TERAPIA DE QUEJA

OPINIÓN

 ¿Me explico, licenciado?


Por Nicolás Lucca

Entonces, me encuentro en una encrucijada. Por un lado quiero, deseo que a todos nos vaya bien, pero por el otro me veo empujado a salvarme el upite yo solito, y que el resto del mundo se arregle como pueda. ¿Me explico, licenciado?

Sí, no es el tema que usted esperaba que le traiga a la primera sesión del año, pero ¿qué tiene que ver la fecha? Es solo una imposición del Papa Gregorio XIII, que de otra forma el año comienza en marzo. O acaso nunca se preguntó de dónde venían los nombres septiembre, octubre, noviembre y diciembre. Séptimo, Octavo, Noveno… Y ahora resulta que el mes diez es el mes doce y usted me dice que ¿qué?

Sí, lo de irme por las ramas.

Le decía, licenciado, que estoy en un choque de valores internos muy intensos. Y me cuesta pensar cuando siquiera tengo la válvula de escape de la queja. No puedo quejarme, que recién van unas semanas. No puedo quejarme ni de la queja de cuando recién comenzaron, que dije que deben denunciar todas esas barbaridades que cuentan de la gestión anterior. Como hubo personas que me dijeron no sé qué, ahondé aún más el concepto en otro texto. Ahora, directamente, no perseguirán corrupción de gobiernos anteriores, no apelarán sobreseimientos, no harán nada. Ni siquiera dejaron de pagar los 12 mil millones de pesos mensuales que se van en todos los planes sociales irregulares que detectó la Justicia.

Y yo me encuentro en bolas con mis creencias y acciones. Podría comenzar por una simple obligación del buen cristiano: la solidaridad. ¿Sabía que esa palabra no aparece en los testamentos? Probablemente se haya sumado cuando los cristianos llegaron a la capital romana. Son palabras heredadas, como la compasión que sacamos de los griegos, o la misericordia que vino a reemplazar a la piedad absolutista. Pero el tema es ese cristianismo que tanto repercutió en mi crianza y en lo correcto, en lo que se tiene que hacer a nivel social.

Mire, hay una mujer mayor que todos los días se sienta con su perro a vender barras de cereales para llevarse unos pesos. La veo, le compro, le hago mimos al perrito, sigo con mi vida. Si alguien golpeara mi puerta y me obligara a comprar una barra de cereal para darle la plata a una mujer que no conozco, probablemente lo mandaría a la mierda. Si ese alguien fuera el Estado, le dedicaría una columna o pasearía por los canales de televisión para esa máquina de robar, esa asociación ilícita, esa organización criminal abocada al robo del dinero a la gente de bien para darle una parte a gente que no trabaja ni produce para tenerlos cautivos. Hasta podría competir por la presidencia, mire.

Y yo ya tengo los cosos llenos de que me obliguen a bancar, que otros están peor. ¿Sabe qué pasa, licenciado? Que con esa cantinela de los más necesitados, siempre me dejan en espera. Y yo ya no quiero. Deben ser los síntomas de los tiempos que corren, puede que el efecto sea contagioso y el individualismo me haya inyectado las venas.

Comencé a pagar ajustes con mi primer sueldo. Luego vino el ajuste “de verdad”, porque el anterior no valía. Ahí me licuaron tanto el salario que pasé de ganar 400 pesos equivalentes a 400 dólares, a cobrar 400 patacones clase B, que equivalían a poco más de 100 dólares.

Pasaron los años y había que ajustarse fuerte porque debíamos pagar la fiesta del gobierno anterior ¿recuerda? Y después vino uno llamado Alberto Fernández. Hace bien en no recordarlo.

Ahora tengo al que dice que hay que aguantar el ajuste porque no se sale fácil de la fiesta del gobierno anterior. Esta semana nos pidió quince años de paciencia, pero sólo si salen todas las reformas que metió.

¿Y qué pasó? Aumentaron el monotributo, ese derecho de pernada que tiene el Estado sobre el trabajador autónomo. No solo eso, sino que tocaron tan poquito las categorías que se generó una enorme paradoja: mil dólares mensuales es la frontera que nos deja como esclavos sexuales tributarios responsables inscriptos. A la vez, mil dólares es un sueldazo que no vemos ni en sueños.

Aumentaron las retenciones en cantidades y porcentaje, subieron los combustibles y nadie tocó el componente tributario. Un auto con la peor categoría de seguridad paga el impuesto al lujo. Mientras no dejan de imprimir billetes, la voracidad fiscal está intacta y goza de excelentísima salud. Lástima que el Presidente había dicho que prefería cortarse los brazos antes de aumentar impuestos.

¿Y de quién es la culpa? Si me va a decir que es de los que nos trajeron hasta acá, le tengo una pésima noticia: se la llevaron de arriba. Incluso el ministerio de Justicia no cree conveniente que la Oficina Anticorrupción o la Unidad de Información Financiera se dediquen a investigar.

No, licenciado, no es un rumor, lo dijo el ministro en entrevistas varias. Ni siquiera hay esperanzas de que avancen en la corrupción de las SIRAs más allá de alguna chicana en entrevistas. Parece que eso de “tábula rasa” se lo tomaron muy a pecho. Le dicen “pacificación”, con lo bien que le vendría al Estado recuperar algunos verdes. Y dejar sentado que no se puede volver a chorear, claro.

Eso sí, los cráneos de la comunicación política del gobierno nos quemaron la cabeza con las imágenes del expresidente y su cena de Nochevieja en un hotel de Madrid. Ni una puta denuncia. Paciencia, olvido, aguantemos, sobreseimientos, paciencia. ¿Paciencia para qué? Sin Justicia, uno siente que aguanta ajustes para que otros tengan de dónde chorear en unos años. ¿De qué paciencia me hablan?

La inflación se corrigió en combustibles, pero los productos que no estaban en ningún programa de precios saltaron 30% mientras muchos celebran que un par de cortes de carnes bajaron de la terraza al penthouse.

Oiga, licenciado. ¿Me escucha? No, no necesito un pañuelo. El tema es que todo subió y, en el medio, resulta que también subieron las asignaciones por hijo, por embarazo y mandaron un bono para los jubilados. Recontra loable, sí, pero ¿me entiende?

No, le dije que no necesito un pañuelo. ¿Cómo hago para mantener la cabeza fría y el corazón solidario cuando siempre soy la variable a ajustar? No, yo no me creí lo de la casta y sé que esto recién empieza y que hay que esperar a que se acomode todo, más o menos para cuando me tengan que mantener mis hijos. Pero, ¿siempre tengo que pagar yo?

Sí, somos muchos los que estamos en la misma. Pero ¿sabe qué, licenciado? Todo comenzó a importarme un carajo. Y me siento mal por sentirme así. Pero no hay alquileres para la clase media, no hay aumentos de ingresos para la clase media, sólo egresos, egresos y más egresos. ¿Que recién llevan cuatro semanas? ¿Y qué tiene que ver eso? Me preguntó cómo me siento y le cuento, no más.

Espere, me quedó picando. ¿Usted cree que yo no tengo paciencia? ¿Que no aguanto ni un mes? Corrección: 24 años de paciencia llevo, jefe. No tengo ganas de que me digan que tengo que esperar no sé qué cosa para cuándo y que, cada vez que diga algo, me salte un tipo que ni me conoce a decir que “somos los mismos que nos callamos con fulanito”, cuando estamos meta patalear desde el paleozoico.

Soy antikirchnerista desde antes de que naciera Iñaki. ¿Los mismos que quiénes? Luego vienen a hablarme de respetar la democracia y me doy cuenta que la prueba de que la educación está hecha mierda son todos estos que terminaron la escuela en el nuevo milenio.

Cada vez que un Gobierno quiere tomar una ruta sin preguntar, apela al “respeto a la democracia”, al “mandato popular” o a la “voluntad del pueblo”. Y por más paliza que haya sido un resultado electoral, cualquier afirmación de este tipo es una mentira o, lo que es igual, una verdad a medias.

De pronto, pueblo son los 11.8 millones de personas que votaron a Cristina en 2011, o los 14 millones que votaron a Milei hace un par de meses. Y la Argentina tiene 46.5 millones. No tenemos la voluntad ni de la mayoría de la población ni de la mayoría del electorado. Es la voluntad de un porcentaje mayoritario de los que fueron a votar. Si a eso le sumamos que el argentino promedio considera que democracia es solamente ir a poner un papel en una caja de cartón cada dos años, el combo es letal.

No es “respetando la democracia” que se logra la paz social, el crecimiento económico, la Argentina potencia, sino respetando la Constitución Nacional, ese texto escrito que es lo más parecido a un contrato social que podamos ver en nuestras vidas. La democracia es el método para elegir a quienes deberán cumplir con la Constitución.

Y nos exigen paciencia. Qué sé yo. ¿Vio el aumento del 100% en casi todos los productos que no estaban regulados? No estaban regulados y subieron igual. No son importados y subieron igual. Es el arrastre de la impresión desmedida, lo entiendo. Pero hay que ponerse de acuerdo en los argumentos. Porque si se dice que es la inflación que estaba reprimida, todavía no vimos ni de cerca las cosas que estaban más pisadas que la calle Florida: prepagas, colegios, transporte.

Entiendo lo de esperar, créame. Hasta estoy entrenado, si espero mi turno desde que tengo memoria. El tema es ese que le marcaba al inicio de la sesión, ¿me entiende? Si no tengo dónde mudarme, tengo que esperar. Si no me alcanza la guita, tengo que esperar. ¿Hay que cambiar al nene del colegio? Y bueno, tenemos que esperar. Si hay que hacer un curso de “Cómo llegar a viejo sólo con carbohidratos y grasas”, es porque tenemos que esperar. ¿No ve que hay gente que está peor?

Ahí está, licenciado. Era eso. Un día me quejé de la falta de créditos hipotecarios, pero tenía que esperar, que había gente que no tenía dónde vivir. Otro día me quejé de la falta de salarios como la gente, pero tuve que callarme y esperar, que había gente que no cobraba ningún ingreso. Para cuando quise darme cuenta, vivía en el país en el que las viviendas se compran al contado y la ropa en cuotas.

De tanto esperar, llegué al lugar en el que tengo que bajar otro escalón más en mi calidad de vida. Y eso me da bronca, mucha, mucha bronca. Pero sobre todo, me genera impotencia. Porque cada vez que la cosa se puso mala, salí a buscar un nuevo laburo, un nuevo curro. Y no es que me haya llenado de herramientas a lo largo de mi vida, que también entiendo ese tema de los que carecen de estudios y demás cosas. Pero mi primer laburo fue sin haber terminado la secundaria y en ninguno de mis trabajos posteriores me fue requerido el título universitario. Nunca.

Me crié en un barrio del Estado, con al menos tres villas de emergencia a menos de diez cuadras a la redonda de mi casa. Para ir al colegio debía salir con una hora de anticipación, la farmacia más cercana quedaba a veinte cuadras y para llegar al hospital más próximo debía tomarme un bondi y relajarme por un largo rato. Y todo en la Capital, no en el campo. Cada vez que la guita no alcanzó, salí a buscar más empleo. Nunca para ahorrar, siempre para compensar lo que perdía.

Pero el día tiene 24 horas y las semanas siete días. No tengo más espacio para sumar nada, ¿me entiende? Y si tan solo se solucionara con plata, bueno, veo cómo hago, cuántos hígados tengo, no sé. Pero hay cuestiones que ya no dependen de la plata, y eso es mucho más grave en un contexto en el que todo, absolutamente todo se mide en la pérdida de poder adquisitivo

No tengo más ganas de esperar por nadie. Se lo cuento a usted porque, si voy a confesarme, me mandan a rezar hasta el día del Juicio Final por la total falta de solidaridad. Ah, ese valor tan nuestro… “El Argentino tendrá mil defectos, pero es solidario”. Mire usted. Solidarios son los que ponen el cuerpo y el tiempo para ayudar al que se deja ayudar. ¿El resto? Máquinas de dar lo que les sobra, que como decía el filósofo Sánchez Pizarro, no es compartir, sino dar limosna.

Lo de ser solidarios por la fuerza sí que cansa. Anoche puse los zapatitos en la puerta. Dejé un poco de agua y pastito. Se llevaron uno de los zapatos, me dejaron un cartelito de “paciencia” en el otro y el gobierno de la Ciudad me clavó una multa por dejar un recipiente con agua en plena plaga de mosquitos.

Y ya que hablamos del señalamiento con el dedo, no quiero dejar de quejarme, también, de los hipócritas. En este caso, me refiero a esos que acusan la falta de solidaridad ajena en el país en el que todos se cuidan el culo a fuerza de que lo ponga otro. Todos, absolutamente todos tienen un vocero, un representante de la cámara del sector, una asociación, un sindicato, un algo. ¿Qué tiene un monotributista? El futuro promisorio de la jubilación mínima.

Los escucho hablar –colegas, amigos, no tan amigos, etcétera– y ya sé si tienen hijos o no, si alguilan o no.

Yo no conozco a nadie de los que reciben asistencia del Estado, pero sí conozco a varios que necesitan y no reciben nada. También conozco a varios de los que comandan el Estado. Literalmente. Y no sé si quedó claro que es difícil aguantar cuando no se tiene alternativa. No puedo evadir, no puedo trabajar sin facturar, no puedo prescindir del monotributo, no puedo buscar vivienda, no puedo acceder a un crédito.

Y así, en medio del ascenso del discurso individualista, recuerdo que la solidaridad es la forma de ayuda a los necesitados, a quienes están excluidos o en riesgo de exclusión. Tantos años de asistir a los más necesitados y llega un punto en el que comenzamos a necesitar los que velamos por los necesitados. ¿No es paradójico? Es como cuando decían “lo que funciona, el Estado lo regula; si deja de funcionar, lo subsidia”. Era un hermoso chiste.

No me queda otra que aguantar, lo sé. Pero que no me vengan a dar clases de moral, paciencia y psicopatía. ¿Es mucho pedir eso? Un cachito de respeto a los que pagamos el ajuste. No más.

Paciencia… Que no llevan más de un mes, paciencia. Pero el Presi nos dice que son quince años más de espera. Más que una promesa de gobierno, suena a sentencia. Hablando de eso, Chocolate volvíó a ser sólo una golosina, ¿no?

En fin, no sé si me expliqué, licenciado. ¿Cómo dice? Ah, usted quería un pañuelo. Sí, tenga. Guárdelo.

(Relato del PRESENTE)

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