LAS PEORES PÁGINAS DE LA HISTORIA MUNDIAL

OPINIÓN

Tocar a Hitler o a Mussolini era tocar al pueblo, a la Patria a la nación. “Si lo tocan al Fürher que quilombo se va armar”

Por Carlos Mira

Mareas humanas se movían como una gelatina amorfa por las calles. Miles y miles vivaban sus nombres atronando las disidencias. Desde balcones y tribunas sus discursos llenos de violencia verbal levantaban los gritos de la masa.

Parecía que nada se interponía entre el “pueblo” y esos vozarrones ponzoñosos. Ningún control racional parecía operar sobre esa realidad aluvional.

Hitler y Mussolini vivían sus años de gloria. Sus crímenes sistemáticos, sus horribles violaciones a los más elementales derechos humanos parecían sepultados por la razón de la fuerza bruta, por el grito callejero que todo lo ahogaba.

Millones estaban muriendo mientras la masa vociferaba sus nombres y mientras ellos gozaban de esa relación voluptuosa con el “pueblo”.

Desde sus diatribas venenosas llovían acusaciones contra los que estaban en contra de la patria, contra quienes conformaban una confabulación con los intereses extranjeros que querían ver de rodillas al pueblo alemán y al pueblo italiano.

Ellos encarnaban la personificación de la mismísima patria, de la mismísima alma nacional. Ellos habían llegado para redimir -con la imposición del socialismo nacional- las penurias del pueblo. Ellos estaban allí para restaurar el herido orgullo patrio.

Las calles les devolvían lo que ellos les daban a la Patria y al Pueblo. Ellos encontraban en esas muchedumbres su legitimidad y su licencia para hacer, literalmente, lo que se les ocurriera.

Ellos no necesitaban cumplir con las formalidades burguesas de los controles y los equilibrios.

Los que reclamaban el respeto hacia a esos balances eran enemigos del pueblo que estaban entongados con intereses espurios e innombrables pero que siempre tenían, como denominador común, el daño y el sufrimiento de las “grandes mayorías populares”.

Para defender a los pobres había que enfrentarse a esos poderes ocultos y avanzar con todas las fuerzas del alma nacional para hacer desaparecer al enemigo de la faz de la Tierra.

Alemania e Italia habían sido sodomizadas por una alianza entre la escoria propia y deleznables fuerzas foráneas y ellos venían a poner a sus países de pie y a devolverle al pueblo lo que aquella asociación ilícita le había arrebatado.

Hitler y Mussolini no necesitaban los votos: ellos gobernaban por aclamación. Si los votos eventualmente contrariaban la aclamación lo equivocado eran los votos, no la aclamación.

Para saber dónde estaba la razón solo había que escuchar los ruidos de la calle.

Esas masas movilizadas eran el fundamento y el soporte del Estado que estaba encarnado por sus propias personas.

Tocar a Hitler o a Mussolini era tocar al pueblo, a la Patria a la nación. “Si lo tocan al Fürher que quilombo se va armar”.

El aluvión fascista aplastaba todo lo que pretendiera enfrentarse a los Duces. La señalización, el escrache, el “crimen de agenda”, el ser “familiar o amigo de” era suficiente para que tronara el escarmiento.

Las cruces de alquitrán, la quema de libros, el espionaje, la delación, el reclamo para que mueran los opositores, todo eso era la moneda corriente de esos regímenes.

La fuerza de la muchedumbre era la fuente de la legitimidad y de la razón.

Allí encontraba el líder la fuente de su poder y de su razón: en la calle; en esos ríos amorfos de corderos irracionales.

Todos sabemos lo que en realidad fueron esos tiranos y cómo terminaron. Todos sabemos que ningún grito por mas estruendoso que sea, silenciará los crímenes y mucho menos legitimará la dictadura, el atropello y la prepotencia autoritaria.

La Argentina deberá echar mano de sus reservas morales más profundas para enfrentar lo que es una verdadera reedición de aquellos delirios espeluznantes.

El entierro de esta modalidad fascista de entregar legitimidades y razones por el simple expediente de organizar una fuerza bruta callejera que intente ahogar a los demás con sus gritos debe ser completo, absoluto, definitivo.

De toda esta locura no debe quedar nada como en Alemania e Italia no quedó nada del Fürher y del Duce.

No debería haber lugar para Duces y Fürhers en la Argentina. En el país solo debería gobernar la racionalidad de la ley. Todo grito ponzoñoso debería ser condenado al más vergonzante de los infiernos.

(The Post)


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