HANS, EL NIÑO TERRIBLE

CULTURA

El cuento del domingo

Por Walter R. Quinteros

Un día de diciembre de 1944

Antes de morir, ahogado en su propia sangre, el cabo Hans Schlieffen, recordaría aquella diáfana tarde de septiembre de 1938, donde había participado del desfile de propaganda que organizó Fritz Wiedemann, ayudante de campo de Hitler, tras las divisiones motorizadas de Pomerania por las calles de Berlín. Alguien lo llamó, lo llevó hacia un costado del vestíbulo de la Cancillería, había una niña también, que temblaba de miedo. Les dieron chocolate y les entregaron un ramo de rosas. En menos de diez minutos debían aprender de memoria lo que debían decirle al Führer, al entregarle las flores. La niña no podía, tartamudeaba. Hans, el niño terrible, no.

¡Mein Führer! –Recordó Hans haberle dicho-. “Te conozco bien y te amo como a mi padre y como a mi madre. Siempre te escucharé, como si fueras mi padre, como si fueras mi madre. Y cuando sea mayor, te ayudaré como a mi padre, como a mi madre. Y estarás satisfecho de mí, como lo estarán mi padre y mi madre”. El Führer dejó las flores en una mesa cercana, sacudió con cierta ternura el cabello rubio y lacio de los niños, guardó las manos en los bolsillos y se retiró en silencio. Con ese recuerdo, Hans, el niño terrible, murió.

Sucedió que seis años después de aquella tarde, hambriento y en retirada junto a cientos de soldados, Hans mata a la señora Janna Wocraw viuda de Philas Tinkrib por resistirse a entregarle las cabras y el cordero que un empleado administrativo infiel le cobraba a modo de soborno. El oficial paracaidista Karl Schaub, a cargo del repliegue y veterano condecorado en la guerra de España, llama a Hans, le retira el arma, lo mira a los ojos y lo golpea en la cara. Un suboficial lo toma de la chaquetilla y lo sostiene, el oficial le arranca los atributos del uniforme y lo vuelve a golpear. Hans cae al piso, intenta levantarse, pero es derribado por un certero puntapié, su casco se desprende y rueda calle abajo. Hans llora y maldice.

Es abandonado junto al resto de los soldados heridos y mutilados que no podían avanzar. Para que sirva de escarmiento, ninguno de los oficiales y camaradas, ninguno de los soldados, que parecían extrañas siluetas con mochilas y armas que trotaban tristemente por las orillas del camino, podía mirarlos ni escuchar sus quejidos. A la salida del poblado, el resto de los soldados del maltrecho escuadrón del oficial Karl Schaub, cansados y sudorosos, dejaban las armas en el piso del camino, levantaban las manos, y se rendían incondicionalmente ante las tropas rusas, solicitando la respectiva clemencia, que para ese acto se indica.

En la ciudad, desde una ventana de un edificio cercano, asoma amenazante el cañón de un fusil, apunta al soldado que busca su casco, su cruz de hierro y los botones plateados sobre los escombros quietos de la calle. Un dedo índice tembloroso y mugriento aprieta el gatillo. El percutor impacta sobre el fulminante del cartucho, la pólvora se quema y los gases impulsan el proyectil que destroza los músculos del cuello y mata al cabo Hans Schlieffen, apodado como “el niño terrible”.

Algunos pobladores, antes que lleguen los tanques y las tropas rusas, levantan el cuerpo sin vida de la anciana Janna y de sus vecinos acompañantes. Nadie recordaba la canción del “Feliz Viaje”, para cantarles en su despedida. La calle queda lentamente desierta. Un perro solitario, se acerca a oler el cuerpo tibio de Hans, y mancha sus patas en el charco de sangre.

(© Walter R. Quinteros, extraído del cuento "Infortunios" / diceelwalter.blogspot.com)


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