OPINIÓN
Me refiero a la pulverización de la autoestima y al reemplazo de ese sentimiento noble por un patrioterismo bravucón tan vacío como inútilmente patotero
Por Carlos Mira
El daño peronista ha sido tan grande en materias tan amplias como la social, la económica, la cultural, la jurídica, la educativa y las de las relaciones exteriores del país que, en general, se tiende a olvidar el que, para mi, es el peor de todos los males que este engendro le ocasionó a la Argentina.
Me refiero a la pulverización de la autoestima y al reemplazo de ese sentimiento noble por un patrioterismo bravucón tan vacío como inútilmente patotero.
Quienes hicieron este país lo imaginaron como un experimento único y grande, predestinado a marcar un hito en la historia. La opción de “vivir con gloria o morir” no es una simple frase en las estrofas del himno: es una visión, una convicción de que la Argentina tenía solo dos alternativas: estar para grandes cosas o desaparecer.
En esa convicción se encerraba la idea de la excepcionalidad argentina, el convencimiento de que el país no era simplemente uno más entre tantos sino una tierra llamada a destacarse.
Esa idea de hacer las cosas no solo bien sino también “a lo grande”, marcó una notoria diferencia entre este país y el resto de América Latina que pareció asumir desde el inicio una postura modesta y conformista como la de quien sabe que debe adecuarse a lo que tiene porque no le da para más.
Ese detalle también marcó una diferencia de riquezas y hasta de opulencia del país que contrastaba notoriamente con las carencias que afectaban a la mayoría de los países de la región.
La Argentina previa a Perón fue todo lo contrario a ese modelo latinoamericano: aquí no se andaba con chiquitas y todo parecía querer replicar la inmensidad territorial del país, como si la obra del hombre debiera ser tan grande como su geografía.
El país estaba seguro de sí mismo y de su inmodificable destino de grandeza. No había vergüenza por ello ni por su manifestación sino un orgullo que afloraba en los edificios, en los lugares públicos, en el sentido grandioso con el que la Argentina encaraba cada cosa que comenzaba, desde la red ferroviaria hasta el Teatro Colón y desde la red de subterráneos hasta la cosechadora a gas oil.
El espíritu bravo del pueblo que había cruzado Los Andes para ganar su libertad y también para regalársela a los pueblos vecinos, no terminó el día que San Martin acabó su epopeya en Lima. Continuó.
Continuó en esa convicción feroz de que el conformismo era una enfermedad de pueblos débiles, incompatible con el amor propio del argentino y con ese intangible convencimiento de que el destino de la Argentina estaba escrito en letras de oro y esculpido en la roca.
A ese corazón de grandeza le apuntó el peronismo. Y le dio con tanta puntería que lo rompió en mil pedazos. Ese fue el mayor legado de destrucción; uno que no se compara ni con la degradación económica o cultural que, claramente, el país sufre desde que el peronismo apareció y que probablemente sea también consecuencia de aquel daño más profundo.
El peronismo convenció al país de que era uno más entre tantos desvalidos de una zona pobre del mundo. Pese a sus iniciales diferencias con la Iglesia Católica encontró allí un valiosísimo aliado para ese fin.
Es mas, subliminalmente envió un constante bombardeo de mensajes tendientes a convencer al país de que haber supuesto en algún momento que era una tierra diferente, una tierra en muchos sentidos “prometida” para la realización humana, había sido un acto de imperdonable soberbia nacional para con los “hermanos latinoamericanos”. Un acto de soberbia que había que reparar con una auto infligida acción de menosprecio.
La transmisión de una mentalidad chiquita, temerosa, pusilánime, arrepentida de haber sido grande alguna vez, fue por lejos, el mas grande daño que el peronismo le causó a la Argentina.
Haber logrado que esa miserabilidad mental penetrara en los más íntimos pliegues del inconsciente argentino trajo por añadidura todas las demás miserias, la material -naturalmente- entre ellas. Es mas, respecto de la riqueza, frente al hecho de ser rico, se pasó a tener un fuerte sentimiento de repuganancia, como si tener riqueza o ser rico estuviera mal.
El haber pasado de ser un pueblo que se creía con capacidad para lograr todo lo que que se propusiese a otro en el que lo que predomina es la convicción de que el mundo está en contra de nosotros por lo que, como los caracoles, debemos apichonarnos debajo de nuestra propia caparazón, es el mayor drama del legado peronista.
Habernos convencido de que debemos pedir disculpas, no solo por ser grandes, sino por habernos creído grandes, fue la mayor fuerza residual de destrucción que dejó la malaria creada por Perón.
Paradójicamente el peronismo canalizó la indudable bravura argentina hacia la fuerza bruta, el patoterismo y la reivindicación del “guapo de barrio”, muchas veces alimentado a jarabe de pico, es cierto, pero otras con real capacidad para hacer el mal y para atropellar dañosamente a todos los que no se avienen a sus imposiciones. Convirtió la bravura en bravuconada; la convicción del self made man que todo lo puede, en el aluvión de la masa que todo lo pisa.
En términos futboleros la Argentina paso de ser un equipo grande a ser un equipo chico o, peor aún, pasó de ser un equipo con mentalidad de equipo grande a un equipo con mentalidad de equipo chico, un equipo que se piensa inferior, que cree que su única posibilidad de ganar el partido consiste en ensuciarlo.
Este es, a pesar de los formidables desbarajustes que produjo en todos los demás terrenos de la vida nacional, el más grave daño asestado por el peronismo al país.
Volver a convencer a los argentinos del destino manifiesto que la Argentina tiene es, también, el mayor desafío del nuevo gobierno. Siendo como son de inmensos los retos que enfrenta el Presidente Milei prácticamente en todos los campos de la vida nacional, el de dar vuelta esa mentalidad sumisa y temerosa frente a la vida en la que ha caído la media de la sociedad, es, por lejos, la mas grande apuesta que el Presidente tiene por delante.
Volver a convencer a los argentinos de que este es un pueblo que ha sido elegido por la Providencia para entregarle al mundo un haz de valores distintos a los que el Universo conoce de la región es el pico más alto que el Presidente tiene por escalar.
Llevar al subconsciente nacional una vez más el Espíritu de Los Andes, un espíritu que no se doblega ni aunque se yerga ante él una inmensa pared de piedra de 6000 metros y que luego de superarla se impulsa aun más alto, es la luz de la antorcha que debiera iluminar el camino de Milei.
Es cierto que hoy, hasta las condiciones demográficas que tiene el país hacen la tarea mucho más dificil y compleja. Pero, para volver al fútbol -al que tan afecto es el Presidente- el país no debe continuar con esta actitud de que el objetivo está cumplido si se “salva del descenso”: el país debe pelear el campeonato. Si lo logra todas las demás dulzuras llegarán, suavemente, guiadas por la misma mano.
(The Post)
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