CULTURA / SOCIEDAD
Begonias, rosas, crisantemos y otras plantas
Por Walter R. QuinterosVer el juego del fútbol como lo veía don Gregorio, era saber, entender, y conocer cada por qué en cada detalle de cada acción, eso era después, cuando hablaba con los ocasionales asistentes que, como él, observaban el campo vacío de los entretiempos, mientras compraba en el buffet caramelos sueltos para los pibes inquietos, una bolsita de maníes tostados y la mandarina para el final, o no, según surgiera alguna disputa verbal contra el árbitro, que originara la desdicha de tener que recibirla con certera puntería en su cabeza y venida desde el anonimato que da escabullirse entre la gente. Una vez hablé de fútbol con él, Gregorio era un sabio en la materia, hombre solo, que se le atribuía por su fina vestimenta ser un hombre culto y poseer modales de bien educado. En las canchas, sabía ubicarse cerca del arquero y entrelazar sus dedos en el alambrado y, cada tanto, por esas cosas del sol y algunas broncas, se quitaba el sombrero para pasar su mano sobre el cabello, para hurgar la bolsita de maní en los bolsillos del saco o quitar con la pasmosa lentitud de sus setenta años, las gotas de transpiración que surgían en su cara buscando el cuello.
Al final salía despacio, con su andar elegante, como disimulando, y sin más alardes que mirar el lustrado de sus zapatos, ajustándose la corbata, palpando los gemelos del puño de la camisa y pensando en doña Rosario, mujer que frecuentaba todos los fines de semana, para hablar cosas de ellos, contarse historias, hacer proyectos y después de la cena, como cada fin de semana, dormir juntos, apretados, para tenerla entre sus brazos como era toda ella, una hermosura de mujer sola, envuelta en fina vestimenta, culta y de modales de bien educada.
A ella, el fúbol no le gustaba, a esas horas escuchaba música en la radio, calentaba el agua en la pava, mojaba los ladrillos del piso del patio, regaba las begonias, rosas, crisantemos y otras plantas, extendía el mantel sobre la mesita de jardín, cubría su cara con Ángel Face, iluminaba sus labios en rojo carmesí, repasaba el peinado en el baño y el perfecto doublé de las sábanas en la cama. Paseaba así, sus setenta años frente al espejo del ropero y cada tanto, con prestigiosa cautela, espiaba por los postigos y esperaba, como disimulando calma en el sosiego de la tarde, los golpeteos de su Gregorio en la puerta. Había veces en que lo pensaba, muchas veces, buscando las sombras que dan los árboles de las veredas vecinas mientras caminaba, y con una sonrisa, sabía lo que él también pensaba y convencida, dejaba escapar sus fragancias florales por las ventanas, para que no se pierda, para que apurara el paso.
Me lo contó ella, envuelta en el consuelo del luto cuando yo hacía mis primeras crónicas. Me dijo que lo supo muerto la mañana que él, tendido a su lado no despertó. Se supo fuerte y resignada ante la docilidad del cuerpo que vestía en la desordenada cama, cuando el médico así lo certificaba, cuando caía la helada sobre las begonias, rosas, crisantemos y las otras plantas. Cuando el viento golpeaba los postigos de las ventanas. Cuando las hojas despeinadas se arremolinaban en extraña danza por las veredas. Cuando el rojo carmesí se desangraba.
Yo me había enterado en la cancha, cuando el árbitro pitaba el final del minuto de silencio en su recuerdo y a medida que aumentaba el murmullo ensordecedor de la hinchada.
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