VOTE POR MI SI QUIERE SER FELIZ

OPINIÓN

Hoy nos une el espanto de la miseria

Por Nicolás Lucca

Es extraño, pero jamás imaginé que el kirchnerismo y los influencers que guían nuestro camino por la vida pudieran tener algo en común: la promesa de la felicidad. ¿Qué es la felicidad? Lo que a mí me genera satisfacción puede ser comprar un disco nuevo, para ustedes cambiar el auto, o un viaje de placer. Son cosas que nos generan alegría, disfrute. Pero ¿felicidad?

Desde hace años, la política y la sociedad en su conjunto ha adoptado –algunos sin querer, otros a propósito– el discurso de la felicidad. Políticamente lo notamos en “los días más felices”. Un discurso imbatible, un gran éxito infaltable en cualquier acto peronista o lo que sea que signifique esa palabra en la tercera década del siglo XXI. Hacia allá apuntan los discursos en la gira chalchalera de Cristina: conmigo eran felices. El colmo se pudo ver en estos días, cuando el 25 de mayo fue finalmente desplazado de forma oficial: ya no se recuerda a la Primera Junta de gobierno, sino cuando Néstor asumió la presidencia. Para los que dicen que no quedaba nada por robar.

Veinte años es todo un número. Es toda mi vida adulta. Veinte años en los que nos prometieron la felicidad en la guerra. Y como la guerra era contra molinos de viento, la felicidad venía en el mismo formato. O sea: la felicidad es lo que ellos dicen que es.

¿Nunca se cruzaron con un tirapostas de la felicidad? Si hasta ahora no les sucedió, es porque ustedes no cuentan con redes sociales. El mundo se ha llenado de discípulos de Claudio María Domínguez. Los hay de todo tipo. Están los que le dan órdenes al universo a través de decretos para conseguir cosas, hasta los que enseñan a respirar. Sí, respirar. Y uno que pensó que con un chirlo en la nalga al nacer alcanzaba.

Si sucede conviene, soltar, nunca bajar los brazos, resiliencia, siempre levantarse. Todos tips, ideas, mandatos, recetas dadas por personas que en una carrera hacia la plaza partieron desde el tobogán mientras el resto estaba a 300 kilómetros de distancia. Todas ideas que uno agradece, pero que lleva a preguntarse algo básico: ¿en qué momento se convirtió en negocio la felicidad? ¿Cómo es que de pronto hay gente que paga para alcanzar la felicidad?

En la política de estos veinte años que celebramos como algo valioso, la pregunta viene a ser similar: ¿Cómo es que lograron conservar el Poder tanto tiempo a fuerza de discursos y promesas que nunca cumplieron? ¿Cómo es que hay gente que es feliz sólo si están ellos en el Poder aunque no puedan pagarse un dentista?

Ellos tienen la receta para ser feliz. Básicamente, son ellos quienes nos mostrarán el camino para ser felices, lo cual es todo un brete ya que no parecen ser felices ni cuando tienen todo para serlo. Pero, como planteamos antes, ¿qué mide la felicidad? Para mí puede ser comprar un disco, para otros dominar la galaxia o tener la Estrella de la Muerte. Son puntos de vista.

Para el influencer del camino de la vida, la felicidad es alcanzable con una serie de pasos chequeados por la Universidad de Disneyworld pero todos atravesados por una mentira de la que no dimensionan su incoherencia. Porque todo tip parte de una cuestión de fuerza de voluntad, sea controlar la respiración, sea nunca bajar los brazos, sea siempre levantarse. Si es una cuestión de voluntad: ¿para qué tantos tips? Si solo necesitamos de nosotros mismos ¿por qué necesitamos de ellos?

Qué se yo, nunca vi a un Galperín o a Warren Buffet pasarse el día en redes sociales para revelarnos la clave del éxito. Quizá porque el negocio de ellos es otra cosa y no la desesperación ajena.

No pienso cargar contra el que compra la estafa del pasaje a la felicidad, pero un poco sí: esa gente vota.

A la política de este milenio le cabe el mismo planteo: si el camino a la felicidad está en las manos del pueblo y nos lo recuerdan a cada rato desde el altar que montan en cada acto, ¿para qué corno necesitamos del líder?

El mayor problema de la receta mágica para alcanzar la felicidad es el temible lado B. Es un sistema binario: si sólo hay una receta para ser feliz, todo lo demás es muerte, tristeza, pobreza. En política está blanqueado: nosotros o el apocalipsis.

Los negocios de moda siempre están atravesados por la realidad política y social del momento. Hubo un tiempo en el que si no se tenían los brazos de Schwarzenegger, no había posibilidad de éxito. Existió una época en la que las camas solares nos dieron a todos la posibilidad de contar con un bronceado nivel carcinoma caribeño para que todos tengan la duda de si pudimos pagarnos un all inclusive en Punta Cana o apenas nos alcanza para el colectivo. Que nos fuera bien en la vida tenía que ver con el aspecto físico trabajado y el bronceado: tiempo extra para ir al gimnasio–dinero para viajar. Y como no todos tenían esas posibilidades, surgieron los negocios para entregar la fórmula de la inclusión.

Hoy, todo pasa por la felicidad y por alcanzar las metas. Está claro que el gran faltante en la sociedad es, casualmente, un estado de armonía y la posibilidad del progreso. Causa-efecto. Si nadie se siente bien, hay un gran nicho de negocios en quien prometa una solución, sea un influencer que nos muestra el camino, o se trate de un político.

Sin embargo, la pregunta del millón, la que nadie se hace, es “para cuándo”. En el caso de los influencers, nadie lo dice. Puede que exista alguno que prometa algo en 21 días, o en quince minutos, pero es raro. Si hubiera una meta, se acaba el nicho comercial.

Pero peor la pasa un político. El que medianamente puede hacer una predicción de fechas, sabe que no será votado: o miente alevosamente o dice una verdad dolorosa. Por eso no falla la promesa abstracta de la felicidad anclada en un punto concreto del pasado. Sin embargo, con el pasado existe un gran, enorme, gigante problema: no solo es interpretable sino que es manipulable hasta por nuestra propia memoria.

Es habitual que recordemos momentos felices de nuestra infancia, o que extrañemos reuniones familiares en las, probablemente, se odiaban entre todos. Nosotros no lo sabíamos. Éramos niños y lo extrañamos. Punto. No se discute. Y ahí llega el punto crucial de la perspectiva. Éramos felices en comparación a otros momentos.

En la Iglesia Cristinista de los Últimos Días se ha desarrollado un nuevo dogma religioso que ha superado lo que en su momento creíamos imposible. En algún punto a alguien se le ocurrió plantearnos que Néstor fue un estadista y ahí quedó la joda. Ahora fue ascendido a Dios Padre y la estadista es Cristina, lo cual dice bastante de la degradación económica y social.

Cuando Néstor llegó a la presidencia teníamos televisión de tubo, los celulares sólo servían para hacer llamadas, no existían ni Facebook, ni Twitter, Youtube o Instagram. El diablo todavía no se había presentado en forma de Whatsapp. Un código QR era una mancha de tinta, estar en la nube significaba algo totalmente distinto y para ver una película a demanda había que mover el upite hasta el videoclub. ¿Qué otros ejemplos hacen falta para aceptar que el mundo no es el mismo?

Cuando Néstor le entregó la banda a la esposa, la pobreza estaba en el 37% y no se utilizó el raudal de dólares excepcionales de la cotización de la soja para la realización de infraestructura productiva ni educativa que permitiera diversificar la producción y evitar que el tumulto de dólares arruine la economía a futuro. Ese futuro es nuestro presente. Estamos igual pero sin control ni planificación de nada. Ante esa situación de crisis, nos prometen la fórmula de la felicidad: volver a un lugar en el que, según la memoria de a quién se le pregunte, estábamos mejor.

Y mientras podemos preguntarnos si ese momento es deseable o si queremos algo que por una vez nos deposite en un camino con crisis previsibles, fondos anticíclicos, acceso al crédito constante y posibilidades de planificar más allá de este fin de semana, se nos escapa otra pregunta clave; la misma que va para los influencers del camino de la vida: para cuándo.

Elegimos qué peleas dar. Imaginen que entregamos una vivienda en alquiler. En ese lugar hacen un desastre. Sabemos que hay una gotera tamaño Iguazú en el living y que la única solución que aportan los inquilinos es cambiar el balde. De vez en cuándo. ¿Vamos a esperar a que se vayan para ver cómo arreglamos las cosas y que se la lleven de arriba?

No digo rajarlos, que para algo existen los contratos. Pero como esos mismos contratos sirven para otras cosas, seguramente reclamaríamos que comiencen a solucionar las cosas en serio y hoy. Aunque falten meses para la finalización del contrato. Básicamente porque dejan el daño y se llevan el futuro inmediato. ¿Qué es eso de esperar?

Hoy la meta es llegar. Como sea. El plan es prepararse para oponerse. O dividir para quedarse. ¿Después? Que sea lo que Dios quiera. Perdón, que sea lo que el Universo nos tenga preparado.

En solo dos meses pasé a pagar el doble de garage y de vivienda. El doble. Y como yo hay dos tercios de la Argentina. ¿Dónde están? ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que se supone que debemos esperar para las elecciones que son en un siglo? Hay turnos médicos que conseguiremos antes de octubre. ¿Qué cazzo es eso que esperamos?

Y agrego: ¿Pensaron qué será de nosotros cuando ocurra el milagro de tener una economía sin inflación? Ahí sí quiero vernos.

Hoy nos une el espanto de la miseria. La inflación afecta al pobre, al clase media y al rico. Imaginate no tener eso encima y tener que seguir con nuestras vidas con gente que hoy está espantada pero que en alguna elección votó a Nestor o a Cristina. Gente que estamos mal, pero la fiesta es peronista, que el peronismo es cultura pop, como si Warhol tuviera una banda presidencial sobre un uniforme militar.

La fiesta no es peronista: la fiesta es de quien festeja. En los barrios populares no son peronistas. El que se desloma en laburos de mierda es de su propio futuro, los demás son del que paga la fiesta. En la clase media no son peronistas: son del que consigue el acceso al crédito, una mejora en la seguridad o del que otorga el pase a planta permanente. En el mundo empresario no hay peronistas: están los que ejercen el comercio y los prebendarios.

Y en este desastre hay gente que se hace muy, pero asquerosamente rica. Es fácil de reconocerlos: no están preocupados. Del mismo modo que algunos hacen negocios con la desesperanza ajena y enseñan por redes sociales que al que le va mal es porque no le dan para adelante a pesar de tener las muletas quebradas, son poquitos los beneficiados del cierre de las importaciones, son poquitos los que hacen un negocio con lo que se incauta en la Aduana, son poquitos los que se benefician de cobrar fortuna en el Estado. Si salimos del pupo de las dos Buenos Aires, hay provincias en las que el Estado es el principal empleador, lo cual no está mal en sí mismo. Salvo cuando es la única opción de mantener el empleo.

En mi sector también aplica. Cuando un país vive sin un gobierno que sea noticia a toda hora, el periodista político tiene menos relevancia que el señor que da el pronóstico del clima y que los periodistas de espectáculos. Si un periodista político es famoso, el país tiene un problema. Si muchos periodistas políticos son famosos, ese país tiene un serio problema en el cual se incluye la necesidad del periodista político de que siga ese serio problema: de algo hay que vivir.

Y si algo garpa más que la promesa de felicidad es la noticia de la desgracia. La seguridad de que estamos mal y estaremos peor, a su vez, es el principal combustible que alimenta la imperiosa búsqueda de eso que algunos caraduras llaman felicidad, pero que podríamos darle unos nombres más amables y alcanzables: seguridad, tranquilidad, saber que a lo único que debemos temerle es a la muerte natural y las enfermedades propias y de nuestros seres queridos.

¿La felicidad? Es absolutamente subjetiva. En mi consideración, es un lugar que sabemos que no existe pero que es un símbolo en sí misma como meta: en la intención de alcanzarla buscamos todas esas cosas que nos hacen bien. Y al igual que en las historias de corsarios, nadie venderá un mapa del tesoro si ese tesoro existe. Cualquiera que nos diga tener las herramientas, esas herramientas somos nosotros para la felicidad de ellos.

Y ya no sé si hablo de influencers o de politiqueros. Quizá el mayor problema haya sido que compramos cualquier cosa y por eso hasta tenemos inflación de presidenciables. O, tal vez, solo estamos ante influencers que comercian la fórmula de la felicidad disfrazados de estadistas.

(© Nicolás Lucca / Relato del PRESENTE)

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