VIVIR EN PAZ

SOCIEDAD / HISTORIAS

Los amigos son como el Séptimo de Caballería, que aparece cuando los indios malos de la película nos rodean y nos hemos quedado sin balas abajo de la carreta esquivando flechas

Por Walter R. Quinteros

Cuando volví de Brasil, me esperó mi amigo Daniel del barrio San Vicente, si, el barrio que tiene las casitas Kronfus, el de los famosos carnavales de Córdoba, el que fue república, y después de la bienvenida y sin más preguntas que aquellas que siempre le salen a los amigos verdaderos, ¿estás bien? ¿en qué te puedo ayudar? 

Un amigo, con toda su pinta de gordo bonachón.

Nos conocimos en una ruta de Brasil una madrugada en que parecía estar cansado y desorientado, nos reconocimos argentinos por la patente de nuestros autos, nos reconocimos cordobeses, le ofrecí en alquiler mi vivienda para su familia a muy bajo costo, muy cerca de la playa de Itapeva, aceptó y nos hicimos compinches por quince días. Para cederle la vivienda me mudé a la casa de mi amiga Giovanne que escribía poesías después que tomaba su sexta lata de cerveza Nova Schin, de madrugada.

Daniel me cedió una habitación en una casa dividida en tres partes que alquilaba a personas que habían perdido la Fe, ésas de las llamadas casas chorizos. Entrábamos por un pasillo, la primera habitación con baño privado daba a la calle, ésa parte era la mía, aunque no tenía cocina, la habitación que seguía la alquilaba un repostero llamado Antonio que trabajaba en una famosa panadería del barrio y que por las noches se travestía y pasaba a llamarse Gabriela, al fondo, estaba la parte más grande y con todos los lujos, dos dormitorios, living, cocina comedor, amplio baño y patio, que era alquilada por cuatro señores colombianos. Eran tipos difíciles de tratar, aunque siempre quisieron comprarme el automóvil.

En las tardes del barrio San Vicente visitaba a Daniel, siempre le agradecía cobijarme en aquel lugar gratis, y buscábamos darle solución al resguardo de mi coche que pernoctaba en la calle de la zona roja. Eso fue, porque una noche el pasillo se llenó de vainas servidas por un tiroteo entre colombianos por el control de sus negocios. A eso lo supe después, otra noche de gritos, disparos y corridas. 

La policía me interrogó como testigo. Las paredes estaban pintadas de gris y blanco en la comisaría, donde tres uniformados me miraban, uno fumaba a mi espalda. "Son buena gente, nada que ver, yo creo por la discusión que escuché, que uno de ellos levantó la mina de un gitano, por eso el quilombo, nada más, los gitanos son bravos, pero no ellos que son buenos laburantes, se dónde laburan, lo que hacen", les dije y no me moví del argumento anteriormente pactado con mis vecinos, que tenían otro parecido; "Que los gitanos les habían vendido una moto floja de papeles". Adentro de mi auto dormían mi computadora y mi televisor, algo de ropa y más de setenta libros, algunos escritos en portugués, y que finalmente tuve que regalar en tantas y sucesivas mudanzas.

Estuve casi dos meses intensos en San Vicente, pero ya escribía notas para una revista barrial y frecuentaba los bares y ciberquioscos por una cerveza fría en las noches.

La solución a posibles conflictos llegó a través de una amiga, de ésas que encontramos por las redes sociales, ella me ofreció un pequeño pero lindo monoambiente totalmente amoblado en el barrio Güemes, cerquita de la cañada. Me fui de San Vicente sabiendo que a mi auto nadie lo había tocado por orden de los colombianos, es decir que al despedirme se los agradecí. "Vaya en paz brasileiro, aquí no ha pasado nada".  Me dijo el que supongo era el jefe.

Otro amigo me consiguió trabajo y la misma amiga del monoambiente, luego me ofreció un departamento más cómodo en una importante avenida. Para pagar un año entero de alquiler,  sin garantes y cenar asiduamente en restaurantes, vendí mi auto a un amigo del ex dueño de dos viejos cabarets que supo contactarme con otro tipo de gente, la de la noche.  

Los amigos son como el Séptimo de Caballería, que aparecen cuando los indios malos de la película nos rodean y nos hemos quedado sin balas abajo de la carreta esquivando flechas.

En ése tiempo, nunca dejé de escribir mis relatos. Otro amigo peruano, escritor y comerciante, me vendió una nueva PC en tres cuotas sin más documento que la palabra. Ingresé a los Talleres Literarios de Córdoba donde participaba con asiduidad y escribía artículos periodísticos sueltos que retiraba un conocido periodista  de un canal de TV. 

Un día, y casi sin querer, en esas cosas que suceden cuando uno comparte una mesa de café, conocí un arquitecto que me ofreció trabajar en una importante empresa, a tan solo cien metros de mi nuevo departamento del octavo piso.

Tiempo después regresé a esta ciudad. Esta ciudad tiene un importante establecimiento carcelario, tiene bares, los bares tienen mesas. Muy seguido me siento en ésas mesas a tomar un café, a leer el diario, a compartir una charla amena con conocidos.

"Hola parce brasileiro, ¿hay de cosas para contarnos, né?", me dijo un señor avejentado, canoso como yo, con las huellas del tiempo marcadas en nuestro rostro y manos, pero al que no supe reconocer desde la mesa de la vereda en una mañana fresca, nublada, pero apacible. El tipo toma asiento a mi lado y me da la mano. No hace falta que hablemos demasiado —me dice—, hagamos de cuenta que soy un vendedor callejero y usted me compra estos pares de medias, no hace falta que me de dinero, sosténgalas en su manos, note el peso, guárdelas por ahí y cuando llegue a su departamento lea el favor que le pide el jefe, que sabe todo de usted.

Sepa que le manda saludos su amigo Daniel que ahorita le va todo bien, muy bien en la vida y me dijo que le diga que el hijo ya es abogado, téngalo en cuenta. ¿Usted conoció a... bueno, la Gabriela? Murió de un balazo que le entró por la espalda, hará unos tres o cuatro años, no era buena persona, no. Bueno, quiero que sepa que si puede hacer lo que aquí se le pide parce brasileiro, usted tendrá billuyo para comprar carro nuevecito, de la misma marca que le cuidamos en aquel barrio sino, no habrá pasado nada, viviremos en paz, como hasta ahora. Ande usted con cuidado, parce.



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