NEGRADA

CULTURA

El cuento del domingo

Por Walter R. Quinteros

Esta es la historia de la niña Enriqueta y el negro Ze Lucio.
Ellos se enamoraron.
Lo conversaron conmigo a escondidas, porque yo era el caporal.

Ella dijo que fue cuando lo vio a Ze Lucio bañándose desnudo en el río.
Él dijo que fue de tanto conocerla al llevar a la niña en el auto, a la escuela para maestras.
Guardé el secreto. 
No se por qué.

Ze Lucio era uno de los nuestros, de la negrada que trabajaba en la finca. Alto, atlético, medio bruto que apenas sabía leer.

En cambio, ella tenía 17 años, era la única hija de los patrones. Delgada, menuda, de muy buenos modales, saludaba y le sonreía a toda la negrada del campamento.

Le pidió a su madre que sea Ze Lucio quién la lleve a la escuela, porque conducía mejor que el otro negro.

El dueño de la finca, don Clemente Ledezma, su padre, consintió el pedido de su esposa de trasladar a Ze Lucio del taller de vehículos a chófer de la familia.

En reemplazo me mandó a Lui Buba, un negro laborioso, pulcro, delicado, fofo, medio amanerado, que venía de las cocinas.

La niña Enriqueta me agradeció que vistiera bien a Ze Lucio, que lo acostumbrara a usar zapatos y, que lo obligara a bañarse todos los días antes de subir al automóvil.

Una noche encontré a Lui Buba y al negro Ze Lucio peleando desnudos, en la oscuridad del galpón, se escabulleron por los fondos cuando encendí una luz.

(eso me pareció)

Era mi obligación informar a don Clemente de cosas raras, pero no lo hice.
No se por qué.

La negrada que trabajaba en la finca era un poco revoltosa, barullera, rebelde.

Había en las barracas poco para comer, pero mucho para beber.

A la mañana siguiente, la niña Enriqueta y Ze Lucio, salieron, no volvieron.
Yo sabía que eso iba a suceder, pero no lo dije.

El patrón llamó a la policía, mandó a buscarlos.
A ella viva, al negro muerto.

Largó los perros rastreadores al camino.

Por la tarde me hizo azotar a Olivia, la nodriza, que entre llantos clamaba que, "sepa el señor Clemente que el amor es una cosa pasajera, hasta que por fin llega".

Se escuchaban gritos de rabia y de dolor.

Y también me dijo que azotara a los guardias de los portones y, a toda la negrada que estaba en fila, bajo los rayos del sol, esperando el castigo de rigor.
No se por qué.

Hasta que el negro Lui Buba rompió en llanto. Salió de la fila.
Corrió hasta don Clemente y se arrojó a sus pies.

Le imploraba que los encuentre, que los traiga vivos, "porque nadie amará tanto a mi Ze Lucio, como lo amo yo". 

Así le dijo, así le suplicó.
Qué negro viado, el coso ese.

(© Walter R. Quinteros / diceelwalter.blogspot)


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