LA PARADOJA DE LOS ESPECIALISTAS

 OPINIÓN

Cuántos más pergaminos tiene alguien sobre un tema, más chances de que ignore los datos de la realidad 

Dibujo: José Luis Galliano 

Por Gustavo Noriega 

Recuerdo que en algún momento de 1989 me encontraba en la estación de subte de la línea D “Facultad de Medicina”. Era fan de las revistas –de cualquiera, de cualquier tema, de que existieran y de que se renovaran semanal o mensualmente– y el kiosco en el andén era robusto y variado, había publicaciones de todo tipo. Entre ellas, una de la Facultad de Sociología, o algo así, tenía un título que me llamó la atención y me hizo reír: “La crisis final del capitalismo”.

A esa altura nadie ignoraba que la gran noticia de la política internacional era que lo que se estaba terminando era el bloque socialista, producto de un fracaso económico fenomenal, que se había desplegado a lo largo de décadas y que ya era imposible disimular. El desmoronamiento sucedía ante nuestros ojos, no era un secreto de especialistas en relaciones internacionales. Mi papá, comunista desde Cemento, ya no hablaba de política. Se compró un piano, se encerró en una pieza y comenzó a estudiar de cero, haciendo escalas tratando de aflojar las manos, ya atacadas por la artrosis. Había sido un excelente pianista de jazz en los ’40 y los ’50 y volver a sus mejores años fue la forma de aislarse del derrumbe de los ideales que había sostenido a lo largo de toda su vida con la mayor de las convicciones.

¿Cómo podía ser que en el momento en que se producía un evento político evidente y obvio, como la caída del comunismo, los profesionales que se dedicaban a pensar la sociedad interpretaran las cosas exactamente al revés? Si uno hubiera hecho una encuesta en ese momento preguntando cuál de los dos sistemas estaba en crisis, seguramente el 80% habría contestado el socialismo y sólo el 20% el capitalismo. Lo notable es que dentro de ese 20%, seguramente la gran mayoría estaría compuesta de especialistas, de gente que se dedicaba a pensar la sociedad y las relaciones internacionales. Sólo los especialistas podían darse el lujo de tapar la realidad con su ideología. Sobre estos números que ofrezco no tengo pruebas ni dudas.

Pensé en esto, que llamaré “la paradoja del especialista”, en estos días, pero no por algún elemento de la realidad política sino por mi actividad intelectual prioritaria, al menos calculada en término de horas invertidas: el fútbol. Lo voy a tratar de explicar de manera tal que, aunque el lector no haya visto un partido en su vida, lo entienda.

Es una costumbre extendida de muchos entrenadores postergar bajo alguna excusa a su mejor jugador. Que no sea titular, que sea reemplazado o que juegue en una posición que no le resulta cómoda, teniendo disponible la alternativa: que juegue todo el tiempo de la mejor manera posible. Fue un clásico de los entrenadores italianos y lo sufrieron verdaderos cracks de nivel internacional. Este año esto se dio en Boca durante la dirección técnica de Jorge Almirón: su mejor jugador era un muchacho pelirrojo de apellido Barco y el técnico, inevitablemente, o no lo ponía o lo sacaba promediando el segundo tiempo, aunque hubiera sido la figura del equipo.

Pensé en ese momento algo que me sorprendió por lo paradójico y cierto: sólo un técnico de fútbol podría sacar a Barco cuando faltaba media hora para terminar el partido. Si se le hubiera dado la posibilidad de hacer los cambios a un abogado, un repositor de supermercado o un paseador de perros, habría hecho los correctos, dejando al mejor jugador en cancha. Era lo obvio, el dato inmediato de la realidad, sobre el cual luego tratar de imaginar algo superador.

El especialista, a menudo, particularmente si es entrenador de fútbol o politólogo, desdeña el ladrillo fundacional de cualquier sistema de pensamiento que son los datos de la realidad. Le parece poca cosa rendirse a lo que haría cualquier otro sin mayor preparación. Aprendió en el CBC (el politólogo, el entrenador probablemente no) que la realidad es construida socialmente y entonces decidió tirar al niño con el agua sucia y que, si no hay datos confiables de la realidad, entonces podemos construirla a piacere. Convirtió las limitaciones de nuestro sistema cognitivo y las restricciones de estar en el mundo en un piedra libre para acomodar las cosas a su gusto.

Así como sólo una persona que dedica su vida a entrenar equipos de fútbol podía ignorar que a Barco había que dejarlo en la cancha, los intelectuales argentinos pensaron que el eje de las elecciones nacionales de este año no pasaba por la gravísima crisis económica y el desgaste sufrido por sus principales responsables sino por un incierto pacto democrático realizado hace cuatro décadas y que nadie, salvo ellos y los interesados en que no se hablara de economía, pensaba que estaba en riesgo. La campaña hecha por un grupo de intelectuales para que no se vote a Milei no sólo fue escasa en resultados, sino que ni siquiera logró imponerse como discurso. La campaña del miedo se basó en supuestos similares, pero no logró convertirse en conversación pública. El Pacto del ’83 no estuvo en boca de nadie salvo en las de los especialistas.

No es que faltaran motivos para rechazar el voto a un candidato como Milei, pero lo cierto es que la discusión que los profesionales del pensamiento salieron a plantearle a la sociedad no tenía ninguna relación con las preocupaciones generales de las personas sin tiempo en pensar en el Pacto del ’83. Estas se relacionaban con la dificultad de llegar con sus ingresos a fin de mes. Y eso, cuando nos referimos al sector de la población que todavía quedó dentro del sistema, con ingresos asegurados. No es la situación del 45% de los argentinos, que quedaron por debajo de la línea de pobreza, para no hablar de los marginados totales, los indigentes. Los especialistas en pensar a la sociedad no registraron que si uno camina por la ciudad de Buenos Aires o por la mayor parte del conurbano es imposible no cruzarse con un compatriota que ha perdido todo vestigio de civilización, cuya morada es una ochava y sus ropas harapos, que orina en los contenedores de basura luego de hurgar en su interior para ver si encuentra algo de valor y que muchas veces camina murmurando para sí con los ojos extraviados. ¿No registraron este creciente ejército de personas que representan nuestro hundimiento en el fracaso?

Para cerrar los ojos a la realidad fácilmente constatable, los intelectuales no fueron solamente presos de la “paradoja del especialista”, basada en el desdén aristocrático por lo obvio, sino que, además, pusieron en práctica los ejes tradicionales de su manera de pensar. Básicamente se trata de una condescendencia sistemática en su mirada sobre el peronismo y en la incapacidad de salirse de una matriz rígida de pensamiento, sin poder establecer algún tipo de diálogo con gente por fuera de su endogamia.

La denuncia de que la fórmula Milei-Villarruel desafiaba el consenso alcanzado en 1983 fue un ejemplo de ambas características. En primer lugar, inventa un pasado mítico en el cual, como sucede habitualmente en estas fantasías, el peronismo quedaba limpio de sus pecados. No existió en 1983 un pacto democrático entre radicales y peronistas. Eran contrincantes encarnizados en condiciones de disputar el triunfo. La gran novedad de aquellas elecciones fue que no se trató de un triunfo sobre los militares, sino que el derrotado fue el peronismo. La campaña de Alfonsín, justa o injusta pero claramente efectiva, se basó en la denuncia de un “pacto militar-sindical”. El hecho de que el candidato del justicialismo aprobara la autoamnistía para los militares acusados de violar derechos humanos reforzaba la idea de que entre ambas corporaciones había un entendimiento.

Una vez que triunfó el radicalismo y expuso a través de la Conadep y el Nunca Más las violaciones de los militares a los derechos humanos y, posteriormente, su juzgamiento, el panorama político cambió, cementando la idea de que una salida a la crisis jamás podría volver a ser vía el ejército. Fue recién casi cuatro años después, en Semana Santa de 1987, a raíz de la rebelión carapintada, que el peronismo finalmente se alineó con el gobierno radical en defensa del sistema democrático. El Pacto del ’83 es una ficción que minimiza el aporte de los radicales, especialmente el de Raúl Alfonsín, al cambio de paradigma en la política nacional, y licúa las culpas del peronismo que especuló hasta último momento con una relación ambigua con el Partido Militar (curiosamente, el mismo efecto mistificador tiene la película Argentina, 1985, otra ficción).

Con respecto a la intervención de los libertarios en este tema, Esteban Schmidt, en su newsletter, lo explica muy bien:

Antes que un ajuste sobre la idea consensuada sobre el golpe del ’76, la vicepresidencia de Villarruel desafía el consenso sobre la acción romántica de Montoneros y el ERP. Desafía a las generaciones que aprendieron el martirologio en la escuela ¡desde primer grado! Pero, por supuesto, no desafía a Patricia Bullrich que estuvo ahí, que no se la van a venir a contar, ni desafía a todos los Montoneros o Erps que sobrevivieron porque saben de qué se está hablando ni a nadie que esté profesionalmente en la política o que no sea un chanta o hipócrita. Por supuesto que si Villarruel no tuviera “enfrente” una gran masa que deplora y repudia esa vieja dictadura militar la línea de puntos de sus acciones nos llevaría a la reivindicación del 24 de marzo. Pero el instinto antidemocrático vive en muchos otros. Si el peronismo ganaba en 2015: ¿adónde nos llevaba la inercia antidemocrática de aquel tren que la llamó a decir: vamos por todo?

Schmidt entiende que el discurso de la vicepresidenta Villarruel (que a Milei parece importarle poco o nada) no pasa, como se dijo hasta el hartazgo en la campaña del miedo, por reivindicar la acción de los militares o los Falcon verdes de los grupos irregulares, sino por reubicar el acento de la mirada sobre los años ’70 más cerca de las víctimas de las organizaciones revolucionarias, fuera del eje del discurso sobre la época.

Se da cuenta de algo más: de que los límites del discurso de Villarruel no están determinados por su libre voluntad, sino que también están dados por el consenso circundante, consenso que no se ha modificado esencialmente. Villarruel advirtió tempranamente cuáles eran las posibilidades de modificar el discurso sobre la década del ’70 y de hecho su libro sobre víctimas de las organizaciones guerrilleras se restringía a las víctimas civiles, ni siquiera a los militares asesinados durante períodos democráticos por el terrorismo. Al establecer esa área de trabajo tan fuertemente definida –víctimas civiles de organizaciones terroristas– Villarruel abría la posibilidad de ser escuchada por la sociedad al tiempo que despertaba las iras de los grupos más cercanos a la dictadura, como los de Cecilia Pando.

En ese sentido, la estrategia seguida públicamente contra Villarruel no hizo más que facilitar la posibilidad de su radicalización. En lugar de reconocerle que tenía un punto cierto y que había que trabajar para corregir esa falla de la democracia, desde el primer momento en que apareció en los medios hablando de las víctimas de la guerrilla, se la trató de vincular con la dictadura. Se la podría haber considerado como la pata derecha del arco democrático, haciendo un reclamo sobre el cual no hay dudas respecto de su justicia, postulando el rechazo a la violencia como herramienta política como una idea en común de toda la sociedad. Al pretender determinar que Villarruel estaba fuera de ese arco democrático, el tema de la violencia política parecía quedar supeditado a su origen para ser repudiado.

De hecho, algunos de los intelectuales que agitaron el fantasma del peligro antidemocrático de La Libertad Avanza tuvieron en su momento el mérito de hacer el análisis y la crítica más clara y lúcida del accionar de las organizaciones guerrilleras, como los casos de Hugo Vezzetti y Claudia Hilb, en trabajos superlativos que han sido bibliografía obligatoria del tema. Sin embargo, se comportan en la discusión pública como si fueran los dueños del tema y no pudieran compartir sus voces con las de las víctimas de la guerrilla a la que ellos mismos critican. La reacción ante el acto en la Legislatura, en homenaje a Larrabure, secuestrado y asesinado por el ERP en circunstancias horrendas bajo un gobierno de origen democrático, fue el punto de arranque de la campaña del miedo y de denuncia de las ideas de Victoria Villarruel cuando tendría que haber sido visto con comprensión y hasta simpatía. A pesar de las denuncias y las movilizaciones que así lo aseguraban, el acto no fue un intento de reivindicar a Videla sino de empujar a las víctimas del terrorismo a un lugar menos periférico de la conversación pública.

NO LA VIERON

En todo caso, las relaciones de la ahora vicepresidenta Villarruel con el mundo militar y su mirada desalineada con la idea hegemónica implantada en los años kirchneristas sirvió como coartada para alimentar los temores sobre un asalto a la democracia. Sin embargo, los episodios posteriores a las tan temidas elecciones, luego del triunfo del candidato que se suponía venía a destruir el consenso democrático, no pasaron de ser la rutinaria ronda de candidatos a funcionarios, los tiras y aflojes, intentos de influir y la necesidad de armar equipos con las limitaciones de un partido nuevo, con el burocrático desfile de caras viejas tratando de pasar por nuevas.

Así como se desinfló la idea de “casta” –los requisitos para no ser así considerados se relajaron bruscamente por parte de los libertarios– también se hizo menos temible la amenaza al consenso sobre la democracia. Los votantes habían puesto las cosas en su lugar, castigando a los responsables de la catástrofe económica y exponiendo el hartazgo hacia un discurso que ignoraba las dificultades diarias para vivir de los argentinos para enfocarse en el “lawfare”, los “derechos” y la obsesión por modificar la estructura del Poder Judicial. La Argentina no estaba discutiendo la vigencia del Nunca Más sino si el camino para frenar la inflación pasaba por desarmar la bola de las leliqs.

La ignorancia de los intelectuales sobre la cuestión social, sin embargo, no es constante ni eterna. Por ejemplo, varios de quienes firmaron la carta pidiendo el voto a Massa dijeron también que “más allá de la complicada herencia económica recibida, la política económica y social de este gobierno está en el centro de la explicación de la persistencia de alta inflación, la caída del salario real, el aumento del desempleo, el desbalance creciente de las cuentas externas, el exponencial aumento del endeudamiento, el desfinanciamiento cada vez más preocupante de la educación pública”. Sin embargo, los firmantes de esta declaración no se referían a la política económica de Sergio Massa, dado que se trata de un documento de septiembre de 2018, cuando el presidente era Mauricio Macri.

Varios de sus firmantes son los mismos que reclamaban el voto a Massa contra Javier Milei y que a lo largo de la profunda crisis económica bajo el gobierno de Alberto Fernández no se refirieron al tema. ¿Cómo puede ser que los intelectuales preocupados por la amenaza al Nunca Más no hayan publicado a lo largo de los interminables y breves cuatro años de la presidencia de Alberto Fernández un documento sobre la catástrofe que se estaba produciendo? Si son los que dedican su vida a pensar a la sociedad, ¿cómo es que estuvieron los dos años de pandemia obedeciendo sin chistar y sin alertar que esa parálisis económica en un país al borde del abismo iba a terminar condenando a millones de argentinos a la miseria? Y lo que resulta más escandaloso, pero a la vez coherente con ese silencio atronador: ¿cómo puede ser que nos pidieran el voto para los responsables de este desastre? En definitiva, ¿cómo puede ser que Almirón lo sacara siempre a Barco cuando era el único que podía inventar la jugada salvadora?

No se trata de que los intelectuales hayan apostado al perdedor. Las posiciones correctas son independientes de su popularidad o eficacia y la historia repetidas veces ha obligado a los justos a ser una minoría y predicar en el desierto. De lo que se trata es de que han ignorado lo evidente, lo que estaba delante de sus ojos, y que no se trata de otra cosa que del sufrimiento de millones y millones de personas. Varios de los intelectuales han sido formados –o al menos han estudiado– por las ideas del marxismo. Sin embargo, para no hablar de su sensibilidad social, perdida para siempre, han olvidado la supremacía de lo económico, las condiciones materiales de vida, la estructura sobre la cual se construye la superestructura de instituciones e ideas, todas enseñanzas del marxismo que hoy constituyen parte del sentido común generalizado bajo la forma vulgar de la frase “Es la economía, estúpido”.

Para ignorarlo, para desviar la conversación de lo evidente, ya sea que lo hayan hecho deliberadamente o de manera ingenua, han imaginado un peligro tan extremo que refería al período más catastrófico de la Argentina y que no admite comparaciones ni discusión. En el camino de esa mistificación se han puesto al servicio de los intereses del peronismo. ¿Casualidad? No lo creo.

(Seúl)


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