SUPERMAN

EDITORIAL

Que el viento de los recuerdos me lleve hasta los patios de mi infancia

Por Walter R. Quinteros

Para algunos hombres. 
Todo es más fácil, para mi no.

Por ejemplo. 
Quisiera dividir el dividendo por el divisor, empezando por tomar en ambos el mismo número de cifras y donde el divisor sólo podrá estar contenido una vez en el dividendo. Digo, qué se yo, cosas así.

También quisiera.
Saber de memoria cierta base científica para demostrar la relación entre el consumo alimentario y el gasto energético de los deportistas. Algo como eso.

O dejar bien sentado. 
Que los navíos flotan por esa especie de compartimientos estancos que contienen aire y, eso los hace más livianos que el agua, evitando así hundirse. Eso sí que recuerdo, era el principio de Arquímedes.

Otros hombres se creen superhéroes. 
Y bajo sospechas de faltar a la verdad, me dicen que saben todo de todo. Desde clavar un clavo hasta levantar paredes. La fórmula perfecta de la nitroglicerina. Jugar al truco. Matar gallinas y ponerlas a hervir. Escuchar a través de las paredes. Hacer un castillo con naipes arriba del colectivo. Y orinar en el patio para después cosechar mujeres. 

También están los que dicen. 
Que abren cerraduras oxidadas con sus dedos, y parten tremendas rocas de un masazo. Los que no conocen médicos ni hospitales. Los que no introducen los pies en una palangana con vinagre y limón. Los que baten récords cambiando neumáticos. Los que cantan mejor que Gardel. Los que con casi setenta años tienen sexo salvaje tres días a la semana, y los que entregaban las hostias de un tincazo, en las misas de las fiestas de guardar, cuando la iglesia era iglesia.

Como si uno nunca hubiese ido a la escuela. 
O no escribiese sobre la vida todos los putos días, me dicen que la turbina es un motor rotatorio que convierte en energía mecánica la energía cinética de una corriente de agua, vapor de agua o gas. 

Y hasta dejan.
Que se les enfríe el café para explicar que el elemento básico de la turbina es la rueda o rotor, que cuenta con palas, hélices, cosas y cositos colocados alrededor de su circunferencia, de tal forma que el fluido en movimiento produzca una fuerza tangencial que impulse la rueda y la hace girar así, así mirá. 

Les pregunté. 
¿Alguna vez en su vida tuvieron la libertad de votar, o amar de verdad?

Los que se creen más piolas.
Entonces me hablan de mujeres, me cuentan sus pocas creíbles hazañas. Vaya uno a saber qué extraño argumento de qué película los inspiró. Otra vuelta de café. Escuchar, hay que saber erscuchar, para después sufrir y esconderse en un rincón a llorar.

Parece que todos.
Absolutamente todos, se las saben a todas. O todo les resulta más fácil para enfrentar la vida que a mi espada de telgopor adornada con papel glasé del viejo portafolio.

Yo les cuento que apenas soy un hombre. 
Un hombre que trata, de transformar en otra cosa más duradera, esa cosa efímera, ese algo fugaz que es la libertad de pensar, escribir, decir, de hacerse escuchar. 

Aunque a esta edad. 
A veces me duerma. Y sueñe. Y me canse más rápido. Aunque todas las veces rezongue porque me duele aquí, o me duela por acá. Aunque los dientes empiecen a abandonarme. Y se me suba la tensión. Aunque vea y pueda palpar como a una teta mi vacío emocional. Aunque me exponga siempre, a realizar ciertas proezas. Buscar la felicidad. Esa sensación de que algo me falta. Como cuando trato de encontrar el brillo de esos ojos negros enormes cuando amanece y ella no está.

Ya no soy el loco aquel de allá lejos y hace tiempo. 
Aquel del que todos hablaban por la pinta, la facha, el modo de andar, de bailar, de jugar al fútbol, de peinar el jopo, de poner música los sábados a la noche. Qué agrande. Tomá. Ya está.

A veces quiero ser poeta.
Pero ya no puedo / describir en versos / aquellos círculos / que en el agua de un estanque forma / el cristal de una lágrima inoportuna / que anduvo / caminando por la vereda de mis ojos / por pensarla / bajo la tenue luz de la luna. 

Cosas así. 
Ya no me salen. Me parecen un poco cursi, de una tremenda pelotudez.

A veces.
Dejo de escribir para este medio o para otro de la capital o de otro lugar, y me pongo a buscar, a leer, o recordar, cómo carajo era que se hace la masa para los ravioles. Veamos. Era algo así como que en medio kilo de harina va una cucharadita de postre de sal fina y que había que agregarle una cantidad de agüita y dos huevos. Que había que mezclar todo eso. Y esperar, ponele, veinte minutos, y amasar, cortar en pequeños pedazos, estirar, cortar. A rellenar.

Dale. 
Bajá del cielo, mamá. Ayudame a cocinar.

Y quiero entrar a mi casa.
Por la ventana, por la puerta, por cualquier lugar. Y tropezar con tantos libros leídos y por leer. 

Por eso quisiera ser superman.
Para salvar vidas, ver crecer los niños felices, repartir esperanzas, desparramar alegrías. Que toda mi gente tenga trabajo, salud, dignidad, seguridad, alivio y bienestar. Aparecer a la hora precisa.

Pero también quiero. 
Que se alegren al verme, que comprendan mis silencios, que me digan te quiero, te extraño, gracias por estar. Que entiendan mis profundas ausencias. Mi vacío emocional.

Escuchar música.
Sentarme a descansar y escuchar música después de un día agitado. Lejos de la kryptonita X que lentamente me va matando. Sumergirme en la música. Predicar la doctrina de la música. Masticar música. Hacer cochinadas con música. Volver a empezar.

Cosas. 
Que escribe un escribidor. Que quiere ser superman. Como dicen que son los demás.

Y dejar.
Que el viento de los recuerdos me lleve hasta los patios de mi infancia.

Esto me recuerda. 
A un cuento del querido amigo Chuñi Benite, que dice que un tal Brizuela, conocido como Pandorga, que fabricó un barrilete enorme durante meses enteros, con sus noches y sus días. Al que llamó "Mapa del destino", y dice que se trataba de una enorme estructura hecha de tablas y cartones. Y que el propósito de semejante invento era viajar a encontrarse con su amor.

Su amor, de toda la vida. 
Y que una noche de noviembre y ante la vista de todos sus vecinos, su descomunal obra fue levantando vuelo aprovechando las mieles de una ventisca sureña. Algunos le escucharon preguntar "dónde quedaba la felicidad", mientras surcaba el cielo.
¡Para allá! dice que le señalaron vagamente un lugar.

Lo que quería decirles. 
Es que hoy cumplo años, y me parece que es un lindo día para treparme a un barrilete y preguntar dónde mierda queda la felicidad, y que voy a buscar entre la ropa —porque debe estar guardada—, mi vieja y querida capa de superman.




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