ODIAR LO BELLO

OPINIÓN

El odio los lleva a querer que los porteños vivan mal

Por Nicolás Lucca

Pocas cosas son tan debatibles como la belleza de las cosas. En ella, en su apreciación, pueden jugar uno o varios sentidos del cuerpo humano. Y todo para que luego sea procesado por nuestra historia personal. Hay algunos elementos que se resumen en gustos, pero a los que nadie se atrevería a calificar de desagradable. Me gusta, no me gusta. A mí no me gustaría vivir en las montañas pero me vuelvo loco con sus imágenes. Son estéticamente imbatibles.

Esto viene a cuento porque he notado que cada vez más personas dejan de ocultar que odian la belleza. Gente que detesta lo agradable a la vista o lo que permite que uno se sienta a gusto, medianamente cómodo. Gritones con look roña chic, maleducados que son capaces de arruinar un lugar que transmite paz con la excusa del combate a la pobreza.

Ese desprecio por lo agradable debería haberse notado hace mucho tiempo, cuando un grupo de inviables intelectuales comenzó a calificar de “clase mierda” a la que no vota por el oficialismo. El fenómeno de desprecio también era hacia lo agradable. Ser clase media debería ser aspiracional porque es agradable comer todos los días, tener techo, trabajo que permite pagar las cuentas y esas cosas que hoy dicen que son de chetos.

Pero el odio a la clase media dio paso a una cuestión 100% estética por tratarse de puntos geográficos: odian los lugares tradicionales de la clase media. Sea la Ciudad Opulenta de Buenos Aires, Mendoza, Mar del Plata o Bariloche, hay que decorar el paisaje con pobreza.

Es curioso porque, se supone, que gente que se autodenomina antiimperialista debería tener cierto apego por una de las ciudades en las que surgió la revolución liberal más grande de la historia de Occidente. Pero sí, odian a Buenos Aires. En realidad, odian profundamente a sus habitantes y, por ende, odian todo lo que tenga que ver con ellos. Incluso si eso lleva a detestar elementos sin vida, que solo tienen para darnos comodidad o un espectáculo visual.

La Opulenta puede ser un lugar que nos gusta o no habitar, puede que en nuestras preferencias se encuentren lugares más tranquilos o en medio de la naturaleza. Pero es improbable que alguien diga que es estéticamente fea la Avenida de Mayo, a excepción de ese adefesio en el que funciona un banco en la esquina de Maipú. Es altamente improbable que alguien diga que es feo el Palacio Barolo, el edificio del Congreso, o el de la confitería El Molino. Ni que hablar del enorme listado de palacios que pertenecieron a las familias patricias, o del paisajismo de los bosques de Palermo, o de cualquiera de los parques dispersos por esta enorme ciudad en la que hasta los cementerios son objeto de visitas turísticas internacionales.

Repito: puede haber gustos. A mí me parece chocante el exceso de ornamentaciones del Palacio de Aguas Corrientes, pero never in the puta life diría «demuélanlo». Simplemente no es mi preferido. ¿Se entiende el punto?

El odio los lleva a querer que los porteños vivan mal. Por decantación, que los porteños vivan mal es sinónimo de que vivan como los peores sectores de la Argentina. De hecho, al decir que Buenos Aires es “opulenta”, lo hacen como si fuera insultante que la ciudad que es sede de la Capital se encuentre rodeada de pobreza.

Geográfica y demográficamente saben que lo verdaderamente insultante es que la ciudad de Buenos Aires se haya convertido en un polo de atracción para millones de compatriotas expulsados de sus paupérrimas provincias con sus sistemas económicos señoriales y excluyentes. Un enorme porcentaje de la población que prefiere vivir precariamente cerca de una ciudad piensa que puede tener más oportunidades.

Suele creerse que el interior odia a Buenos Aires. El mito de que es una ciudad mantenida se acrecienta en directa proporción a los fondos nacionales que la ciudad de Buenos Aires aporta para sostener a la inviable gobernación formoseña, a la legislatura bicameral de Catamarca o para pagar los sueldos de la policía de Kicillof. Pero, ya que mencionamos al hombre que no sabe la diferencia entre naranjas y mandarinas, podríamos aclarar algo: los mayores impulsores del odio a Buenos Aires proviene de gente que ama a Buenos Aires.

Es como el argentino que se va a vivir a Estados Unidos y se la pasa meta putear al capitalismo y consumismo norteamericano: Cristina Fernández odia la decoración de las avenidas porteñas que disfrutó desde uno de los barrios más lindos del mundo hasta que se cansó de que sus vecinos la odien. Ahora vive en San Telmo, el barrio cuya arquitectura representa el imaginario popular de la Buenos Aires histórica. Podrá decirse que para los porteños la Argentina termina en la General Paz, pero para el que odia Buenos Aires, la Ciudad se acaba en Callao. Avenida Pueyrredón, con toda la furia. Así, desconocen la realidad del resto de los 48 barrios porteños y sus diferentes estilos de vida, poderes adquisitivos e infraestructuras.

De mi infancia, adolescencia y juventud repartidas entre Lugano, Mataderos, Flores y su bajo, hay un evento que recuerdo como si fuera magia: el arte de tomar el colectivo rumbo a un nuevo mundo de los miles de universos que habitan en Buenos Aires. Casi todos los días puteo a alguno de sus internos, pero en mi corazón guardo la magia de los Mercedes Benz del 114 que me depositaban en la Plaza Arenales de Villa Devoto, el 50 rumbo al Parque Chacabuco, el viaje eterno del 101 hacia Plaza Francia, y mi favorito: el 86 rumbo a La Boca. No, no llegaba al barrio del club de mis amores. Bajaba en Entre Ríos e Hipólito Yrigoyen, donde me esperaba mi abuela y mi cuerpo y alma entraban en Disney.

Si Buenos Aires les parece linda hoy, no saben lo que era ver el monumento de los Dos Congresos sin rejas. Sin ser un jovato, puedo decir que soy de los que se tiraban por el tobogán formado por el enorme pasamano de piedra traída de Nancy, Francia. Incluso recuerdo que los viernes por la noche había un show de aguas danzantes en la fuente que queda por detrás.

¿Quién puede darse el gusto de ver en vivo un Auguste Rodin original con tan solo caminar por el centro? ¿Ahora deberíamos pedir disculpas por disfrutar de la majestuosidad del entorno del Hipódromo? ¿A dónde van de paseo todos los estudiantes de toda el Área Metropolitana de Buenos Aires cada vez que pueden y, sin ninguna falta, en cada Día del Estudiante? Al mismo lugar que iba este purrete de Villa Lugano, que también queda en la Opulenta y tiene una magia tan única que, si no la conocen, deberían.

Llamarle opulenta a una ciudad que tiene a un cuarto de sus habitantes por debajo de la línea de la pobreza habla demasiado del emisor. Si eso es opulencia, imaginemos cómo es el resto. Bueno, no hace falta imaginar, alcanza con tan solo recordar las inauguraciones de canillas o la “facilitación de un pozo de agua” por parte de la Primera Dama.

Los que transitamos por la ciudad a diario puteamos por los baches y las veredas en permanente reparación cual vidriera de librería. Y eso es visto como un lujo por quienes reconocen que el resto de sus administrados viven como el orto. Y no se sonrojan al decirlo.

Axel Kicillof no conoció la autopista a La Plata más allá de Hudson hasta que se candidateó a gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Odia a la ciudad. Alberto Fernández dejó su departamento de Puerto Madero recién cuando aceptó la beca presidencial. Odia a Buenos Aires. Todos los gobernadores que dicen odiar a Buenos Aires tienen departamentos en Buenos Aires. En la era de Internet, donde hasta las sesiones de terapia se pueden mantener con un celular en la mano, gastan fortunas del erario público para venir a tener reuniones en la ciudad que odian tanto que no pueden dejar de visitarla. Para alimentar el odio, claro.

Pero todos sabemos que el odio no existe, que lo que hay es castigo. Una convicción permanente para fustigar a un puñado de personas que son capaces de votar a un ficus a medio regar si es que éste puede ganarle al kirchnerismo. En el resentimiento son acompañados por buena parte de los porteños progres, los principales beneficiados de que Palermo haya dejado de ser un nido adoquinado de ratas para convertirse en la capital internacional de la gastronomía en negro.

Es curioso que el odio se haya ramificado hacia cualquier distrito en el que no gobiernen, se trate de provincias enteras o de distritos de las mismas con la complicidad de los gobernadores. Ahora le tocó a Mar del Plata. Odian que existan terrenos frente al mar porque saben cómo se compran y saben que hicieron todo lo posible para que nadie pueda hacerlo.

Allí va Juan Grabuá con todos sus privilegios. El niño rico que debe aclarar que vive “en la zona pobre de San Isidro” en referencia a Boulogne. Y uno que pensaba en La Cava. El que prefiere ocultar que se desvive por la altísima terrateniente que es su mamá. El que afirma mantener a su familia con la venta de sus libros y al que le duele que le recuerden que es blanco, heteronormativo, católico y antiderechos feministas.

El niño bien sostiene que las tierras que toma no tienen dueño. Más imperialismo no se consigue. En el siglo XXI no existen tierras sin dueños en las repúblicas occidentales: si no hay dueño físico o jurídico, los dueños somos los 45 millones de argentinos. O 46 millones, qué se yo, que ni un censo pudieron realizar.

Podrían pedir tierras fiscales en Santa Cruz, que tiene para tirar al techo, pero tampoco da mudarse a lugares donde no se note que rompen las pelotas. O podrían confiscar, en un acto de justicia popular, algunas de las 415 mil hectáreas de Lázaro Báez. Precisamente esta sugerencia de Cristina Pérez desató la ira del niño que está acostumbrado a nunca pagar una consecuencia por sus acciones ilegales. De hecho, ni siquiera el Colegio de Abogados de la Ciudad Opulenta tomó nunca cartas en el asunto contra su tristemente célebre matriculado.

La zona acantilada al sur de Mar del Plata es una trompada de preciosura. Ideal para estropearla. Una toma de tierras es más impactante si arruina algo. Pero el partido de General Pueyrredón también tiene sus serios problemas urbanísticos producto de la pobreza. Mar del Plata no es Punta del Este. Pero Batán, de donde Juancito se llevó a buena parte de su gente a la toma, es muchísimo más fértil que la costa. Y mucha de la gente que labura en Mar del Plata vive en Batán.

Pero luego lo escucho hablar al verborrágico niño bien y me doy cuenta de que solo tiene poder al monologar. Una periodista calmada del otro lado de la línea bastó y sobró para que Grabuá explotara en prejuicios proyectados. De pronto, oponerse a la toma de tierras en una de las zonas más caras es ser “xenófobo y racista”. Pobre Juan.

Por definición, la xenofobia es el odio al extraño. No creo que haya mayor expresión de odio que querer arruinarle la vida a personas que no conocemos solo por el prejuicio de creer que se lo merecen por pertenecer a otra cosa a la que nosotros no.

Y mejor ni hablar de los argumentos «la gente necesita dónde vivir» y «el Estado tiene posesiones improductivas». ¿Juancito quiere un millar de lugares habitables e inactivos? Que reclame la entrega del Congreso y sus anexos, que incluso trae todos los amenities de vivir en una ciudad. ¿Lo quiere cerca de la costa para tener algo de brisa? Que pida la casa de Chapadmalal. O, si prefiere río, la Casa Rosada, donde no se decide nada desde el 10 de diciembre de 2019. Incluso puede pedir la Quinta de Olivos, que solo es utilizada como salón de fiestas. Hasta tiene terrenos para alimentar a la Patria con la plantación manual de rúcula y perejil.

Ahora, el versito de que los lugares se obtienen o se entregan por necesidad, es una falta de respeto para cualquier persona con un dedo y medio de frente. No pueden reconocer que lo hacen para poner nerviosos a los habitantes de lugares que ya la pasan mal por el desastroso clima socio-económico. Es un enorme “sí, venimos a joderlos un poquito más porque no nos votaron”. Básicamente, que los odian.

Odian el paisajismo porque implica planificar. También odian la planificación a pesar de contener la palabra plan. Odian a la clase media, odian a la clase alta. Dicen que aman a los pobres, pero solo aman la posición económica y la superioridad moral que les da saberse vitalmente necesarios para la subsistencia de alguien. Por eso los quieren así, permanentemente pobres y en constante aumento. ¿Ahora son 39,2% según el Indec? Sumale los que se cayeron desde diciembre, con una inflación de alimentos descomunal y un dólar 100 pesos más caro. Pobres, pobres y más pobres. Viva la esclavitud de la pobreza. Mirá si se quedan sin grupo de choque. Mirá si se quedan sin mano de obra para apretar a funcionarios. O peor aún: mirá si dejan de necesitar el arreo de un niño rico con problemas irresueltos y todo porque ascendieron a la clase media.

Mientras tanto, en la Gran Ciudad, una nueva semana… comienza.

(© Nicolás Lucca / Relatos del PRESENTE)

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