SOLO EL PRINCIPIO

 OPINIÓN

El triunfo de Javier Milei es solo un soplo de oxígeno fresco


Por Carlos Mira

Quienes siguen estas columnas saben dónde estoy parado. Desde que estaba en el colegio vengo sosteniendo una idea: que no se puede vivir permanentemente bajo un sistema que pretenda lograr sus objetivos por la vía de la fuerza; en el que el “éxito” de ese sistema dependa de tantas regulaciones, imposiciones, prohibiciones y rebencazos que, eventualmente, perfeccione un orden de vida policíaco en donde un grupo minoritario y elitista impone órdenes que el pueblo raso, supuestamente, debe cumplir.

Todos los países que lo intentaron terminaron construyendo dictaduras inmundas y al mismo tiempo mandaron a sus ciudadanos a la ruina y a la miseria. No debería ser difícil de entender: la multiplicidad de decisiones que toma un cerebro humano por milisegundos no son compatibles con la existencia de una creencia que presuma de discernirlas a todas al tiempo que impone un régimen militar que les da un orden.

Esas decisiones, a su vez, entran en contacto con las miles que toman otros individuos que viven en la misma comunidad: sencillamente no se ha inventado aún la maquinaria que pueda dirigir, desde una botonera, semejante enjambre.

El dirigismo estatal parte de la altanera convicción de que sí es posible. El choque de las fuerzas de la naturaleza contra esa soberbia tecnocrática le costó a la Argentina 100 años de atraso. A otros, como a Cuba, por ejemplo, una miseria eterna.

No solo eso: la incompatibilidad entre lo “natural” y los mecanismos de control originaron no sólo una ineficiencia atroz sino un modelo corrupto que degradó a la Argentina hasta lo que hoy conocemos de ella: un país fracasado, estancado en la prehistoria, con bolsones de pobreza que hace que muchos chicos revuelvan la basura para comer mientras otros cuentan sus riquezas por millones, riquezas a la que no llegaron satisfaciendo a la sociedad con buenos bienes y servicios a buenos precios, sino como producto de “arreglos”, corrupciones asquerosas o, directamente, robos al Tesoro Público.

Solo un pelotudo importante, un altanero soberbio, alguien prendido en los curros de la necesaria corrupción o alguien con una mezcla de todo eso pudo haber creído, alguna vez, que un sistema basado en esos permanentes forceps podía funcionar.

La fórmula del éxito ha sido descubierta por la humanidad hace ya mucho tiempo. Ese éxito sólo se les niega a quienes, bajo diferentes argumentaciones, tozudamente la emprenden contra la fórmula. Muchas veces las argumentaciones son adaptadas a las idiosincrasias de los diferentes países.

En el caso argentino lo que funcionó fue una mezcla de nacionalismo ramplón con un resentimiento social estimulado por quienes, desde el poder, especularon con dividir a la sociedad para reinar y enriquecerse ellos.

La fórmula no es complicada. Es bien simple: las fuerzas del trabajo, de la inventiva y de la innovación de los ciudadanos (de los individuos, de las personas) debe fluir lo más libremente posible para que, por un orden espontáneo compatible con la lógica de la naturaleza y del Universo, se equilibren hacia un funcionamiento acompasado, suave, sin resistencias ni imposiciones (más allá de las que surgen de la ilegalidad) que multiplique los recursos, las riquezas y el nivel de vida de todos.

Los países que más se acercan a este ideal (confirmamos que, en efecto, la descripción de recién es un ideal) son hoy los primeros países de la Tierra: EEUU, Australia, Irlanda, Canadá, Holanda, Nueva Zelanda, Alemania…

¿No hay leyes ni regulaciones en esos países? ¡Por supuesto que las hay! Y en general son bien duras y estrictas. Pero el principio general está en mayor o menor medida regido por lo que la Declaración de la Independencia de los EEUU explica en su primer párrafo: “todos los hombres son creados iguales y están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre ellos, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.”

Esa búsqueda es individual y tiene los perfiles que cada uno quiera darle. No hay -no puede haber- una autoridad que se entrometa para ubicar a las personas -como si fueran fichas de un juego de mesa- en un lugar u otro. Ese lugar lo busca cada uno, con sus armas, con su trabajo, con sus brazos, con su mente, con su esfuerzo, con sus ocurrencias.

El lugar al que llega cada uno no es ni justo ni injusto per se: es, en principio, la consecuencia de la puesta en funcionamiento del herramental que la vida nos dio cuando nacimos. ¿Pueden influir el azar y la suerte? Pueden, sí. Pero el sistema está preparado para creer que, en principio, el lugar de cada uno es el lugar que cada uno se ganó y que los lugares que sean explicados exclusivamente por la “suerte” son muy pocos en una sociedad libre. En general estos países adscriben a la fórmula de Roberto De Vicenzo: “Cuanto más trabajo, cuanto más practico, más suerte tengo”.

Diez generaciones de argentinos fueron arteramente convencidos de que las cosas en la vida no eran así; de que había personas injustamente desiguales y de que una elite justiciera debía imponerse para emparejar los tantos.

Resulta francamente asombroso que esa idea haya prendido en un país que había demostrado con miles de casos exitosos, cómo, partiendo literalmente con una mano atrás y otra adelante, se podía avanzar en la vida con trabajo duro, honrado y persistente.

Millones de inmigrantes pobres -tal como demanda el pedestal de la Estatua de la Libertad- llegaron a la Argentina sin otra aspiración que la de trabajar honestamente en un lugar que no les robara el fruto de su trabajo. De la mano de esa simple idea, el país pasó de ser un desierto infame en 1850 a ser el primer producto bruto per cápita 66 años más tarde.

Lamentablemente todos sabemos cómo siguió la historia. Esos valores fueron reemplazados por otros que nos trajeron hasta donde estamos hoy.

El triunfo de Javier Milei es solo un soplo de oxígeno fresco. Que se convierta en un vendaval de libertad y progreso dependerá no solo de él. Será necesario que los argentinos entiendan que su decisión electoral de ayer es solo el principio de un cambio que no podía esperar más, antes de la extinción.

El definitivo triunfo de la fórmula de la libertad solo se dará cuando la sociedad internalice el algoritmo del éxito: este depende de cada uno de nosotros, no de las decisiones arbitrarias que se toman en una mesa de control oscura, pequeña y privilegiada. La mesa ahora es inmensa. Iremos a un sistema en donde el Estado perderá poder y aumentará el poder de cada uno de los argentinos.

La cuestión es que estos deberán acostumbrarse a que sus problemas los van a tener que resolver ellos, dentro de un marco en donde el Estado los dejará respirar para que, justamente, los resuelvan, pero donde el Estado no los va a resolver por ellos.

En la comprensión de ese cambio copernicano de mentalidad radica la perdurabilidad del cimbronazo de ayer. Si una mayoría cree que todo terminó ayer, la victoria de Milei no habrá servido de nada. Lo de ayer fue solo el comienzo. Es ahora donde empieza la verdadera aventura argentina.

(The Post)


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