EL DERRAPE DE CRISTINA

OPINIÓN

El fin de una era


Por Carlos Berro Madero

El ocaso de muchos políticos comienza cuando se vuelven muy sensibles a la sugestión y no al razonamiento; al cultivo de imágenes y no a ideas con algún fundamento de tipo académico; al apego a apotegmas vulgares y no a una argumentación lógica.

Ello ocurre porque tratan de mantenerse vigentes en la consideración popular, a pesar de una realidad que comienza a contradecirlos, poniendo en evidencia que la hora de su caída final habría comenzado.

Tal cual ocurre hoy con Cristina Fernández de Kirchner, sigue prevaleciendo en ellos el odio a la diversidad y una gran intolerancia, sin responder jamás a los argumentos de sus adversarios, lanzando odiosos ataques personales a quienes creen que la libertad es el mejor vehículo que nos transporta al progreso del conocimiento.

En su lucha entre el oportunismo y la desesperación, la ex mandataria utiliza siempre un lenguaje cargado de reflexiones amargas, que pone de manifiesto la virtual regresión de sus ideas con olor a naftalina, mientras desparrama una ideología muy rudimentaria con la que pretende diluir sus fracasos personales precedentes.

Su dichos se ven reflejados en un habla perifrástica sin luz ni temperatura alguna, diría Ortega y Gasset, “como una lengua triste que avanza a tientas, porque se trata de la vida de quien parece condenada a una eterna cotidianeidad” (sic).

Afortunadamente, su pasado le vuelve al galope sin que logre integrarlo, revelando un voluntarismo patético mientras intenta proyectar una suerte de himno pagano por su obsesiva pretensión de “seguir siendo alguien”.

Dice Hume –ya lo hemos señalado alguna otra vez-, que “existe en muchas personas una tendencia general a concebir a todos los seres humanos según su propia imagen y atribuir a todos los objetos aquellas realidades que les son más familiares”. Es una característica que los lleva a actuar como si fuesen depredadores en busca de capturar sus presas.

Para Cristina la naturaleza de las cosas se presenta hoy inhóspita y amenazadora porque no es una persona sociable, y al no mantener pautas de reciprocidad con nadie sermonea a todos, suponiendo arbitrariamente que convertirá al mundo que nos rodea en algo más acogedor.

Su soberbia la ha constituido en una suerte de “monstruo teológico perfectamente inasumible”, como diría Lovecraft, porque la manía de perseguir el culto a su persona la ha encadenado a la idea de que debería ser tomada por los demás como un ídolo a imitar, y sus admoniciones comienzan a resultar el compendio de una larga serie de dolores, jadeos y frustraciones personales, a punto tal que muchos de sus fieles comienzan a contarle las costillas.

Tan solo a ella, que acaba de definirse a sí misma como “una enamorada de la patria” (sic).

A buen entendedor, pocas palabras.

(Tribuna de Periodistas)


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