MAPAMUNDI; DE DANIEL TOMÁS QUINTANA

CULTURA / SOCIEDAD

Entonces el mundo, era pequeño e infinito

Por Daniel Tomás Quintana

Es cierto, / en aquellos días, / consta en mi memoria, / el mundo entero / cabía en pocas cuadras

El epicentro del planeta / era el espacio / que extendía su dominio / entre el mítico almacén / de los Moreno, / donde doña María / con sus regordetas / manos coloradas/ construía increíbles paquetes / con orejas, / hasta el preciso lugar / en que el insigne Bar el Tope, / con su enorme pecho / acribillado por el tiempo / le cortaba el paso / a la calle Belgrano, / allá al 600…/

En esa región / sucedía la vida.

Hoy, cierro los ojos y veo / aquella vereda del frente / la que recostaba su espalda / en las muertes diarias / del sol.

En la esquina: / una casa / con paredes de ladrillos / injuriados por los años, / techos de chapa petisos, / inmenso patio de tierra, / un alambrado esmirriado / y un aguaribay musculoso, / donde gastaban sus horas / el Zorro Duarte y sus hijos, / y la familia que comandaba / aquel Machito García, / criador de burros / y juntador de leña, / impenitente volador / eternamente fracasado.

Después, solitaria como su dueño, / se erguía la antigua pieza / donde, don Santiago, / el ciego, / convocaba los duendes / del asombro / y paría historias entrañables. / Al fondo, la carpa verde / de un viejo tala espinoso, / un galpón, / un gallinero, / un bosque de duraznillos / y un denso cañaveral / donde, andaba suelto el diablo.

Más allá, / la casa de los tíos, / natural prolongación / de mi patria inmediata. / Mi tío Floro, recuerdo, / me legó la ciencia y el arte / de la paciencia / y la risa.

A su lado, / buscando el norte, / la casa del Hugo Chávez, / aquel militar del barrio, / donde un ocaso perdido / de un bochornoso verano / me asombré, por vez primera / ante un árbol navideño / con estrellas de colores / que encendían y apagaban, / acompañado por un perfume / de arroz con leche y canela.

Luego, siempre en la misma vereda, / Margarita y Magdalena / las mellizas de ese mundo, / pollera azul, blusa blanca /cantaban siempre la historia / de aquella blanca paloma / que con el pico / cortaba la rama.

Siguiendo siempre hacia el norte / un dulce árbol de moras / y aquella casa precaria / en cuyo patio de tierra, / en un viejo fuentón de chapa, / doña Orfilia, libraba / sus cotidianas batallas, / en legítima defensa / del cielo azul de sus hijos; / a Camamelo, uno de ellos / todavía me parece verlo: / pantalones remendados, / alpargatas bigotudas, / inmensa sonrisa buena / bajo la nariz transpirada.

A su lado / la casa de aquella Niña / que con disimulada ternura / oficiaba la cruel liturgia / de ser la soltera del barrio. / Y al final, un ancho baldío / preñado de churquis bajos, / palan-palan / y lagartos.

La calle Salta, / como una herida profunda / de piedras, huecos y arena, / le cortaba el paso a la cuadra / y haciendo tope / aquel bar ya mentado, / nada más y nada menos / que un boliche de mala muerte / donde el Ñato / que era su dueño / asesinaba su pena / a golpes de vino y ginebra / repitiendo el letanía / el nombre de su mujer / que había muerto / hace poco.

Ahora… / cierro los ojos y veo, / aquella otra vereda, / la del Este que, / es menester declararlo, / se iniciaba en Vélez Sarfield, / en la esquina precisa / en que con luz tenue latía el almacén de Moreno, / exótica coalición / de yerba, vino y aceite, / de faroles y canastos / con fideos y galletas.

A su costado, hacia el Norte, / se levantaba mi casa, / sólido puerto seguro, / donde anclaba mis navíos / después de cada tormenta.

Enseguida una verja brillante / de tupido siempreverde, / un pilar de ladrillos blanqueados, / un simulacro de puerta: / dos piezas, / un horno al fondo / doña Felisa haciendo pan y tortillas, / lavando ropa y planchando, / mientras su hijo Paul, / arrancaba gemidos largos / a una guitarra casera.

Inmediantamente, el campito / confluencia milagrosa / de limpio y sereno bladío, / aeropuerto de barriletes, / potrero de desafíos, / escenario de fogatas / y de guerras despiadadas / con cerbatanas de caña / y bulicas de un árbol oscuro / que daba sombra en el parque. / A su lado habitaban / un matrimonio y un chico / que andaba siempre llorando / y llamando a su abuelita.

Más adelante, un baldío, / una vivienda inconclusa, / y en la esquina de la Salta, / una venta de carbón / que atendía el Quirca, mi amigo, / mi compañero / y cómplice de aprendizaje.

Pero el territorio del mundo / se iba ensanchando en paisajes, / se dilataba en suburbios; / por ejemplo, / bajando la Vélez Sarsfield / un cauce de río seco / / y en su ribera de pasto / la cancha de los Rodríguez / y en la esquina del frente / el almacén de don Atilio.

Desde ese punto, / mirando al poniente y arriba, / los árboles corpulentos / de la casa del pintor, / el dibujo del pararrayos / enhiesto en el sanatorio, / el chalet de los Moreyra, la silueta imprescindible / de aquel Loco de los Patos / caminando en los jardines, / el terraplén y las vías / y a veces, el tropel metálico / de un viejo tren agitado / alborotando la tarde.

Buscando por otro rumbo, / hacia el sur, / por la Belgrano al 500, / el panadero Carlufa, / don Racedo y su misterio, / doña Pepa, la enfermera, / y en la esquina de la Paz / aquellas barrancas de río / que construían las lluvias.

Subiendo por Vélez Sarsfield, / el bullicio del Punto y Chanta, / los titánicos bochazos, / el sapo esquivando fichas / y en mi mano una Bidú./ Luego, el amanecer de la Silvia, / el parque infantil, los juegos, / y en la esquina, / una fragancia crocante / de pan caliente y facturas. / A la vuelta, la carnicería que, / con gesto adusto, / atendían don Bartolo / y el gordo Rocho.

Y por la España, hacia el Sur, / la despensa de la turca / donde cada fin de mes / mi madre pagaba la cuenta / y yo esperaba la yapa. / Todavía más allá, / en las fronteras del mundo, / la casa donde vivían / la abuela Aurora y los tíos, / el gomero Ramón Ángel, / aquel almacén esquinero / de don Rodolfo Lovrich, / el cadáver petrificado / de la vieja bomba de agua, / los misterios de la zanja, / el óxido de las vías viejas / y aquel Recreo Victoria / derrotado por la furia, / donde un día de septiembre / arrancaron con un Ford / una estatua de la Eva.

Mucho más lejos aún / existían otros mundos, / que alguna vez visitaba / de la mano de mi madre: / la plaza, / el solemne correo / donde trabajaba mi padre, / el mágico cine umbrío, / la iglesia donde rezaba, / la pujante estación de trenes, vocinglera y tumultuosa, / la heladería El Danubio, / el sabor del chocolate / y aquellas lunas redondas / de los pechos de su dueña / que deslumbraban mis ojos.*

(“Ejercicios de la memoria” – 2006)

Daniel Tomás Quintana nació en Deán Funes, el 10 de agosto de 1954 / Falleció 5 de abril 2024 





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