LA JALAPEÑA

CULTURA

El cuento del fin de semana

Por Walter R. Quinteros

—Pues claro que me acuerdo señó, nosotros todos habíamos armado el campamento a dos kilómetros del paso a Montoya, en un bajo del terreno, taba bien escondidito, desde la huella del camino no se veía. No, nadie lo veía. Fonseca nos hizo cubrir a cuatro guardias de la reserva con lonas, el charamusco, las hojas secas del follaje y con las ramas de los lugares que él mismo fue eligiendo, y ellos pobrecitos, nos tenían que avisá con unos hilitos ataditos con campanitas que habíamos colgao en el primer refugio, cualquier cosa rara. Es cierto que ellos estaban cansaos, pero todos estábamos cansaditos. Había sido un día de espantos, eso de andá corriendo como ocho horas a lo machetazo por la selva tupida esquivando balas y desde Manvatará hasta el campamento, con el pobrecito del Miguel Ojeda herido de un balazo en la panza y gritando de dolor, con el Anicio Almada arrastrándolo por la espesura de los montes para no dejarlo abandonao, pobrecito, casi muertito. Pero ya habíamos matado al Coronel Iparraguirre, a su mujer a su hija, al custodio y hasta a su perro. Habíamos vengao a nuestros camaradas fusilados. Pero en el otro tiroteo, el de la Vereda del Paso, ahicito fue que le dieron al Anicio y, esos cuatro tiros lo fueron desangrando, hasta que al final cayó muertito, cerca de la lagunilla. Fonseca nos dijo que lo dejáramos nomá, y mandó al Ramón Zarza a buscar al doctor Cabanillas a Naranjillos, pa' que venga urgente pero con cuidado y le salve al Miguel, que era muy buen tirador, hombre fiel a la causa, y que tenía un solo tiro, pegao aquí en la panza, bien dentrito, y dándole vueltitas la bala, como buscando por dónde carajo salir, y eso lo hacía gritar del dolor, me acuerdo clarito como gritaba Ojeda. A la nochecita yo atendí a los otros hombres en sus necesidades de machos, para que así descansen tranquilitos, con sus deseos saciaos y, después, cuando llegó el doctor, fui a la carpa preparada para operar al Miguelito. Yo era la cocinera, la que llenaba los cargadores de balas, la putita y hasta enfermera de todos, si así se puede decí. De esa noche en que mataron los guardias eran como las cuatro de la madrugada, Marcela da Silva, la que después murió por tené en la cabeza esa idea loca de queré volá, tomaba una infusión de hierbas que le preparó el doctor Cabanillas pa' cortarle la fiebre. Me acuerdo que agarraba el jarro con las dos manitas para espantar el frío de esa hora. Ella y Fonseca le preguntaron a Zarza y al doctor si estaban seguros que nadie los había seguido, dijeron que se demoraron un poquito, para estar seguro de eso y, que así fueron avanzando hasta llegar. Yo le ayudé al doctor un poco, le sostenía la lámpara por encima de su cabeza para que pueda ver mejor y pueda encontrar la bala, cuando sentimos los tiros. El doctor se cortó el dedo con el bisturí, taba asustao. Los demás tomaron las pocas armas que teníamos y salieron en la oscuridá. Cuando volvieron, a eso de las seis, desanimaos y llenos de picaduras de mosquitos y otros bichitos de los humedales que había, nos dijeron que allá todo era silencio, niebla espesa y una humedad de mierda y, que no habían encontrado a nadie más que a nuestros guardiecitos muertos, colgaos de los árboles los cuatro, pobrecitos, y que a los hilos de las campanitas también se los habían cortao. Fonseca nos dijo que les demos sepultura y nos fuimos todos a Naranjillos, con el Anicio operao por el doctor. Después fue, mucho después, que me contaron que los habían matado los milicos de aquel sargento jueputa que nos persiguió toda la vida, así, de a poquito, de a dos o tres de los nuestros por día, o por semana, nos iba matando y nos seguía como nos sigue nuestra sombra, hasta en los sueños se nos aparecía ése jueputa que nos enseñó a tener miedo, y lo hizo por unos treinta años, y eso es toda una vida pa' nosotros que no teníamos lugar en ningún lao. Hasta en las épocas de paz, nos persiguió. Y se lo que le digo señó, porque él también estuvo en mi cama, como si fuese un cliente más. Lo supe cuando me contó mi vida entera, tando yo desnuda y penetrada hasta las muelas, me decía cosas mías que yo ya había olvidao. Cuando me preguntó que se sentía saber que ya tábamos todos muertos. Pero a mi no me hizo nada, yo sabía que a las mujeres él no mataba. No. Después, muchito después que me pagó y se fue, ahí me puse a gritá y a llorá. 

No señó, ya no tengo más nada pa' contale.

Me dijo Bellaflor Pulido, que ahora debe tener algo más de setenta años, la que nació en Jalapa, el último pueblo de la selva, por el camino que lleva a las arenas blancas.

(Relato extraído del "Cuaderno de las malas noticias")

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