LOS ILUMINADOS

OPINIÓN
Eso que durante añares llamamos “grieta” y que no era más que un abismo ideológico, hoy adquiere un nuevo fenómeno propagado por redes sociales: la grieta etaria

Por Nicolás Lucca

Existe la costumbre argentina de suponer que el número da representatividad de la voluntad eterna de la totalidad del pueblo. En ese marco, la única forma de construir el país soñado por quien accede al Poder sólo es posible si prescinde de todos aquellos que no coinciden con el modelo triunfal. Eso que durante añares llamamos “grieta” y que no era más que un abismo ideológico, hoy adquiere un nuevo fenómeno propagado por redes sociales: la grieta etaria. Jóvenes contra adultos, esclarecidos contra viejos meados.

Cuando yo era un purrete de unos 13 años y, al menos, hasta los 15 pirulines, dediqué buena parte de mis sábados a una actividad que no me llevaba más que un par de horas: acercarme al comedor de la Basílica para sentarme a charlar con los viejos. Me encantaba escuchar sus historias. Luego, partía hacia lo de alguno de mis abuelos. Y era obvio que la absorción de historias continuaba.

No es que yo fuera un esclarecido. Más de una vez dije “viejo de mierda” cuando alguien me maltrataba por la calle y probablemente así haya sido siempre desde que el primer homínido le dio un coscorrón a un cachorro humano. Aún así, considero que tengo mucha suerte por haber querido a mis abuelos lo suficiente como para recordar sus abrazos y no sentir olor a orines.

Existe algo llamado “cultura general”, que es un gran desaparecido en democracia, al menos en el siglo XXI. ¿Vieron el nivel de preguntas de los concursos televisivos? Básicas, elementales y con múltiple choice. Y así y todo, a los que mejor les va es a los más veteranos.

Hasta no hace mucho tiempo, en un programa llamado Tiempo de Siembra, había pendejos de no más de veinte años en un concurso por el conocimiento general. Las preguntas eran jodidas y la verificación correspondía a un panel de notables, no siempre famosos o influencers con las tarjetas escritas ni acceso a Internet. Se premiaba el saber.

La cultura general se adquiere de dos formas: mediante el consumo de material didáctico sobre temas específicos que no forman parte de la currícula escolar, y mediante la escucha de experiencias ajenas. Rara vez se aprende sobre el universo si nos mantenemos encerrados en el mismo grupo de retroalimentación social.

Si hay algo que realmente extraño de mis abuelos son las conversaciones. Daría cualquier cosa por charlar con ellos ahora, por mostrarles en qué ando y que me devuelvan una historia. Leo a gente menor de 30 años que no sabe qué ocurrió en el país a nivel social dos o tres días antes de que nacieran. No entiendo cómo fueron criados, pero ese nivel de ego es inconmensurable: pasó antes de que yo naciera/el mundo comenzó a girar conmigo.

No hay forma de que yo sepa quién fue Mujica Láinez si no fuera por charlar con viejos. Es imposible que conociera la movida del Di Tella, las tanguerías, o que la mayoría de las escenografías de los cuentos borgeanos existen de verdad.

Quizá todo se trate de la extensión de la frontera de paternidad, eso que hace que todos nos volvamos padres cada vez más avanzados en edad. Yo conocí a dos de mis bisabuelos. ¿Cuántos chicos llegarán a ser adolescentes con sus abuelos vivos? Otra explicación no se me ocurre. Más que nada porque todavía tiendo a pensar lo mejor de las personas. Si el maltrato a los mayores no se trata de desconocimiento, es que han criado una generación de psicópatas.

Supongo que al igual que todos los hombres que han habitado el planeta, muchos pibes ven a la ancianidad como algo tan lejano y difuso que confunden hasta edades. Todo lo que tenga más de determinada cantidad de años, es un viejo meado. No sé si dan por sentado que ser grande es sinónimo de estar hecho pomada, si suponen que a ellos no les pasará, o que cuando lleguen a viejos seguirán tan geniales como ahora.

De todos modos, lo que más me sorprende, es la enorme fe de dar por sentado que envejecerán.

Mi abuela falleció a los 91 años. Es lógico que no era la dueña de la verdad, pero no era eso lo que buscaba de ella, sino su verdad frente a las vicisitudes de la vida. Me intrigaba saber cómo hacía para que todo, absolutamente todo lo que ocurriera en el país le chupara un huevo y medio.

Cierta vez manteníamos una de nuestras eternas charlas. Esa vez, la conversación giraba en torno a mi temor para animarme a hacer algo crucial, dado que “el momento del país no acompaña”. Su respuesta vino en dos partes. Mientras se dirigía a la cocina de su departamento me dijo “Nicolasito, a vos que te gusta la historia, ¿pensaste que yo nací en 1930?”

Mientras preparaba el té, me dejó con mi cabeza sumergida en la búsqueda de archivos. A sus 9 años estalló la Segunda Guerra Mundial, que terminaría recién para sus quince años. Solo con ese bautismo, ni vale la pena hacer el racconto de todo lo que vivió después. Sólo recuerdo la segunda parte de su respuesta. Vuelve, pone la tetera de porcelana en el medio de la mesa, da vuelta las tazas y, mientras sirve la infusión, dispara: “Si todos los seres hubieran esperado a que las cosas se calmen para hacer algo, la humanidad se habría extinguido hace tiempo. Hasta en la guerra se tienen hijos”.

Pero olvidemos a mi abuela por un rato. Pensemos en un señor equis al que llamaremos Rómulo. Una persona que tiene unos, supongamos, 75 años. Es casi una década más joven que Paul McCartney y más pebete que Keith Richards, pero no viene al caso. O sea, don Rómulo nació en 1947. Antes de los diez años de edad, en su más tierna infancia, ya había vivido incendios de iglesias, encarcelamiento de opositores, bombardeos a la Plaza de Mayo y fusilamientos. Lindo crecer así, ¿no?

Para sus veinte años había vivido numerosas batallas de tanques en las calles entre azules y colorados. Llegó a 1967 y, desde que nació, vivió tres Golpes de Estado. Va por su segunda dictadura, una que tendrá tres dictadores por unos seis años más. Recién votará por primera vez a los 26 años, en 1973, y debe agradecer haber llegado con vida. El voto no sirvió. Votará de nuevo ese mismo año. Para compensar, ¿vio? Ya terminó la colimba y no zafó por número bajo. Ni siquiera tuvo la decencia de nacer con asma, escoliosis o pie plano.

De 1976 a 1983 no verá una urna más que en un crematorio. Deberá lidiar con ofensivas y contraofensivas entre subversivos y militares criminales. ¿En el medio? Una crisis terminal de conflicto bélico con Chile que moviliza a varias generaciones y es desactivada a último minuto. Ah, y una Guerra que no fue declarada por el Congreso porque, preventivamente, los dictadores militares que gobernaban habían tenido la gentileza de clausurarlo.

30 años de edad y vota por tercera vez en su vida. Vive en un país en el que la democracia está amenazada por alzamientos militares, atraviesa trece huelgas sindicales y el delirio de un grupo de terroristas que toma un cuartel a pasos de la Capital.

Para 1991 ya había atravesado picos inflacionarios de 3.500% en un año, más de 500% en un mes, y la joda siguió hasta que llegó la Convertibilidad. Ahí comenzó otra joda, distinta, pero joda al fin. El hombre recién comenzaba a cursar sus cuarenta años cuando vuela la Embajada de Israel en la Argentina. Máximo atentado internacional en todo el continente americano hasta entonces. Un año después, el país batió su propio récord con el estallido de la AMIA, máximo atentado internacional en todo el continente hasta entonces. ¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina! Tuvo que esperar hasta las Torres Gemelas para que nos quiten el primer puesto.

¿Y qué pasó? Nada, como todo lo que ocurre en la Argentina: nunca pasa nada. Muere el hijo del Presidente y todos los testigos también lo hacen por solidaridad. Matan a un fotoreportero por cometer el pecado de hacer su trabajo en una playa repleta de gente. Mueren esposas de imputados, palman imputados. La década que miramos con cada vez más nostalgia consistió básicamente en tres años de gloria. Hasta 1991, devaluaciones brutales, confiscaciones de ahorros e inflación; de 1995 en adelante, recesión y desempleo.

Para 2001, don Rómulo aún no cumplió los 50 años y camina por la calle en medio del caos popular. Con toda la que vivió, una revuelta le parece un hecho menor. Pronto se come la enésima violación grupal a su poder adquisitivo con una devaluación realizada con un tramontina.

Desde entonces, tuvo que fumarse Secretarios de Comercio incapaces de administrar una ferretería que le quieren explicar cuánto puede exportar, cuánto puede importar, y todo con una pistola sobre la mesa. Además, la juventud oficialista se convierte en una fuerza paraestatal de dementes que colocaron en primera plana lo que hoy llamamos Doxxing, pero con la guita de todos. El tipo ve fotos de opositores en actos públicos y niños invitados a escupirlos. Se dan públicamente datos del pasado y del presente de los críticos del gobierno sin necesidad de redes sociales. Ya aprendió que este es el país de los buches.

Le han mandado la AFIP a revisarle hasta el ticket de la compra de un osobuco en el Mercado del Progreso en agosto de 1969. Lo vincularon con la dictadura sólo por haber respirado oxígeno en la Argentina y no haber resistido a un plan coordinado por las fuerzas armadas de todos los países de la región. En 2012 le llegó la oportunidad de jubilarse. Le dan la mínima. Se queja. Lo tratan de viejo egoísta. Quiere regalarle a su nieto 10 dólares. Por cadena nacional lo escrachan con nombre, apellido, empleo y dirección, además de acusarlo de abuelito amarrete.

Por si faltaba algo, para cuando estalló la pandemia lo trataron como animalito de zoológico. Un boludo que no puede tomar decisiones por sí sólo y que, para cuidarlo, lo aislaron de sus seres más queridos.

Hoy puede no votar. Va a votar y le dicen viejo meado, porque seguramente votó distinto que los pendejos. Si decide no votar, es un viejo meado por cagarse en el sistema.

Lo más loco es escuchar o leer que llamen viejos meados a personas en un rango de edad un tanto extraño. Da igual tener 45 o tener entre 90 y la muerte, son viejos que han arruinado el futuro de una generación tan, pero tan grosa que ya cree que si fracasan es por culpa del país de mierda que les dejaron los viejos. Esos viejos que son hijos o nietos de personas que no tenían un cacho de pan duro para morder y salieron a laburar para hacer su propio futuro sin importar quién estaba en el Poder.

Ninguna civilización decente logró trascender al dejar afuera a los más veteranos. Los años de experiencia no se aprenden en un tutorial de YouTube. Es cierto que la edad no da chapa de genialidad, del mismo modo que la muerte no exculpa a nadie de haber sido un sorete en vida.

Pero los tipos como Rómulo no sólo han vivido lo que relaté por arriba. Nacieron sin televisión, unos años después veían al hombre descender en la Luna y volver salvos a casa. Y así como no les quedó otra que adaptarse a todos los cambios del mundo a lo largo de sus vidas, han tenido que adaptarse, también, a tecnologías que ni Julio Verne soñó en un viaje lisérgico. Del teléfono público al teléfono de línea, de allí al celular, la irrupción de la computación hogareña, el nacimiento de Internet, la evolución de la Net, el surgimiento de las redes sociales, la televisión de aire, la televisión satelital, la televisión por cable, el streaming a toda hora.

Discos de pasta, discos de vinilo, 78 revoluciones por minuto, 33 ⅓, magazine de cinta de ocho tracks, caseteras, diapositivas, videocámaras de 8 mm, fotos a rollo blanco y negro, fotos a rollo en colores, videocaseteras, láser disc, compact disc, walkman, discman, reproductor de mp3, laptops, tablets. ¡Ni yo tenía acondicionador de aire de chico!

Generaciones que se maravillaron por todo y que se adaptaron a todo. Todo lo que hoy damos por sentado, hace quince años apenas carreteaba y hace veinte ni existían. Durante todo el siglo XX también ocurrió, pero para saber lo que pasó antes de que el mundo tuviera la fortuna de ver nacer a un nuevo argentino, había que tomarse tres bondis hasta alguna biblioteca o hemeroteca y cruzar los dedos para que alguien nos orientara. Hoy tenemos toda la información de la historia de la humanidad en un coso de pocos centímetros y demasiada gente lo usa más para escribir que para leer. Es lógico que podamos confundir las cosas y suponer que el mundo debió prever que un día naceríamos nosotros. ¿Cómo no prepararon el país para nuestra llegada?

No puedo dejar de pensar en la contradicción de los jóvenes cruzados contra la infumable onda Woke. ¿Qué es eso de deslegitimar la opinión de una persona por haber hecho lo que creyó correcto con la información que contaba hace treinta, cuarenta o cincuenta años? Ahora los que han despertado son otros y descubrieron que el mundo ha vivido equivocado hasta que llegaron para explicarnos cómo funcionan las cosas.

Y no puedo dejar de pensar que, si este presente les resulta tan insoportable como a mí, los viejos meados se nos cagan de risa. Nos enfrentamos a políticos más o menos nefastos, pero podemos votar, caminar por la calle sin que nadie los levante por averiguación de antecedentes o para cortarnos el pelo en una comisaría. Podemos decir cualquier cosa que se nos cruce por la cabeza sin temor a que nos caguen a tiros por la calle por una idea.

Si el argumento para silenciar a los viejos meados es “este país de mierda que nos dejaron”, es que no tenemos idea del país que heredaron ellos, mucho menos de los gobiernos con los que tuvieron que lidiar en la tierra en la que se obtuvieron más cambios por la fuerza que por voluntad popular. Literalmente.

¿Se imaginan salir a laburar con 14 años en una era sin consolas de videojuegos? ¿Y a los 18 años esperar al sorteo del Servicio Militar para saber si comienzan a estudiar inmediatamente o esperan? Yo entiendo que muchos se sientan joviales a cualquier edad, pero la biología manda y hay consenso internacional en que se es adulto joven hasta los 24 años, para luego ser tan solo adulto. Y la inmensa mayoría de las legislaciones occidentales no hacen diferencias entre una persona de 18 años y una de 58.

En Roma, el Senado se llamaba así por derivación de Senex, anciano en Latín. Mal no les fue, al menos por unos cuantos siglos. Todas las civilizaciones del mundo, al menos las más duraderas, fueron construidas por jóvenes intempestivos que iban al frente, pero duraron en el tiempo por sus gobernantes, unos viejos que estaban vivos de pedo en una época en la que casi nadie pasaba los 35 pirulos con vida.

Es obvio que la vejez no da sabiduría. Si hay algo que aprendemos con el paso de los años es que se puede haber transitado por la vida como una ameba que boya en el mar, sin haber aprendido nada. Incluso existen auténticos ejemplares de viejos de mierda. Después de todo, somos producto de lo que hemos vivido.

Pero en Adiós a las Armas, Hemingway tuvo, para mí, la definición que mejor aplica a este contexto: “La sabiduría de los ancianos es un gran error. No se hacen más sabios sino más prudentes”.

Ah, la prudencia. Esa virtud de sopesar pros y contras antes de tomar cualquier decisión que pueda cagarte la vida.

En fin. No me den bola que tengo los huevos por el piso. O se me acabó la paciencia o me estoy viniendo viejo.

(Relato del PRESENTE)


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