SELECCIÓN O BARBARIE

OPINIÓN

Parecería que el país no puede disfrutar de un momento de alegría compartida sin empañarlo con la delincuencia, con el vandalismo, con esa pasión por reducir a cenizas lo que tanto costó levantar

Por Carlos Mira

Tal como cualquiera que conozca la Argentina alumbrada por el peronismo y retroalimentada por el kirchnerismo podía prever, el país no pudo disociar la alegría de la autodestrucción.

Las imágenes que se conocieron del centro de la Ciudad de Buenos Aires completamente vandalizada, destruida, con rejas arrancadas, pintadas en el obelisco, incendios en adornos públicos, destrozos en la red de energía solar de los techos del Metrobús, semáforos inutilizados, hacen que nos preguntemos de dónde viene tanta propensión a romper todo.

Parecería que el país no puede disfrutar de un momento de alegría compartida sin empañarlo con la delincuencia, con el vandalismo, con esa pasión por reducir a cenizas lo que tanto costó levantar.

¿Tendrá el Jefe de Gobierno lo que hay que tener para mostrar en público un resumen vívido de los daños y presentar un inventario completo de las pérdidas? Seguramente su excesiva corrección política saldrá al cruce de esa reacción espontánea y lógica que muchos esperan.

La pregunta que surge es de dónde viene tanta rabia y tanto odio que ni siquiera en un momento de sublime festejo se evita romper y destruir todo. Al lado de gente normal que solo quería celebrar en familia, hordas de borrachos que apenas distinguen sus movimientos de los de los monos amenazan con la violencia, con el grito y con el atropello. ¿Por qué?

Este choque social fue buscado durante los últimos 20 años. Esta pulsión por la violencia que tensiona con la simple voluntad de festejar en paz fue estimulada por el kirchnerismo peronista desde 2003 hasta hoy.

Esas masas indiferenciadas de zombies que derrumban todo cuanto se les interpone en su camino fue prohijada por la cultura de la violencia kirchnerista que penetró cerebros durante dos décadas completas.

Se trata de una rebelión contra la civilización; de un desafío contra lo que está bien, de un ataque contra los que debería darse por sentado.

Decenas de automóviles que se habían estacionado en la autopista que conecta la ciudad con el aeropuerto fueron saqueados. Les robaron los neumáticos y se los dejó apoyados con el chasis en el suelo.

La sensación de que todo se iba a desbordar comenzó desde que el árbitro pitó el final en la serie de penales de Lusail. El centro de Buenos Aires venía siendo objeto de un sistemático ataque desde el partido con México. Pero el domingo a la noche las fuerzas de la destrucción lanzaron un formidable ataque contra todo. Las sospechas de que esa gente pudo haber estado mandada obviamente no pueden despejarse.

Pero es la desmesura argentina la que sirve de sustento a todo este aquelarre. Un país caótico, sin espíritu de cuerpo, completamente anárquico, que no distingue la alegría del desmadre es el que sirve de base para que este espectáculo recorra el mundo.

Dicen que más de 4 millones de personas se movilizaron para intentar ver a la Selección desde cerca. Esa marea humana no puede ser nunca prolija. Pero el estrago que ha causado el colapso de la educación cívica en la Argentina pudo verse resumido en estas últimas 24 horas.

Ese derrumbe fue provocado, fue impulsado a propósito para borrar del cerebro argentino la idea de la individualidad responsable y del respeto recíproco: era necesario instalar un pensamiento masa elevado a la enésima potencia para que los sentimientos más animales del ser humano pudieran ser usado y amalgamados a favor de una corriente hegemónica de poder.

De la mano de esa incapacidad para distinguir lo que está bien de lo que está mal, se enseñoreó sobre el país un movimiento aluvional, caótico, que pretende ocupar (como si fuera un fluido que todo lo cubre) todos los sitios para no dejarle lugar a nadie que no sea propio.

Este maremágnum sin orden y sin destino encontró en la llegada de la Selección al país el ámbito adecuado para mostrar todo lo que es. La clásica desorganización argentina -también producto de esa falta de educación y de la incapacidad para hacer las cosas bien- fue completamente funcional a este show destructivo.

Pero lo más lamentable, sin dudas, es la confirmación de esa tendencia a la autoflagelación que tiene la Argentina: no sabe disfrutar a pleno ni siquiera aquellos momentos en que parecería que no debería haber motivos para la amargura.

La cultura de la villa miseria ha invadido el sentido común medio de la sociedad. Este es el mayor mal que el kirchnerismo le ha infligido al país. Mucho más dañina que el perjuicio económico es la pérdida de un conjunto de valores que fueron los que edificaron a la Argentina sobre la base del esfuerzo, del mérito y de la educación.

Los misiles lanzados sobre esa línea de flotación (esfuerzo-mérito-educación) hundieron la nave nacional más allá de que el fútbol se empeñe en mantenerla a flote. Justamente ese eje monolítico de esfuerzo-mérito-educación es el que el Seleccionado nos dice que debemos retomar. Pero muchos de quienes fueron a recibirlos encontraron en la celebración una excusa para mostrar lo peor de nuestras costumbres.

Mientras esto se escribe el ómnibus descapotado que lleva a los jugadores sigue a paso de hombre recogiendo muestras de afecto y cariño, como dando escenario a ese choque inexplicable entre el amor que lleva a expresar cariño y el odio que lleva a romper todo.

Será difícil establecer cuántos argentinos entendieron la idea de la alegría civilizadamente expresada de aquellos que desbordaron todo, poniendo incluso su propia vida en riesgo. Pero cuando se está delante de una masa informe que pierde hasta su verdadera identificación humana es difícil trazar esas distinciones.

Y que nadie pretenda justificar lo que ha ocurrido con el verso de “lo popular”. No debería haber ninguna “popularidad” para el destrozo inútil, para la destrucción gratuita, para la rabia inexplicable y, mucho menos, para el liso y llano robo.

Desde que Sarmiento escribió “Facundo, Civilización y Barbarie” el país ha tenido una pulsión inconsciente a encontrarle un justificativo racional a la barbarie. No tengo dudas de que ese espasmo saldrá otra vez a relucir esta vez.

Pero la porción del país que quiere y necesita arreglar esto deberá tomar en cuenta que hay otra porción que no solo no considera haber hecho nada mal sino que, al contrario, entiende que lo que ocurrió es normal.

(© Carlos Mira / The Post)


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