OPINIÓN
Francamente la Argentina es un país único. No hay otro en donde ocurran las cosas que ocurren en la Argentina
Por Carlos Mira
Como sabemos el presidente se embarcó en una cruzada que en cualquier otro lugar del planeta Tierra dejaría a todo el mundo perplejo al mismo tiempo que, por las mismas razones que causan la perplejidad, duraría un minuto.
Me refiero, claro está, a la embestida de dos pasos contra la Corte Suprema de Justicia. El primero de esos pasos fue la confesión pública de que el gobierno no acataría lo dispuesto por el máximo tribunal en una causa que lo tenía como parte (luego, como sarcásticamente dijo la violadora número uno de las reglas del Estado de Derecho, Cristina Fernández de Kirchner, el presidente reculara de su primera reacción, aunque los métodos que propuso para “hacer que cumplía” sólo confirmaban el incumplimiento).
Luego, no conforme con eso, citó a los gobernadores -en un procedimiento claramente ajeno a lo dispuesto por la Constitución y completamente irrelevante a los efectos de lo que el propio presidente se propone- para plantear un juicio político a los cuatro jueces supremos.
El colmo del caso (que es precisamente lo que torna a la Argentina un país único) es que el presidente funda su pretensión en informaciones salidas de fuentes completamente contaminadas que las tornan, a todas ellas, inoponibles a los supuestos “acusados”.
Es más, el presidente confesó que se entera de lo que denuncia por haber utilizado inteligencia ilegal sobre conversaciones privadas protegidas por el derecho constitucional a la más íntima intimidad. El colmo del colmo es que Fernández dice iniciar esta batalla ¡en nombre del y para proteger el Estado de Derecho! Es decir, el presidente dice que va a iniciar una guerra contra el canibalismo usando como herramienta principal el comerse a la gente.
Además, el presidente olvida que preside un gobierno que ha hecho de las operaciones de inteligencia interna contra otros argentinos un modus operandi habitual de su ejercicio político.
Las prácticas de pinchar teléfonos, plantar conversaciones falsas, instalar noticias mentirosas, manchar con embustes la vida de los demás ha sido una marca registrada del kirchnerismo.
Saber que esta banda utiliza todos estos métodos para hacer política no debería escalar al punto de basar precisamente en eso el inicio de una cruzada por la legalidad y el Estado de Derecho.
Mientras, los días siguen pasando y el país se consolida en la posición de ser un lugar en donde las autoridades constituidas por la Constitución pueden haberse expedido en un sentido pero la fuerza bruta de los hechos impera por sobre lo que surge de las instituciones. Nada es viable en un lugar como ese. Es más, el gobierno habilitó la vía para que hoy mismo millones de argentinos, por ejemplo, cesen sus obligaciones de pagar impuestos simplemente porque se les canta. El propio Poder Ejecutivo les ha dado el más perfecto ejemplo de que nadie podría decirles nada. Ni una palabra.
Todo lo que se entiende por vida civilizada -la que se basa en la presunción de que las cosas son de una determinada manera- se ha derrumbado en el mismísimo instante en que el presidente actuó como actuó.
La Constitución ha dispuesto un sistema de defensa de las comunicaciones privadas de los ciudadanos completamente extremo: ha dicho con claridad que son directamente inviolables. No hay calificativo más superlativo para describir la protección que los constituyentes quisieron darle a lo que nos decimos entre nosotros cuando nadie nos escucha. Esa protección fue dada, justamente, porque cuando nadie nos escucha podemos decir cosas inconvenientes. La gracia de esa garantía constitucional consiste, justamente, en que las personas están protegidas por decir cosas inconvenientes, no por seguir las líneas de la corrección política.
Si esas “inconveniencias” trascendieran a lo público por medios legales (porque alguien las cuenta de modo abierto y voluntario, porque forman parte de una publicación consciente de los protagonistas, etcétera) entonces sí alguien podría accionar si es que considera que esas revelaciones públicas atentan contra el orden legal, lesionan el Estado de Derecho o ponen en peligro el funcionamiento de las instituciones.
Pero intrusar los medios de comunicación privados y de ese modo acceder a lo que los ciudadanos dicen en la intimidad literalmente no puede hacerse. Algún purista diría no debe hacerse pero poder, se puede. Como efectivamente eso es cierto (porque siempre los hechos tienen fácticamente más peso que lo escrito en un papel) el imperio del Estado de Derecho ha establecido que si alguien llegara a saber algo de lo que se entera violando la correspondencia privada entre ciudadanos, eso no es oponible como prueba en un proceso legal. Muy bien: el presidente argentino ha inaugurado la era en la que el Estado de Derecho se defiende violando el Estado de Derecho.
Pero más allá de estas cuestiones formales, el paso inicial de toda esta novela es una típica y ampliamente conocida maniobra kirchnerista para operar en política: hackear teléfonos.
Fuera del hecho que no se entiende cómo el capo de seguridad de un distrito como la Ciudad de Buenos Aires no tiene su teléfono customizado, encriptado y con cambio de número y acceso regulares, todo comenzó cuando Marcelo D’Alessandro denunció que su línea había sido robada y hackeada en agosto de 2022.
A partir de allí nada puede resultar verosímil. ¿Las conversaciones que se conocieron a partir del hackeo son verdaderas o falsas? ¿Hay una base de conversaciones verdaderas sobre las que se introdujeron diálogos falsos? En fin, nada es seguro a partir de la intrusión kirchnerista ilegal.
Ahora, que el presidente pretenda fundar el pedido de juicio político a la Corte en esta rascada también da la pauta del tipo de país en el que el peronismo ha convertido a la Argentina.
El peor pecado es creer que estas abstracciones son una nube de gas que no penetra en la calidad de vida cotidiana de los argentinos, Muy por el contrario: todos vivirán en la miseria mientras las señales que el país envié al mundo sean aquellas que lo definen como un lugar en donde las intimidades de los ciudadanos pueden ser usadas por el presidente de la república para que el gobierno desconozca el funcionamiento normal de las instituciones de la Constitución.
(The Post)
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