EL QUE LAS HIZO, LAS DEBE PAGAR

OPINIÓN

Está claro que los arietes principales en la lucha contra la corrupción pública deben ser la Justicia y el Ministerio Público. De eso no debe caber ninguna duda


Por Carlos Mira

La magnanimidad siempre ha sido un problema en la Argentina. En principio, todo el mundo parecería considerarla como una cualidad plausible y que, por lo tanto, debe reconocerse y retribuirse de la misma manera.

Pero, justamente los problemas que la Argentina tiene con la magnanimidad comienzan cuando llega el momento de repagarla. Quienes se vieron favorecidos por la decisión o la acción magnánima de otro, no la devuelven con la misma moneda.

Esta es una cuestión que el Presidente Milei debería mirar con atención. En su discurso inaugural, el 10 de diciembre, tuvo un pasaje que podría encuadrarse dentro de lo que aquí llamamos “magnanimidad”. El presidente dijo que todos los que quisieran sumarse al nuevo camino de la libertad en la Argentina serían bienvenidos, sin importar de dónde vengan ni lo que hayan hecho.

¡Tenga mano, compañero! Diría algún jugador de truco que quiere advertirle a otro jugador que no vaya con tanto apuro.

El Presidente y su Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, han sido claros en que van a restaurar la vigencia del viejo y saludable principio de que “quien las hace las paga”. Por supuesto que está muy bien ese retorno a las bases normales del sentido común, por años atacado sin piedad por el kirchnerismo. Pero esa idea debería contener un agregado muy importante en el particular caso argentino: en el país no solo deberá volver a cobrar vigencia la idea de que “el que las hace las paga” sino también aquella otra de que “el que las hizo las pagará”.

Naturalmente este agregado, en un país impiadosamente saqueado durante dos décadas por un conjunto de funcionarios a los que no les tembló el pulso para arruinarle la vida a millones de argentinos robándose para sí cifras multimillonarias del Tesoro Público (cifras que deberían haber servido para mejorar el horizonte de varias generaciones), se refiere a la acción de los corruptos que asquearon al país con un latrocinio obsceno.

En ese sentido (no sabemos si por decisión propia o siguiendo alguna directiva del Presidente) el Ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, tuvo expresiones preocupantes cuando se refirió a la decisión de no reponerles a la Oficina Anticorrupción y a la UIF la facultad de actuar como querellantes ante la Justicia en casos de corrupción pública, incluso cuando haya lavado de activos. Ambas tuvieron esa herramienta durante el gobierno de Cambiemos y luego el kirchnerismo se las retiró cuando asumió Alberto Fernández.

Lo que más preocupa de todo el asunto es que el Ministro Cúneo Libarona, cuando intentó justificar su decisión, utilizó un argumento que parece salido de las carpetas de los abogados defensores de los corruptos: que las facultades de querellar en cabeza de la OA y de la UIF supone entregar “armas” de “persecución política” a un gobierno para habilitarlo a molestar a sus opositores.

Admitir este argumento es lo mismo que dejar asentado que la principal tesis de Cristina Fernández de Kirchner -y de otros corruptos como ella- es cierta, esto es, que ellos son víctimas de una “guerra judicial” o “lawfare”.

Ese solo dato alarma. Si la movida fue decidida como un acto de “magnanimidad”, alarma más aún.

Está claro que los arietes principales en la lucha contra la corrupción pública deben ser la Justicia y el Ministerio Público. De eso no debe caber ninguna duda.

Pero en un país como la Argentina en donde la trama de los propios corruptos ha infiltrado hasta los estamentos más profundos de toda la estructura de control prevista en la Constitución (por la vía de colocar jueces y fiscales “del palo”, amañar la composición de los organismos de fiscalización, etcétera) la posibilidad de que las agencias técnicas puedan presentarse ante los jueces para iniciar las actuaciones es muy importante. Casi indispensable, diría.

Por supuesto que esas dependencias deben actuar como unidades esencialmente técnicas, independientes del poder del gobierno y con facultades para llevar a juicio a los propios funcionarios del gobierno actual. Pero dejarlas desprovistas de una herramienta de trabajo como es la de iniciar el proceso ante la Justicia es, reitero, comprar in totum el argumento de los corruptos. Aunque más no fuera por eso, la OA y la UIF deberían recuperar sus facultades para querellar.

Un gobierno nuevo como el de Javier Milei no solo está compuesto por un corazón de medidas puntuales y concretas sino también por un inasible conjunto de conductas que, no por ser inasibles -esto es, de difícil mensurabilidad- dejan de ser muy potentes a la hora de transmitir una imagen de firmeza, honestidad, buen rumbo, integridad, confiabilidad y justicia.

La iniciativa de abrirle los brazos a todos los que quieran sumarse al nuevo camino iniciado por la Argentina supone el rechazo de todos aquellos que la llevaron por los enlodados senderos del crimen, del robo y de la miseria. Ambas rutas no son compatibles: quién las hizo debe pagar y, de ser posible aún, devolver lo que les robó a millones de argentinos que hoy se debaten en la duda de qué comerán mañana o si siquiera comerán.

La responsabilidad de ese daño debe ser reparada. No puede haber conciliación con la estafa corrupta, más allá de que el estafador ahora se muestre arrepentido y acepte abrazar las nuevas ideas. El ofrecimiento sincero y desinteresado debe tener un límite. Ese límite es la atrocidad del saqueo perpetrado, no independiente de las peripecias económicas heredadas por el Presidente.

El gobierno no puede auto-mutilarse; no puede cercenarse a sí mismo las facultades legales que deberían investir a las agencias independientes de control del poder de investigar, denunciar y querellar.

Pero hay algo más: si en un país como la Argentina el gobierno no lo puede hacer por el imperio del principio del sano juicio, menos aún podría hacerlo justificando su decisión con el uso de argumentos que coinciden, palabra por palabra, con las posturas defensivas de los acusados.

Hay una distinción entre ser magnánimo y ser naive. No creo que Cúneo Libarona sea naive. Y al Presidente le convendría, por las dudas, chequear la diferencia. Si acaso por un momento pensó que una concesión desinteresada suya podría conmover el alma de los truhanes, solo la decepción lo espera en el horizonte.

(The Post)




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