NO HAY PÁJAROS EN LOS ÁRBOLES

 CULTURA

Un capítulo de "Infortunios", el cuento sobre la desdichada suerte de una familia en la Primera Guerra Mundial



Autor: Walter R. Quinteros

Un día de diciembre de 1914

Había en la juventud, un entusiasmo inusitado por incorporarse a las filas. Así se alistó Niklaus Tinkrib. Luego de la instrucción, recorrió doscientos kilómetros de marcha a través de camiones, de carros tirados por bestias y muy cerca siempre, de la cocina humeante de campaña. Conoció su nuevo destino. Su jefe arengaba a las tropas diciendo que: “Hemos traspasado la invisible frontera entre la paz y la guerra y estamos en la zona de guerra, aquí no hay hombres, no hay jóvenes ni hay niños, aquí hay soldados dispuestos a devolverle la paz a esta tierra”. ¡Bienvenidos! Y todos celebraron con gritos de júbilo las palabras del jefe.

Antes de las trincheras, camuflados entre un bosque de pinos, los artilleros descargaban la furia de sus cañones contra las posiciones enemigas, separadas por un pequeño valle sin arbustos y cubierto de nieve. Luego, para darle descanso al calentamiento de los cañones, seguían su ritmo enloquecedor las baterías de munición más liviana, siempre al mismo sector señalado por observadores con anteojos de campaña, apostados en las zonas altas.

Cuatro días después, cuando las nubes grises tapaban el cielo, el capitán llama al teniente, el teniente llama al sargento, y el sargento prepara un cabo de comunicaciones, un enfermero y seis soldados fusileros. Nadie más dispara, desde hace un día, del otro lado del valle.

"Sepa el señor jefe de Regimiento, que mis soldados no son más que pequeños campesinos, algunos son estudiantes del primer año de la Universidad, y no creo que el teniente y estos chicos, hayan tenido la fortuna de conocer y disfrutar de las mieles del amor con una mujer, pero sí saben usar las armas, tienen valor, entusiasmo, tienen dignidad. Por eso, ellos avanzarán mañana. Sólo resta desearles buena suerte".

Al amanecer, el viento húmedo y frío, golpea sus rostros. Avanzaban en columna, encorvados por el peso de su vestimenta, del arma y de sus correajes. Hundiendo los zapatos vendados en el fango del terreno. Soportando la borrasca. Lentamente, sin prisa, en calma, sin muestras de temor.

El sargento abre camino, en su barba se agolpa el agua congelada, con la bayoneta golpea el piso buscando explosivos, el viento golpea el capote verde sobre sus muslos, lo invade el recuerdo de su mujer desnuda galopando sobre su cuerpo, y la ventisca parece traerle los lejanos quejidos de placer. Luego, tres fusileros y el enfermero con su mochila, le siguen. Cinco metros atrás, viene el teniente, que lleva su pistola en la mano enguantada y, tras él, el comunicante y los otros tres fusileros. Uno de ellos tose, otro estornuda. Todos sienten las gotas frías del agua que resbala por sus cascos, que cae en el cuello y corre por la espalda.

Faltan cien metros para cruzar. Algo frena la marcha del sargento. “No hay pájaros en los árboles”, alcanza a decir. Las bocas de las ametralladoras enemigas escupen su aliento de fuego. El soldado Niklaus Tinkrib apoya sus rodillas en la nieve, el fusil cae de sus manos, su rostro palidece, le duele el pecho, le arde la espalda, siente frío, tose y escupe sangre, abre la boca, busca respirar, pero cae y queda mirando al lejano cielo, con los ojos congelados.

Walter R. Quinteros / Capítulo VI de "Infortunios" / www.diceelwalter.blogspot.com)



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