemos perfectamente bien nuestros objetivos y marcharemos directamente a ellos, sin dejarnos influir por los que tiran desde la derecha ni por los que tiran desde la izquierda. EI Gobierno del Pueblo es manso y es tolerante, pero nuestros enemigos deben saber que tampoco somos tontos. (…) Sabemos que en esta acción tendremos que enfrentar a los malintencionados y a los aprovechados. Ni los que pretenden desviarnos, ni los especuladores, ni los aprovechados de todo orden, podrán, en estas circunstancias, medrar con la desgracia del pueblo”.
Volvió a hablar luego de una acción popular de vigilancia y eventual castigo y dio por hecho haber recibido un fuerte respaldo a su gestión. Lo era. “Sabemos que en la marcha que hemos emprendido tropezaremos con muchos bandidos que nos querrán detener; pero, fuerte con el concurso organizado del pueblo, nadie puede ser detenido por nadie. (…) Por eso deseo aprovechar esta oportunidad para pedirle a cada uno de ustedes que se transforme en un vigilante observador de todos estos hechos que quieran provocarse y que actúe de acuerdo con las circunstancias. (…) Compañeros, esta concentración popular me da el respaldo y la contestación a cuanto dije esta mañana. Por eso deseo agradecerles la molestia que se han tomado de llegar hasta esta plaza. Llevaré grabado en mi retina este maravilloso espectáculo, en que el pueblo trabajador de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires me trae el mensaje que yo necesito”.
Todo había durado casi trece minutos, con los largos intervalos dictados por las ovaciones y los cánticos. La referencia a lo que llevaba “grabado en mi retina”, le dio pie para la despedida. Sacudido por una intensa emoción arrebatada que flameaba en su voz quebrada, dijo las tres frases finales, el breve himno que sería su público epitafio: “Para finalizar, deseo que Dios derrame sobre ustedes todas las venturas y la felicidad que merecen. Les agradezco profundamente el que se hayan llegado hasta esta histórica Plaza de Mayo. Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.
Eso fue todo. Perón no volvió a aparecer en público. Esa misma noche, padeció los síntomas típicos de una angina de pecho, aunque los partes oficiales hablaron de una simple bronquitis. Una semana después, el 19, uno de sus médicos personales, el doctor Jorge Taiana, descubrió que su paciente no mejoraba. El alerta médico hizo que retornara al país el poderoso ministro de Bienestar Social, José López Rega, secretario y amanuense de Perón, que había viajado a Europa con la tercera esposa del General, María Estela “Isabel” Martínez, vicepresidente y eventual sucesora. El viernes 28, ante la creciente gravedad de Perón, Isabel acortó su viaje a Europa -había hablado en Ginebra ante la Organización Internacional del Trabajo, OIT- y regresó al país; el sábado 29 Perón le delegó temporalmente la presidencia: según el entonces escribano mayor de gobierno, Jorge Garrido, Perón estaba “completamente lúcido”. El 30, un capellán del ejército le administró los sacramentos de la penitencia y la santa comunión. Perón murió al día siguiente a la una y cuarto de la tarde.
La más maravillosa música, había llegado a su fin.
(Infobae)
Comentarios
Publicar un comentario