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OPINIÓN

Qué es lo que hace que una persona encare una carrera política


Por Nicolás Lucca

Con esa pregunta me entretengo cada tanto cuando tengo que esperar en lugares sin celular, como en el banco o en un triángulo de las bermudas ubicado en Caballito donde los telefónos aún funcionan en GSM.

Alguna vez comenté en este sitio que descreo de la estabilidad de cualquier político, como si sintonizaran otra frecuencia. Y que me baso en un principio básico. Usted, yo, cualquiera de nosotros, si se entera que tres o cuatro personas hablan mal de uno, probablemente nos sintamos afectados. Si fueran cientos, entraríamos en pánico.

Ahora, el que decide dedicarse a la política, sabe que, si es conocido, tendrá demasiada gente que lo puteará. Si tiene una imagen positiva sublime, supongamos, del 60%, quiere decir que, estadísticamente, hay 28.2 millones de argentinos que lo putean igual. ¿Quién puede lidiar con eso y decir que tiene la misma forma de sentir que el resto de los mortales?

¿Y los que van por la Presidencia? Esa es otra pregunta que surge en mi cabeza cuando no puedo usar el celular, como cuando estás en un banco, o en cualquier esquina. El costo personal de una campaña, la extensión en el tiempo, meses sin pegar un ojo, el desgaste físico, despertar y no saber en qué ciudad se encuentran. Las campañas parecen un infierno, pero son tan solo el lobby de bienvenida: lo peor viene después de ganar.

Toda tu vida expuesta las 24 horas, rodeado de tipos que se desviven por hacerte saber que son conscientes de que tienen ese trabajo gracias a vos, nunca un segundo de paz y millones de personas que te putean, gracias a las redes sociales, en vivo y en directo.

Pero estos días volvió a surgirme una pregunta que hace mucho no se me pasaba por la cabeza. Quizá sea porque nunca lo percibí tan rápido, o tal vez no lo quería ver antes. Son de esas clases de cosas que te vienen a la mente cuando tenés que esperar cagado de embole, como dos horas a que te atienda un médico o tres horas por el comunicado de un ministro. ¿Qué lleva a alguien a ser tan intransigentemente oficialista en menos de 72 horas?

No me refiero a los mileístas de la primera hora, esos que acompañaron con toda la parafernalia desde el minuto cero. Hablo de todos esos que puteaban por ser calificados de “viejos meados” y que ahora se comportan como si no hubiera asumido un Presidente, sino un monarca absolutista: no se pueden hacer chistes.

Literalmente.

Adriana Amado me dijo en más de una ocasión que era un problema mío, no de Xwitter. Que el problema radicaba en los intercambios que yo decidía realizar y en las respuestas que yo permitía que me llegaran. Y seguramente tiene razón, que por algo ella es Adriana Amado y yo no.

Yo entiendo, al igual que muchos, que no quedaba solución alternativa. De hecho, llevo casi dos décadas puteando por el manejo económico, desde mucho, mucho antes de que el 54% de los electores consagraran a Cristina Kirchner presidenta en primera vuelta. Incluso desde antes de que llegara Néstor Kirchner a la presidencia. Y no estudié economía.

Obvio que sé que no quedaba solución, pero no entiendo los festejos. Una persona puede saber que, si le detectaron un carcinoma, el tratamiento será arduo, doloroso y angustiante. Pero me cuesta imaginar una Quimio Party. Sabe que no tiene opción, agacha la cabeza y se encomienda a la ciencia médica y a sus creencias espirituales. De vez en cuando levanta la vista y manda a la mierda a uno que le dice que el tumor se cura con un atado de cigarrillos de uranio enriquecido por día y listo.

Sabe que el tratamiento es la única chance que tiene –sin garantías– de contar la historia y es consciente de lo que le espera. Y yo veo a demasiados que todavía no notaron que el tratamiento no será ni a palos llevadero. Salvo que vivas de tus padres, o tengas casa propia, o un laburo en el extranjero en negro.

Inflación reprimida trasladada a precios. Aumento de combustibles. Aumento de combustibles trasladados a precios. Suba del dólar. Suba del dólar trasladada a precios y a los combustibles, que también sumarán a los precios y a la energía. Aumentos en la energía, por la inflación, por el dólar y por el combustible presionado por el dólar y la inflación. Sí, el desastre es gigante y creer que la solución no será igual o más dolorosa, es solo posible si se vive en algún planeta perdido en Alpha Centauri.

Fuera de las redes, el otro día hice un comentario en una charla con corrida entre amigotes y conocidos sobre lo insólito que me resultaba la designación de Karina Milei como Secretaria General de la Presidencia. Me respondieron casi a coro “es una cuestión de confianza” y qué me molestaba. A ver: mi hermano me tiene plena confianza y ni en pedo deja que su trabajo pase por mis manos. Porque esa es la función de un Secretario General de la Presidencia: refrendar los decretos, mensajes y proyectos que salgan de la Presidencia. ¿Nociones de la señorita?

De hecho, recuerdo los cuestionamientos a Fernando De La Rúa por nombrar a su hermano Jorge en ese cargo. Y eso que Jorge De La Rúa era un abogado de larga trayectoria como abogado administrativista y constitucionalista. Pero era el hermano. Y no cayó bien.

¿Ni un chiste puedo hacer? ¿Eso sería poner trabas en la rueda? Pero ponela de asesora y dejate de hinchar, que ahí nadie va a decir nada.

Podría haber prestado atención a los cruces que recibían cada uno de los que se atrevieron a hacer chistes absolutamente inocentes de todo poder de daño. Podría haber prestado atención a todos los que salen a hablarles a ninguna persona en particular con mensajes que comienzan con “Ahora te molesta que…” Pero, como dije: podría haberlo hecho. No lo hice.

En las tres horas de espera para los anuncios del ministro Caputo (en realidad, 59 horas de demora desde la promesa de anunciar las primeras medidas a las 8 de la mañana del lunes), harto del embole de las incertidumbre de tres horitas de más espera, tiré un par de chistes más pasatistas que hablar del clima en el ascensor. De “a ver si los periodistas se ubican de una vez por todas” en adelante, lo que imaginen.

Y yo puedo entender mucho –muchísimo– la bronca hacia demasiados de mis colegas, bronca que comparto y que he manifestado, también. Pero paremo’ un cachito, papá. Antes que periodista soy un montón de cosas, entre ellas un boludo de clase media, monotributista, inquilino, con personas a cargo y un tratamiento crónico. Agradezcan que no puteo en japonés por lo que me toca.

Porque se habla de cuidar a los caídos y se hace referencia solo a los pobres. Los políticos opositores –que la ven pasar– se acuerdan de los jubilados que están cagados de hambre desde que tengo memoria. Pero la clase media, el motor de la economía de este bonito país, la gran pagadora de impuestos, la mayor parte de los habitantes de la Argentina, está al horno. Y si no lo está, ya le abrieron la puertita y la colocaron en la bandeja. Eso que te ponen en la espalda es salsa barbacoa, no bronceador.

Lo que se anunció no es un plan económico, es un paquete de medidas de emergencia. Calculo que el plan económico –del que carecemos desde 2017– llegará en cualquier momento. Pero con la escasa información fehaciente y oficial con la que contamos ahora todo se centra en factores económicos netos.

¿Locatarios? ¿Locadores? ¿Colegios? ¿Hipotecados? ¿Prendados? ¿Prepagos bajo tratamiento? Yo también fui de los que dije que no tenemos por qué ser solidarios de una mala decisión. Y eso que no soy como algunos extremistas conocidos, que los putean desde la comodidad de haber cancelado el hipotecario con el dólar a 1.40 más el CER en un país devaluado tras la convertibilidad. Pero con el congelamiento de la economía y el descongelamiento de todas la variables económicas, hoy me pregunto a quién podrían venderle la casa en un mercado inmobiliario gélido. Y a dónde irían a vivir si no hay alquileres. Y ya que hablamos de alquileres: pobre gente.

Parte del daño cultural del nuevo milenio nos llevó a sentir vergüenza de quejarnos, dado que tenemos más que otros. El famoso “bueno, siempre se puede estar peor”, frase de mierda que odio casi tanto como “si sucede, conviene” y “soltar”. Pero trabajamos para estar mejor.

Los que no heredamos, los que no tenemos campos ni empresas familiares, los que no vivimos a nuestras parejas, los que tenemos cinco laburos para parar la olla, no lo hacemos de puro gusto o porque nos encanta vivir al borde del infarto con apenas 40 años. A nosotros esta crisis nos está haciendo mierda hace rato y ahora tenemos que pechear las correcciones económicas de forma estoica.

Entonces, mientras esperamos que el Congreso no se convierta en la llorería en contra de las reformas que debieron haber hecho hace treinta años y a favor de las que hicieron equivocadamente –y con aviso– en los últimos veinte, al menos déjennos el humor. Es reirse o saltar del balcón. Es el humor, esa cosa que siempre nos salvó, esa que Freud sostuvo que sirve para liberar tensiones y que nos consuela ante lo inevitable como un padre lo hace con su hijo.

Sabemos de dónde venimos, no necesitamos que un grupo de aburridos y enojados se enojen aún más. Mucho menos que nos hagan saber que están mucho muy enojados y que nosotros no tomamos dimensión de las cosas, o que no dijimos nada cuando gobernaba Cristina, Néstor o el Virrey Cisneros.

Y sabemos lo que se viene. Las únicas dudas que tenemos es qué tan heridos saldremos y cuánto tardaremos en recuperarnos. ¿Cómo no se les ocurrió meter en el combo de la urgencia medidas paliativas para viviendas? Sí, va contra la propiedad privada y la libertad. Al igual que las retenciones que aumentaron, el impuesto a las ganancias que el presidente califica de inmoral, el impuesto PAIS, el impuesto a la importación, el impuesto a la exportación, la licuación de los salarios, etcétera. Si vamos a hacer excepciones ideológicas vestidas del eterno manto del pragmatismo, las hacemos todas.

No imagino peor momento para tener que soportar a una competencia de chupamedias ni la solemnidad monárquica. Justifican cosas a las que se opone cualquier tuit del propio presidente cuando no lo era.

Pueden no escuchar ni leer nada: los chistes se harán igual, las puteadas se dirán igual. Porque el tratamiento duele y peor es hacerlo en silencio.

P.D.: En textos romanos del siglo I antes de nuestra era, se encontró el siguiente comentario:

El emperador César Augusto viajaba por el imperio cuando se encontró con un hombre que se le parecía mucho. Impresionado, preguntó:
–¿Quizás tu madre trabajaba de sirviente en el palacio?
– No, su majestad, el que trabajaba allí era mi padre.

(Relato del PRESENTE)


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