VIUDO

 CULTURA

Los recuerdos que ella le había dejado

Por Chuñi Benite

Volvió, abatido por el calor, el saco tan inusual y la corbata, y recién al dejarse caer sobre el sillón se dio cuenta de lo que iba ser no tenerla. Le volvieron a temblar los labios y el mentón, como cuando un rato ante le habían avisado que en diez minutos más iban a tener que cerrar el cajón.

Otra vez ese dolor en el pecho, en un lugar imposible de señalar porque el dolor parecía un fluido que no encontraba un sitio en el que descansar y que entonces seguía y seguía dando vuelta adentro, rebotando entre el corazón, el triperío y los pulmones, entre el presente ausente, el futuro de pronto vacío y el pasado lleno de recuerdos en ebullición.

Sí, recuerdos hirviendo en la olla de la vida compartida con ella, recuerdos cayendo en catarata sobre el alma abierta de un solo tajo, recuerdos agarrándose a piña en el medio del living con la muerte. La muerte. Qué grande había resultado ser la muerte.

La Cachi llegó de la cocina, un té en una mano, un vaso de agua en la otra, los ojos rojos. "Tomá primero la pastilla que te dejé ahí, papá, con el agua, y después el té, que te va a hacer bien". Se sonrió con la boca tembleque. Él nunca tomaba té. ¿Y qué podía hacer un té para restaurar una vida que de repente era un pedazo de papelito negro que el viento levantaba de la quemazón?

El sillón ahora era un sillón y nada más. Se dio cuenta de eso con tristeza, otra más en toda la cadena de tristezas que le había tocado hilvanar en las últimas 48 horas, cuando ella tuvo el ataque, hubo que internarla y empezó el desfile de médicos con una cara parecida a la que, cuando era gurí, le ponía su viejo para decirle que ya no tenía más boletos para la calesita.

El sillón era un sillón. Ya no volvería ser esa especie de puente en el que él se sentaba con ella para hacer bailar las patas sobre un rutinario y dulce río de mates, chismes familiares, las anécdotas de los nietos, y las cargada recíprocas (él haciéndose la víctima de una esposa supuestamente mandona, ella siempre chicaneándole con el clásico "y qué se puede esperar de un hombre que le pidió a su mamá que le ayudara a escribirme las carta de amor").

Qué hermosa cagada le estaba haciendo el destino. Era una estafa esto. Él se había acomodado desde una cachilada de años ante la idea de que iba a ser el primero en irse. "A ver si cuando yo no esté, tenés la increíble suerte de encontrar uno mejor que yo", le decía cuando se peleaban por algo y al cabo de algunas horas de cabreo ya los dos querían abuenarse y no sabían cómo. Entonces ella se reía, con la misma risa que a él le había enlazado la respiración en una Navidad que se festejó en lo de los Goitía, cincuenta y dos años atrás.

Uf, esa sonrisa.

Dios mío esa sonrisa.

Tragó la pastilla y el agua, tomó el té. La Cachi, de cuclillas frente a él, le frotaba las piernas sin poder hablar y tratando de no llorar tanto. La Cachi che. Sus lágrimas le recuerdan a las de ella cuando al fin nació la nena. "Gracias, gracias", decía, la cara toda transpirada del parto que venía fulero. "Gracias a vos, por toda esta vida que nunca se me ocurrió", le dijo él, y los dos lagrimearon como pendejitos acariciando la cabecita todavía mojada de la Cachi.

Sí, una estafa todo, volvió a pensar. La vida no era así, no era lo que le habían hablado, o al menos no era lo que él se había hablado a sí mismo que sería. ¿Cómo que la que se iba primero era ella? ¿Cómo que vivir ahora sin verle, sin escucharle, sin que la pava comience a silbar mientras él se terminaba de cepillar los diente? ¿Cómo que dormir sin su mano en el pecho y la mejilla blanda y tibia en su hombro? ¿Cómo que regar las plantas solo, sin que entre los crotos y el jazmín del cielo vuelen sus cancioncitas en vos baja?

La existencia, pensó, debería tener una oficina de reclamo, o algo así. Un lugar al que él pudiera ir y decirles que si la vida iba a ser esto, si la vida iba a ser sin ella, él se bajaba, la devolvía, se la dejaba en el mostrador para que se la metieran bien metida en el fondo del culo.

La Cachi agarró la tasa vacía y se fue. Escuchó que la enjuagaba en la bacha. Entonces, miró la ventana y vio que detrás del vidrio bailaba una cala que ella había acariciado y olido apena tres días antes. Extendió lentamente la mano hacia la izquierda. Los dedos caminaban sobre el paño, lentos por el miedo a la confirmación, y siguieron avanzando así, cada ves más frenado por la desazón de la verdad, en busca de una mano sin la cual él sabía que todo el universo se quedaba manco.

Dejó el movimiento. Respiró hondo. Sintió su perfume. Se acordó que lo mismo le pasaba cuando ella le dijo "no sé, lo tengo que pensar" y lo tuvo ocho meses yendo y viniendo. Él hacía eso: se encerraba en algún lugar, solo y silencioso, apretaba los ojos y su fragancia llegaba puntualmente.

La Cachi volvió, y de nuevo quedó a sus pies. "Andate hija, estoy bien". Le acarició la cara, le pasó el dedo índice sobre las cejas, como si las dibujara. Las mismas de ella. "Estoy cansado, voy a dormir, no te preocupes". La Cachi insistió. Él la convenció.

Cuando la puerta se cerró y oyó el auto marchándose, se puso de pie, caminó hasta el patio, llegó a la cala, inclinó la espalda fatigada, y hundió la nariz entre los pétalos. 

Él jura que ahí estaban los suspiros que ella le había dejado.

(Angaú)


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