Se podría decir que el hombre que estaba sentado conmigo, en la mesa más lejana del bar, es el hombre de los ojos cansados. Puede ser, porque me dice que toda la vida fue un laburante, un deportista, jugaba al fútbol.
Entonces usurpo su pasado, le pregunto, me muestra las cicatrices en sus piernas de futbolista con total naturalidad donde lucen las marcas de los impactos de los tapones del botín del rival en su pierna. Y las callosidades en las manos.
Yo también fui ferroviario, pero después laburé en todo. Había que "parar la olla". Me dice.
Me agradece el café, me dice que esta ciudad se ha quedado sin el rumor que producen los trabajadores, ésa música que salía de los obreros de tanto ir y venir de los talleres, de los cosechadores apiñados en camiones. Me dice.
Esta ciudad ya nunca va a ser lo que siempre soñé, ¿sabe?
Y me cuenta aquellas leyendas de sudor y sangre que sus antepasados tuvieron en cruentas batallas contra aquellos arreglos brutales de los gobiernos y malos sindicatos. Y hoy, él mismo se sabe un hombre herido, cansado y viejo que por eso, me mira lento.
Me cuenta que ahora tiene otros enemigos. Y así me dice.
Es el alcohol, hace rato que tomo, pero tomo porque en lo que era mi casa entró esa cosa que aparece de repente, en las juntas de ciertos amigos de los amigos de nuestros hijos y nietos, es el que los acecha por las noches de bailes y plazas oscuras, el que apalea sin piedad a las familias, como a la mía, y a tantos otros hombres y mujeres, ¿sabe? Es el enemigo que no usa armas de fuego ni de las blancas, pero asfixia, nos separa a la familia y nos mata. Me dice.
No tiene Dios, por eso ataca. Hasta a los niños ataca, y mire don Quinteritos, esa cosa ya se ha vuelto una costumbre. Somos cientos y cientos de padres los que reclamamos día tras día que alguien la combata. Y nada, esa cosa nos quita todo sin permiso. Esa desgracia nos quita la familia, el honor, nos cubre de vergüenza, nos quita nuestro lugar en el mundo. Me dice.
Ha ingresado a nuestra vida con crueldad, vino a depredarnos como si fuésemos gusanos que molestamos y, casi siempre, empieza engañando a nuestros jóvenes incautitos. Si, es verdad, y no tan jóvenes también, pero nadie hace nada para sacarla y tirarla a las aguas hediondas de dónde vino. Me dice.
Si hubiésemos tenido conducta, disciplina y progreso, tal vez no hubiese entrado, le digo.
No lo se don Quinteritos. Para eso aquí nadie ha escrito un manual. No tenemos instrucciones claras para combatir esa crueldad. Yo no fui valiente, empecé a tomar. Me dice.
¿Usted sabe qué hacemos ahora? Porque se que usted escribe y lee mucho. ¿Usted cree que el gobierno nacional lo sabe? ¿Y? ¿Qué hacen? Y nosotros, ¿qué clase de resistencia vamos a poner para defendernos de los que nos entregan esta porquería?
Maldita droga, me dice.
Entonces se levanta, me saluda y sale del bar, se aleja por la vereda y yo lo sigo con la mirada hasta que dobla en la esquina. Pienso que es una linda hora para escribir un poema.
Un poema sobre la espantosa soledad. A veces, invisible.
Pero de ésos que devoren los hombres que viven solos. Y que resignados, esperan.
(© Walter R. Quinteros / Dibujo: Ángel Boligán)
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