EL SUBOFICIAL Y EL PRINCIPITO

OPINIÓN

En primera persona

Por  Juan Luis Gallardo

Cuando todavía existía la conscripción, que bien podría reinstalarse en el país, un suboficial impartía una aburrida clase teórica a los conscriptos bajo su mando, que estaban totalmente distraídos. En eso, cruzó el cielo una escuadrilla de aviones y los soldados se pusieron a observarlos. Como se aproximaba un superior, para no quedar mal, el zumbo dio la siguiente orden: ¡Mirar lo aviones! Con la intención de que el superior entendiera que los soldados, lejos de estar distraídos, se hallaban cumpliendo una orden suya.

No me acuerdo si fui testigo de este suceso o me lo contaron. De cualquier manera, me propongo utilizarlo para ilustrar este artículo.

Porque el hecho protagonizado por el suboficial y los conscriptos me trae a la memoria un pasaje del libro El Principito, de Antonio de Saint Exupéry. En el cual aparece cierto rey que siempre ordena lo que sus súbditos desean hacer. Procedimiento que le permite no ser jamás desobedecido.

Siento gran admiración por Saint Exupéry, parte de cuya carrera de aviador tuvo por escenario la Patagonia argentina. Su libro Vuelo Nocturno acredita lo dicho.

Saint Exupery tuvo un matrimonio desafortunado y terminó por separarse de su mujer. Desapareció durante la segunda guerra mundial y nada se supo respecto a cual había sido su fin. Hasta que, a las cansadas, se encontraron restos de su avión, cosa que demostró que se había estrellado o había sido derribado en combate.

Entre nosotros, Bernardino Montejano Linares se ha transformado en un especialista del tema Saint Exupéri. Pude publicarle un libro referido al mismo, cuando yo dirigía EDUCA, editoral de la Universidad Católica Argentina.

¡Cuanta falta nos hacen figuras ejemplares, como lo fue el piloto francés! La mediocridad extendida en nuestro país y en el mundo reclama a gritos altos testimonios que permitan huir de ella.

Recuerdo a Saint Exupéri cuando, desde el jardín de mi casa, en las lomas de San Isidro, veo pasar los aviones rumbo a Aeroparque. Me advierte la proximidad de los mismos el rugido de sus turbinas, que precede a la sombra que proyectan y que se desliza rauda sobre el piso del jardín.

Mi padre tuvo un amigo aviador, que alguna vez aterrizó en su campo. Con una guadañadora se había cortado el pasto en un potrero, para permitir aterrizar a la escuadrilla. Pues de una escuadrilla se trataba, formada por un avión con cabina, que llevaba el nombre del presidente Ramón S. Castillo, y por dos biplanos, en los cuales la cabeza de los pilotos quedaba al aire libre, motivo por el cual debían usar antiparras.

(LA PRENSA)

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